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¿Qué hacer? ¿Cómo apartar sus sentimientos de él y canalizarlos hacia Richard?

Tobías, acurrucado sobre sus rodillas, se levantó, se desperezó y volvió a colocarse mas cómodo. Un minúsculo fardo de color mermelada de naranja con unas patas gigantescas que prometía convertirse algún día en un león. ¡Menudo gato le había regalado Olivia! Tremendamente inteligente, astuto, duro, obstinado e irresistiblemente encantador cuando quería que lo adoraran y lo acariciaran. ¡Los gatitos que habría podido engendrar! Pero Stephen, que quería un animal doméstico que durmiera con él en la hamaca en lugar de ir vagando por ahí en busca de conquistas sexuales, lo había capado sin el menor escrúpulo ni remordimiento.

La respuesta a su dilema aún no se había producido cuando el Supply zarpó rumbo a Sydney en mayo. ¡Ya mayo de 1791! ¿Dónde se habían perdido los años? Habían transcurrido más de cuatro años desde que conociera a Richard Morgan.

A Stephen le habían encargado llevar a cabo trabajos de agrimensura porque tenía ciertos conocimientos básicos acerca de aquella profesión. Los que habían regresado con el Supply para hacerse cargo de las tierras, que les habían prometido, estaban deseando poder hacerlo de inmediato y, por su parte, el comandante Ross quería que se alejaran cuanto antes de la ciudad. Lo más probable era que los marineros del Sirius conservaran las tierras, pensó Stephen, pero los marinos no se mostraban tan entusiastas. Hombres como Elias Bishop y Joseph McCaldren -incorregibles alborotadores en sus tiempos- estaban sobre todo interesados en recibir las escrituras de propiedad de las tierras para venderlas enseguida. Tras haber sacado lo que pudieran de la isla de Norfolk, regresarían a Port Jackson y volverían a solicitar tierras para venderlas como las primeras. Querían buen dinero, no duro trabajo. Y, entre tanto, vagaban por Sydney Town armando alboroto con otros marinos que aún no habían cumplido el plazo de su servicio. ¡Pobre comandante Ross! Le esperaban graves problemas en Port Jackson y en Inglaterra. Habiendo tantos traidores como George Johnston y John Hunter, por no hablar de aquel demente de Bradley, que no paraban de susurrar contra él al buen dispuesto oído de Phillip, Ross no podía esperar que nadie le agradeciera demasiado su trabajo. Stephen lo respetaba tanto como Richard y por los mismos motivos. Enfrentado con un dilema prácticamente insoluble, Ross había actuado sin temor ni favoritismos. Algo siempre muy peligroso.

– Lo malo es -le dijo Stephen a Richard mientras ambos saboreaban un plato de pollo frito con arroz que Kitty había aromatizado exquisitamente con salvia y cebollas de su huerto y pimienta machacada en su mortero- que hay que tener una visual para practicar la agrimensura, y la isla de Norfolk es un espeso bosque cuyos árboles parecen todos iguales. Yo puedo medir las tierras cuando el terreno está desmontado, pero muchos de estos sesenta acres no estarán en terreno desmontado. Puedo colocar a Elias Bishop en Queensborough, pero Joe McCaldren se niega a alejarse de Sydney Town y tanto Peter Hibbs como James Proctor quieren parcelas colindantes en el mismo centro de la isla. Danny Stanfield y John Drummond quieren estar cerca de Phillipsburgh. Cuando termine, juro que me van a tener que poner una camisa de fuerza y encadenarme a un cañón a la sombra. Supervisar a tipos como Len Dyer es una fiesta comparado con eso.

– Entonces, ¿Danny Stanfield va a regresar?

– Sí. Se fue para casarse con Alice Harmsworth. Es un buen hombre.

– El mejor de todos los infantes de marina.

– Sí, junto con Juno Hayes y Jem Redman -convino Richard.

Kitty los interrumpió.

– ¿Está buena la comida?

– ¡Exquisita! -contestó Stephen, pensando que ojalá se atreviera a despreciarla en lugar de alentarla, pero demasiado bondadoso para poder hacerlo-. ¡Un cambio estupendo después de tanto comer pájaro de Mt. Pitt! Reconozco que nos ayudan a ahorrarnos la carne salada y reconozco que el pesimismo del comandante acerca de cómo alimentar a tantas bocas en el futuro está más que justificado, pero confieso que cuando me enteré de que los pájaros habían regresado en gran número para anidar aquí, estuve casi a punto de marearme. No obstante -añadió afablemente-, a Tobías le encanta el pájaro de Mt. Pitt.

– ¡Vaya por Dios! Pensé que estaba prohibido alimentar con ellos a nuestros animales domésticos -dijo Kitty con expresión atemorizada-. ¡Os ruego que no os metáis en ninguna dificultad, Stephen!

Richard empezó a interpretar su papel de Dios Padre Todopoderoso.

– Es una vergüenza cómo se desperdician los pájaros de Mt. Pitt. Stephen no tiene por qué cazar a ninguno para alimentar a Tobías, Kitty. Le basta con recoger los cadáveres arrojados al borde de los senderos. Los codiciosos ingratos roban los huevos a las pobres hembras y después tiran el resto.

– ¡Ah, sí, claro! -chilló Kitty con voz estridente antes de retirarse, confusa.

– Richard -dijo Stephen, cuando ella salió con un cubo vacío, explicando que tenía que ir a buscar agua al río-, ¡a veces te comportas como un auténtico palurdo!

– ¿Cómo? -preguntó Richard, sobresaltado.

– Cuando la pobre criatura se atreve a hacer un comentario, ¡tú la aplastas con la lógica y el sentido común! Nos prepara una comida deliciosa, ¡nada menos que con un puñado de maldito arroz!, y tú, ¿cómo se lo agradeces? ¡Revistiéndote con la blanca túnica de Dios Padre Todopoderoso!

Richard se quedó mirando a su amigo boquiabierto de asombro.

– ¿Dios Padre Todopoderoso?

– Así te llamo yo últimamente. Ya sabes… Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Dios Padre Todopoderoso es el que se sienta en el trono y reparte lo que él considera la justa recompensa o el justo castigo, aunque a mí me parece que está tan ciego como cualquier otro juez de la Cristiandad. Kitty es la más inofensiva de todas sus criaturas… ¡Para estar enamorado, Richard, eres tan inepto como un adolescente! Si la quieres, ¿por qué demonios no te comportas como si la quisieras? -preguntó Stephen, doblemente exasperado a causa de su propio dilema con la chica.

Con un rostro cuya expresión habría podido provocar la risa de Stephen si la situación hubiera sido distinta, Richard escuchó la diatriba en silencio y después se limitó a decir:

– Soy demasiado viejo. Tienes razón, ella me ve como a un padre, lo cual tiene su lógica. Mi hija tendría su edad.

Stephen vio un arrebol todavía más intenso.