Richard entró en la casa y vio a Kitty junto al mostrador, aparentemente en condiciones de ver en la oscuridad lo justo para preparar una comida. Aunque Richard le había dicho que podía hacerlo, ella jamás utilizaba una de sus valiosas velas para sus fines particulares. Kitty volvió la cabeza sonriendo; Richard cruzó la estancia y la besó en la boca como si fuera su esposa de toda la vida.
– Me voy a bañar -le dijo, saliendo de nuevo.
Tardó un buen rato; al regresar, echó un vistazo a la cocina.
– ¿Queda un poco de agua caliente?
– Pues claro.
– Muy bien. Así es más fácil afeitarse.
Ella lo observó mientras manejaba hábilmente la navaja de mango de marfil. Qué manos tan hermosas, viriles y llenas de gracia; inspiraban confianza.
– No entiendo -dijo- cómo te puedes afeitar sin espejo. Nunca te cortas.
– Son los largos años de práctica -murmuró Richard, torciendo la boca-. Con agua caliente y un trozo de jabón, es muy fácil. En el Alexander me afeitaba sin agua.
Al terminar, lavó la navaja, la dobló y la guardó en su estuche antes de lavarse y secarse la cara. Al terminar, miró con aire distraído a su alrededor, echó un vistazo a la chimenea y llegó a la conclusión de que convenía empujar hacia dentro un tronco a medio quemar. No, era todavía demasiado peligroso; añadió otro tronco a modo de soporte, se apartó y modificó la posición del mismo. Levantó la tapadera de la olla con pitón; pareció lamentar que no hiciera falta añadirle más agua y se acercó a sus libros, prácticamente invisible.
– Richard -le dijo ella dulcemente-, si de veras estás buscando algo que hacer, podemos comer. Eso nos ocupará unos cuantos minutos hasta que consigas hacer acopio de todo el valor que necesitas para empezar a darme hijos.
Richard la miró con asombro y después echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír hasta que las lágrimas asomaron a sus ojos.
– No, esposa mía. -El áspero tono de su voz se fue convirtiendo en una caricia-. Ahora me doy cuenta de que no tengo apetito de comida.
Ella le miró de soslayo con una sonrisa en los labios y cruzó la puerta de su habitación.
– Cierra las persianas -dijo al entrar. Su voz flotó en la oscuridad-. Y lleva a dormir a MacTavish.
Siempre nos conducen a donde ellas quieren, pensó Richard. La nuestra es una ilusión de poder. La suya es tan antigua como la creación.
Dejó la ropa a su espalda y se detuvo junto a la puerta hasta que pudo ver unas sombras dentro de las sombras, el vago perfil de su cuerpo incorporado en la cama.
– No sin que yo pueda verte. A la luz del fuego y tal como Dios te trajo al mundo. Ven -dijo, alargando la mano.
Un susurro mientras ella se quitaba la camisa, la sensación de los cálidos y confiados dedos. La llevó de nuevo a la estancia principal y la dejó de pie junto a la chimenea para ir en busca del colchón de paja de su cama y después lo arrojó al suelo entre ambos y la miró. ¡Qué hermosa era! Hecha para el amor, como Venus. Y estarían desnudos desde el principio, no quería que aquello se pareciera a los convulsos acoplamientos sobre las baldosas de la Newgate de Londres. Era algo sagrado, un acto dedicado a Dios, que lo había hecho posible. Esto es aquello por lo que sufrimos, la chispa divina que convierte la negrura del abismo en la luz del sol. En esto consiste la verdadera inmortalidad. Gracias a esto volamos libremente.
La estrechó en sus brazos y dejó que ella percibiera la suavidad de la piel, el juego de los músculos, la fuerza y la ternura, todo el amor para el cual no había encontrado salida durante años y años. Y ella pareció sentir en su unión sin palabras la pauta eterna, y saber el cómo, el dónde y el porqué. Siempre el porqué. Si él le hizo daño, fue sólo un instante, tras el cual, ya no hubo mañana, sólo ella y aquello por toda la eternidad. ¡Derrama todo tu amor, Richard Morgan, no te dejes nada! Dale todo lo que eres y no cuentes el precio. Ésta es la única razón del amor y ella, mi regalo de Dios, conoce, siente y acepta mi dolor.
