– No pican -dijo jovialmente Stephen-. ¿Qué te trae por aquí? ¿No ha venido Richard contigo?
– Oí lo que hablasteis anoche -dijo ella, tragando ruidosamente saliva-. Sé que no habría tenido que escuchar, pero lo hice. ¡Lo siento en el alma!
– Niña mala. Mira, podemos sentarnos en esta roca y contemplar el prodigio de aquellas islas en medio de este sofocante calor, y el viento se llevará nuestras palabras.
– Soy verdaderamente una niña -dijo Kitty con tristeza.
– Sí, y eso es lo que más me sorprende -dijo Stephen-. Has estado en la Newgate de Londres, en el Lady Juliana y el Surprize como si nada te hubiera hecho efecto. Pero te lo tiene que haber hecho, Kitty.
– Sí, por supuesto que me lo hizo. Pero hay otras como yo, ¿sabéis? Si no nos moríamos de vergüenza -una pobre chica se murió-, conseguíamos que no nos vieran. Entre tantas, no es tan difícil como vos podríais pensar. Los hombres se peleaban, soltaban escupitajos, vagaban por allí, soltaban gruñidos, nos pisaban como si no existiéramos. Todos estaban borrachos o iban detrás de alguien… para robar, follar o atacar. Nosotras éramos muy poquita cosa. No merecía la pena perder el tiempo con nosotras.
– O sea que te convertiste en un erizo y te hiciste una bolita. -El perfil de Stephen recortándose contra los pinos de la isla Nepean era puro y sereno-. Y la única palabra que conoces para designar el acto amoroso es «follar». Eso es lo más triste de todo. ¿Viste follar a alguien?
– Más bien no. Sólo ropa y movimientos. Solíamos cerrar los ojos cuando nos dábamos cuenta de que iba a ocurrir cerca de nosotras.
– Es una manera de mantener el mundo a raya. ¿Y el Lady Juliana? ¿No os daban besitos las descaradas propietarias de los prostíbulos?
– El señor Nicol era muy bueno, y también lo eran algunas de las mujeres de más edad. No permitían que las descaradas nos dieran besitos por despecho. Y yo estaba siempre mareada.
– Es un milagro que consiguieras sobrevivir. Pero lo superaste todo y desembarcaste aquí, y desembarcaste nada menos que en Richard Morgan. Y eso, mi señora Kitty, es lo más extraordinario de todo. Dudo que haya una mujer o una señorita Molly que no… Bueno, probado es quizás una palabra demasiado fuerte, pero, por lo menos, que no se haya preguntado si sería posible.
Stephen volvió la cabeza y la miró entre risas.
Qué extraño. Sus ojos eran mucho más azules que los de Richard, tan azules que en ellos se reflejaba el cielo cual si fuera una barrera. No eran agua en la que sumergirse, sino un muro contra el que estrellarse.
– Me he desenamorado de vos -dijo Kitty en tono de asombro.
– Y te has enamorado de Richard.
– No, no lo creo. Hay algo, pero no es amor. Sólo sé que es distinto.
– ¡Por supuesto, muy distinto!
– Habladme de él, os lo ruego.
– No, no pienso hacerlo. Tendrás que permanecer a su lado y descubrir las cosas por tu cuenta. No será tarea fácil siendo Richard tan reservado, pero tú eres una mujer y sientes curiosidad -dijo Stephen, tendiéndole la mano para ayudarla a levantarse-. Estoy seguro de que te esforzarás al máximo. -Inclinando la cabeza, apoyó la mejilla en su cabello y añadió en un susurro-: Si averiguas algo, dímelo.
Las lágrimas asomaron a los ojos de Kitty sin que ella supiera por qué, sólo supo que un espasmo de dolor le atenazó el corazón. Dolor por él más que a causa de él, y no porque ella le hubiera arrebatado algo.
Ojalá el mundo estuviera mejor ordenado, pensó. No estoy enamorada de este hombre, pero lo quiero con todo mi corazón.
