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– Tú haces todo lo que puedes, Nat. ¿Se ha quejado de algo el comandante?

– No, es demasiado realista. -Nat miró a Richard con semblante preocupado-. Esta mañana me han dicho que el teniente Clark se ha tenido que encargar de los oficios religiosos por que el comandante se encuentra indispuesto. Mejor dicho, muy indispuesto, según Lizzie Lock.

Ninguno de los amigos más íntimos de Richard llamaba «señora Morgan» al ama de llaves del comandante.

El almuerzo había sido delicioso. Kitty había matado dos patos muy gordos y los había asado en una gran cazuela de horno con patatas, nabos y cebollas alrededor; después les había enseñado a Olivia y a sus gemelas a Augusta y a sus crías hembras, que muy pronto serían sacrificadas y vendidas a los almacenes o bien enviadas junto con su madre a un nuevo macho del Gobierno. ¡Menos mal que Richard había construido una pocilga muy grande!

– Cuando hayas echado los cimientos, Richard -dijo Nat, cambiando de tema-, George y yo hemos organizado una tanda de trabajo de dos fines de semana seguidos para levantar tu casa y hemos pedido permiso al comandante para que nos dispense de los oficios religiosos del domingo. De esta manera, con un poco de suerte, te podrás ir de aquí antes de la llegada de la nueva remesa de convictos. Todo será muy rudimentario, pero podréis vivir y tú podrás terminar la casa sin ayuda. ¿Tienes suficiente madera?

– Sí, de mi propia tierra. Instalé un aserradero y Billy Wigfall, que Dios lo bendiga, asierra para mí. Harry Humphreys y Sam Hussey vienen algunos sábados mientras que Joey Long descorteza los troncos. He pensado que podría empezar a desmontar mis propias tierras en lugar de utilizar árboles de otros lugares.

Es un hombre feliz, pensó Nat, y yo me alegro mucho por él. Cuando Olivia me dijo que tenía a Kitty en casa como amiga, ¡con lo muy enamorado que estaba de ella!, recé para que la chica tuviera un poco de sentido común y comprendiera la suerte que había tenido. Olivia dice que las mujeres se desmayan de sólo ver a Richard, pero es que las mujeres son muy raras. Y lo que más me gusta es que Kitty no sea una lagarta.

Las mujeres entraron conversando animadamente entre risas. Kitty sostenía en brazos al bebé William con un brillo tan especial en los ojos que Nat parpadeó, preguntándose cómo era posible que al principio le hubiera parecido fea. Las pequeñas Mary y Sarah se quedaron fuera para jugar con el perplejo MacTavish; tanto si miraba a la derecha como si lo hacía a la izquierda, veía a la misma niña.

– Me gustan todos tus amigos y sus mujeres, Richard, pero confieso que mi preferido es Nat Lucas -dijo Kitty en cuanto sus invitados se fueron, situándose detrás de su silla y atrayendo su cabeza hacia su vientre. Con los ojos cerrados, él la mantuvo allí, satisfecho.

El mundo de Kitty se había ensanchado en tantas direcciones distintas que casi parecía increíble. La primera noche de amor había sido un sueño deslumbrante; así la llamaba porque para ella los sueños eran mucho más hermosos que la vida. En los sueños ocurrían cosas extraordinarias e imposibles, como, por ejemplo, casas en Faversham, rodeadas de jardines floridos. Sin embargo, aquella noche había sido una realidad que se extendió a la siguiente y a todas las noches sucesivas. Las manos que tan hermosas le parecían le habían recorrido el cuerpo con la suavidad del terciopelo de seda.

– ¿Por qué no tienes las manos endurecidas y encallecidas? -le preguntó en determinado momento, estirándose y doblándose bajo sus rítmicas caricias.

– Porque soy armero de oficio y me las cuido mucho. Todas las cicatrices y los callos destruyen una parte de la sensibilidad sin la cual un armero no puede trabajar. Me las envuelvo en trapos cuando no dispongo de guantes -le explicó él.