SÉPTIMA PARTE
De junio de 1791 a febrero de 1793
– Peg -dijo Richard, accediendo por una vez a facilitar voluntariamente información de carácter emocional- fue mi primer amor. Annemarie Latour fue puramente sexo. Kitty es mi último amor.
Stephen lo miró con ojos risueños, preguntándose cómo habría podido convertir lo que hubiera tenido que ser un enamoramiento en lo que sin duda sería una pasión duradera. ¿O acaso ha llegado tan lejos durante tanto tiempo que cualquier cosa que experimenta la amplía mil veces más?
– Eres la demostración viviente de que no hay nadie tan necio como un viejo necio, Richard. Kitty es amor y sexo todo envuelto en el mismo paquete. Para ti, por lo menos. Para mí… Yo solía pensar que el sexo era… bueno, si no lo más importante, sin duda lo más urgente, aquello que tenía que satisfacer a toda costa. Pero tú me has enseñado muchas cosas, una de las cuales es el arte de prescindir del sexo. -Stephen esbozó una sonrisa-. Siempre y cuando no aparezca alguien absolutamente delicioso. Entonces me desmorono. Pero se me pasa. Y la persona también.
– Como todo el mundo, necesitas ambas cosas.
– Tengo las dos. Pero no envueltas en el mismo paquete. Lo cual he descubierto que me va muy bien. Y, desde luego, no me quejo -añadió, levantándose con sincero regocijo-. Gracias a mi estancia en la isla de Norfolk me van a otorgar un puesto en la Armada Real, estoy firmemente empeñado en que así sea. Entonces me pasearé por el alcázar con mi uniforme blanco, oro y azul marino, con un catalejo bajo el brazo y cuarenta y cuatro cañones a mis órdenes.
Ambos se habían detenido para beber un trago de agua y descansar un poco del esfuerzo de cavar los cimientos de la nueva casa de Richard.
A Joseph McCaldren le habían concedido sus sesenta acres de tierra y se había desprendido alegremente de las mejores doce a cambio de la suma de veinticuatro libras; había hecho un buen negocio. D'arcy Wentworth había adquirido a continuación las restantes cuarenta y ocho y una parte de los sesenta acres de Elias Bishop en Queens borough. El comandante Ross había aprobado la cesión de la propiedad de muy buen grado.
– Me alegro mucho de que ocupes las tierras de McCaldren -le dijo a Richard-. Las has desmontado y las has dedicado al cultivo inmediatamente. Y eso es lo que la isla necesita. Más trigo, más maíz.
En la isla de Norfolk sólo había cuatro parcelas que incluían ambas orillas de la corriente; inmediatamente se las conoció como runs, corrientes, precedidas por el nombre del propietario. Lo cual dio a la isla de Norfolk cuatro nuevos puntos destacados que añadir a Sydney Town, Phillipsburgh, Cascade y Queensborough: Drummond's Run, Phillimore Run, Proctor's Run y Morgan's Run.
Por desgracia, los aserraderos dejaban a Richard muy poco tiempo para la construcción de su nueva casa. En Sydney Town se tenían que construir cuarteles y también cabañas aceptables para el cuerpo de Nueva Gales del Sur en el lugar previamente ocupado por los marinos del Sirius. Se tenía que acabar de construir una cárcel como Dios manda y más viviendas para funcionarios civiles. La lista del comandante Ross era interminable. Nat Lucas, que tenía más de cincuenta carpinteros a sus órdenes, no daba abasto.
– Ya no puedo garantizar la calidad del trabajo -le dijo éste a Richard durante el almuerzo del domingo en la casa de Richard a la entrada del valle-. Algunos edificios son de muy mala calidad, construidos sin el menor cuidado, y yo no puedo vigilar Queensborough, Phillipsburgh y todo lo demás. Me paso la vida corriendo y el teniente Clark me persigue constantemente por la cuestión de la colonia occidental, el capitán Hill me sacude con violencia por los hombros para quejarse de que las cabañas del cuerpo de Nueva Gales del Sur tienen goteras o corrientes de aire o qué sé yo… La verdad, Richard, ya no puedo más.