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– Pues entonces, ¡procura que te vea de otra manera, necio! -exclamó, temblando de rabia-. ¡Maldita sea, Richard, eres uno de los hombres más apuestos que he visto en mi vida! No tienes el menor defecto… y lo sé muy bien porque los he estado buscando. Llevo enamorado de ti desde que nací y lo seguiré estando hasta mucho después que me muera. El hecho de que yo sea una señorita Molly y tú no, carece de importancia… Nadie elige a quien amar. Son cosas que ocurren sin más. En cierto modo, tú y yo hemos conseguido mantener nuestras distintas preferencias y forjar una estrecha amistad que jamás se podrá romper. Sí, ya sé que esta pobre criatura cree estar enamorada de mí, ¡por consiguiente, calla la boca y deja de comportarte con tanta nobleza! Mejor que crea estar enamorada de mí. De lo contrario, acudiría a ti como una chiquilla… ¡y eso ningún hombre en su sano juicio lo desea!

Se calló y empezó a hipar con aire absolutamente agotado.

– Pero si tú mismo lo has dicho, Stephen. Nadie elige a quien amar, son cosas que ocurren sin más. Y ella te ha elegido a ti, no a mí.

– ¡No, no, no me has entendido! ¡Jesús, Richard, por lo que a Kitty respecta, eres un necio! Para ella, yo soy la transición de niña a mujer, soy su primera pasión de muchacha, una pasión no correspondida porque las primeras jamás lo son. ¡Es una ciruela madura que está lista para que la arranquen! El otro día la vi bajando por el valle hacia los almacenes, con un cesto vacío colgado del brazo. El viento le azotaba el rostro y le pegaba el sencillo vestido al cuerpo… Si yo fuera aficionado a las mujeres, en aquel mismo momento me la habría llevado. ¡No creo que otros hombres no se hayan fijado! Dejando aparte los ojos, su rostro no tiene nada de especial, pero su cuerpo es el de una Venus. Largas y bien torneadas piernas, redondeadas caderas, cintura breve y busto soberbio, ¡una Venus, ya te digo! Si tú no la quieres, otro hombre la querrá, pese al temor de que tú lo partas por la mitad. -Stephen se levantó-. Y ahora me voy a casa para reunirme con Tobías antes de que ella regrese de su recado. Dile que he recordado un asunto urgente. -Se encaminó hacia la puerta-. Eres demasiado paciente, Richard. Es una virtud admirable, pero, cuando el gato se pasa una hora contemplando un ratón, puede que baje velozmente un halcón desde el cielo y se lo robe.

Kitty se agachó en medio de las sombras bajo la ventana sin persiana, pero Stephen Donovan no miró ni a derecha ni a izquierda; se alejó sendero abajo entre las hortalizas y se perdió en la oscuridad. En cuanto desapareció, ella se dirigió con sigilo al arroyo. ¿Por qué no sería lo bastante profundo para que una pudiera ahogarse en él? El hecho de que Stephen hubiera llamado a Richard palurdo había despertado su curiosidad y la había inducido a detenerse; olvidando los dichos acerca de los que escuchaban a escondidas, se había agachado bajo la ventana para escuchar.

¿Cómo era posible? ¿Cómo podía Stephen decir que estaba enamorado de Richard? La cabeza le daba vueltas y no acertaba a comprenderlo. Stephen, un hombre, estaba enamorado y deseaba a otro hombre, Richard. Y había calificado el amor que ella sentía de pasión de muchacha. La había llamado niña. Se había referido a ella con ternura y comprensión, pero sin el menor atisbo de amor. Había descrito los detalles de su figura con la misma lejana admiración que ella sentía por Richard. ¡Pero Richard tenía la misma edad de su padre! ¡Él mismo lo había dicho! Cayó de rodillas y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, sin lágrimas en los ojos. Me quiero morir, me quiero morir…

Richard se agachó a su lado.

– Lo has oído.

– Sí.

– Bueno, mejor oírlo así que de labios de mi mujer -dijo él, rodeándole los hombros con su brazo y levantándola del suelo mientras él se levantaba-. Lo habrías descubierto más tarde o más temprano. Anda, vete a la cama. Aquí fuera hace frío.

Ella aceptó que la acompañara a casa y una vez dentro, le miró desde un pálido rostro con los ojos de William Henry.

– Vete a la cama -le dijo él con firmeza y rostro impasible.