– Tobías y yo -dijo Stephen, tomando su mano y balanceándola hacia adelante y hacia atrás mientras ambos caminaban-, seremos tus tíos. -Al llegar a la entrada de Arthur's Vale, le soltó la mano y se detuvo-. De aquí no paso -dijo.
– ¡Acompañadme, os lo ruego!
– Ni hablar. Tienes que ir tú sola.
La casa estaba vacía. Richard había salido, pero había limpiado la chimenea y amontonado más leña en su interior; los cubos de agua estaban llenos y cuatro de las seis sillas que tenía Richard estaban cuidadosamente colocadas alrededor de la mesa. Perpleja y decepcionada -¿por qué no la había esperado para ver qué le había dicho Stephen?-, vagó sin rumbo por la casa y después se dirigió al huerto y empezó a cavar, pensando que ojalá llegara el día en que la abundancia de la cosecha le permitiera dedicar un poco de terreno a las flores. Pasó el tiempo. John Lawrell llegó con seis pájaros de Mt. Pitt ya limpios y desplumados, lo cual dejó resuelta la comida que se servía hacia la mitad del día, ahora que el invierno ya estaba cerca.
Cuando Richard regresó, las aves ya se habían dorado en una sartén y ahora ya estaban cociendo en una cazuela tapada, rellenas de pan a las hierbas, junto con unas cebollas y patatas.
– ¿Qué son -preguntó por decir algo- los arbolitos verdes que crecen en una soleada parcela por debajo del retrete?
– Ah, ya veo que los has descubierto.
– Hace un montón de tiempo, pero nunca me acordaba de preguntarlo.
– Son unos naranjos y limoneros nacidos de unas semillas que me guardé en Río de Janeiro. Dentro de dos o tres años darán fruto en invierno. Tenía muchas semillas y di unas cuantas a Nat Lucas, otras al comandante Ross y algunas a Stephen y a otras personas. El clima de aquí tiene que ser ideal para los cítricos, pues no hay heladas. -Richard arqueó una ceja con expresión inquisitiva-. ¿Encontraste a Stephen?
– Sí -contestó ella, pinchando una patata con un tenedor para ver si estaba cocida.
– ¿Y te contestó a todas las preguntas?
Parpadeando con asombro, Kitty hizo una pausa.
– Si queréis que os diga una cosa, creo que no tuve tiempo de hacerle ninguna. Fue él quien se pasó el rato haciéndome preguntas a mí.
– ¿Sobre qué?
– Sobre la cárcel y los barcos de transporte sobre todo. -Kitty empezó a llenar dos platos con trozos de ave, cebollas y patatas y a echarles jugo por encima-. Hay ensalada de lechuga, cebollino y perejil.
– Eres una cocinera estupenda, Kitty -dijo Richard, empezando a comer.
– Voy aprendiendo. Casi nos mantenemos con lo que tenemos, ¿no es cierto, Richard? Todo lo que tenemos en el plato o lo hemos cosechado o lo hemos encontrado.
– Pues sí. Es un terreno muy fértil y la lluvia que cae basta para que las cosas vayan creciendo. Mi primer año aquí fue muy lluvioso, pero después hubo un poco de sequía. Sin embargo, el arroyo siempre lleva agua, lo cual significa que su origen es una fuente. Me gustaría encontrar la fuente.
– ¿Por qué?
– Sería el mejor lugar para construir una casa.
– Pero vos ya tenéis una casa.
– Demasiado cerca de Sydney Town -dijo Richard, recogiendo cuidadosamente con la cuchara un poco de jugo junto con la única patata que quedaba en el plato.
– ¿Más? -preguntó ella, levantándose.
– Si queda algo, sí.
– Demasiado cerca de Sydney Town en cierto sentido -dijo Kitty, volviéndose a sentar-, pero la verdad es que aquí estamos muy aislados.
– Supongo que, cuando llegue la nueva remesa de convictos, ya no lo estaremos tanto. El comandante Ross cree que su excelencia tiene intención de aumentar el número de habitantes de aquí a más de mil.
– ¿Mil? Y eso, ¿cuánto es?
– Olvidé que no sabes sumar. ¿Recuerdas el domingo pasado durante la función religiosa, Kitty?