Y, de esta manera, contestó a una de sus preguntas. Lo malo era que se negaba a contestar a casi todas, como, por ejemplo: ¿Qué clase de vida llevaba en Bristol? ¿Cuáles eran los detalles de su condena? ¿Cuántas esposas había tenido? ¿Tenía algún hijo en Bristol? ¿Cómo murió la hija que ahora tendría su edad? Su respuesta era siempre una sonrisa, tras la cual apartaba a un lado las preguntas con una suavidad no exenta de firmeza. Hasta que, al final, ella dejó de hacerle preguntas. Cuando él estuviera preparado para contárselo, lo haría. Pero puede que jamás lo estuviera.

¡Oh, qué bien hacía el amor! Aunque había escuchado literalmente cientos de conversaciones entre mujeres acerca de las exigencias sexuales de los hombres y la molestia que suponía verse obligadas a ceder a ellas, Kitty esperaba con ansia sus noches. Eran para ella el mayor placer que jamás hubiera conocido. Cuando sentía que él alargaba la mano en las primeras horas de la noche, se volvía hacia él con entusiasmo, excitada por un beso en su pecho o por la sensación de su boca contra su cuello. Y no era un recipiente pasivo; a Kitty le encantaba aprender a excitarlo y complacerlo.

Sin embargo, no creía estar enamorada de él. Pero lo amaba. Llegó a la conclusión de que su inmensa edad servía para convertirlo en un amante y un compañero mucho mejor. El simple hecho de mirarlo no despertaba su deseo, no aumentaba los latidos de su corazón ni le cortaba la respiración. Su deseo sólo se despertaba cuando él la tocaba o cuando ella lo tocaba a él. Cada día él le decía con la naturalidad y espontaneidad de un niño que la amaba y que ella era el principio y el final de su mundo. Y ella lo escuchaba, halagada de que le dijera unas cosas tan agradables, pero sin que su cuerpo y su alma se emocionaran.

Aquel día, sin embargo, era especial. Por una vez, fue Kitty la que inició las manifestaciones de afecto, acunándole la cabeza contra su cuerpo.

– ¿Richard? -le dijo, contemplando su corto cabello oscuro y pensando que ojalá se lo dejara crecer, pues tenía capacidad para ondularse.

– ¿Mmmmmm?

– Estoy embarazada.

Al principio, él se quedó petrificado, pero después levantó la cabeza y la miró con el rostro transfigurado por la alegría. Pegando un brinco, la levantó del suelo y la besó una y otra vez.

– ¡Oh, Kitty! ¡Mi amor, mi ángel! -El júbilo se desvaneció y fue sustituido por el temor-. ¿Estás segura?

– Olivia dice que estoy encinta, aunque yo ya estaba segura.

– ¿Cuándo?

– A finales de febrero o principios de marzo, pensamos. Olivia dice que me preñaste a la primera, como Nat. Y según ella, eso significa que seremos muy fértiles y tendremos todos los hijos que queramos.

Richard tomó su mano y se la besó reverentemente.

– ¿Te encuentras bien?

– Muy bien, dentro de lo que cabe. No he tenido la regla desde que me tomaste. Me mareo un poco a ratos, pero no tiene ni comparación con los mareos del barco.

– ¿Estás contenta, Kitty? Ha ocurrido muy pronto.

– ¡Oh, Richard, es un sueño! Estoy… -se interrumpió, buscando una nueva palabra-… extasiada. ¡Auténticamente extasiada! ¡Mi propio hijo!

El lunes por la mañana Richard se enteró a través de los rumores que circulaban de que el comandante Robert Ross estaba gravemente enfermo. El martes por la mañana, el soldado Bailey lo llamó de inmediato a la presencia del comandante.

Ross se encontraba en la gran estancia del piso de arriba que solía utilizar como estudio porque el hecho de estar allí lo aislaba de las visitas inoportunas. Cuando Richard siguió a la señora Morgan -muy preocupada y circunspecta- al piso de arriba y entró en la habitación, experimentó un sobresalto. El color del rostro del comandante era más gris que el de sus ojos, profundamente hundidos en las negras cuencas; Ross permanecía tumbado más rígido que una tabla, con los brazos estirados junto a los costados y las manos en gesto curiosamente expectante.