Sin una palabra, ella dio media vuelta y se fue a su habitación. Richard tenía razón, hacía frío; temblando, se puso la camisa de noche y subió a la mullida y cálida cama de plumas, donde permaneció despierta, pensando una y otra vez en la… no, no la conversación de ambos hombres. Tampoco había sido una discusión. Lo que ella había oído era un intercambio de sentimientos e impresiones entre dos viejos amigos, unos amigos que no se podían ofender realmente el uno al otro con cualquier cosa que se dijeran. Algo que, por lo poco que la vida le había enseñado, era un hecho muy poco frecuente. La palabra «madurez» procedía de algún sitio y encajaba con ellos. ¿Por qué eran lo que eran? ¿Por qué había optado Stephen por amar a un hombre? ¿Y por qué el elegido había sido Richard? ¿Por qué Stephen había llamado a Richard «Dios Padre Todopoderoso»? ¡Oh, pensó, juntando las manos con dolor y desconcierto, no sé nada acerca de ninguno de ellos! ¡Nada!

El deseo de morir se debilitó y desapareció. Descubrió que no estaba destrozada hasta el extremo de no tener arreglo. El hecho de que Stephen no la amara era un dolor, pero ella jamás había pensado que la amara; era una antigua decepción. La forma de su tristeza se disipó, empujada lejos por otras preguntas más apremiantes. A lo mejor, tengo capacidad para aprender, aunque ignoro cuál es la lección. Sólo sé que me he pasado la vida escondiéndome y que no puedo seguir haciéndolo. A los que se esconden, jamás se les ve. Con este descubrimiento, se quedó dormida.

Cuando se despertó por la mañana, Richard ya se había ido. Los platos estaban lavados, el mostrador de la cocina ordenado, la olla calentada al vapor, el fuego convertido en brasas y, sobre la mesa, había un plato de pollo con arroz frío.

Se preparó un té en el recipiente de arcilla que se estaba calentando en el hogar y recordó los acontecimientos de la víspera como desde muy lejos. Los recuerdos estaban todos firmemente incrustados, pero la intensidad del sentimiento había desaparecido. El sentimiento… ¿no había otra palabra mejor?

Richard entró con su cordial sonrisa de costumbre. Como si nada hubiera ocurrido.

– Estás muy pensativa -le dijo.

El comentario era una señal, así lo adivinó ella: no quería comentar lo de la víspera. Por consiguiente, ella le preguntó con un hilillo de voz:

– ¿No iréis al trabajo?

– Hoy es sábado.

– Ah, claro. ¿Un poco de té?

– Me encantaría.

Le llenó una jarra y la enfrió con frío jarabe de azúcar. Después volvió a sentarse para juguetear con su comida. Al final, posó ruidosamente la cuchara en el plato de peltre y le miró, enfurecida.

– Si no puedo hablar con vos -estalló de repente-, ¿con quién?

– Prueba con Stephen -contestó Richard tomando un sorbo con gesto de aprobación-. Éste sería capaz de hacer hablar a un mudo.

– ¡No os entiendo!

– Vaya si me entiendes, Kitty. Es a ti misma a quien no entiendes, pero ¿qué tiene eso de extraño? Tu vida no ha sido gran cosa -añadió dulcemente Richard.

Ella le miró directamente a los ojos desde el otro lado de la mesa, cosa que jamás había tenido el valor de hacer. Grandes, del mismo color del mar más allá de la laguna en un día de chubascos y aguaceros, y tan profundos como para ahogarse en ellos. Sin el menor esfuerzo aparente, Richard la acogió en su interior y se la llevó en un arrebato de… de…

Kitty se levantó de un salto jadeando y se comprimió el pecho con ambas manos.

– ¿Dónde está Stephen?

– Pescando en Point Hunter, supongo.

Cruzó la puerta y salió al valle corriendo como alma que lleva el diablo y sólo aminoró la marcha cuando se dio cuenta de que él no la seguía. ¿Por qué lo había hecho Richard? ¿Cómo?

Una vez superado el peligro de caminar sin compañía por Sydney Town, corriendo de un grupo de mujeres al siguiente, ya había recuperado un poco la compostura y consiguió sonreír y saludar con la mano a Stephen, el cual enrolló el sedal, se acercó para saludarla y después la apartó de una media docena de hombres que también estaban pescando. Stephen parecía ignorar lo que había ocurrido; era una posibilidad que no se le había ocurrido; había dado por sentado automáticamente que Richard se lo diría. ¿Acaso Richard no hablaba de nada con nadie?