– ¿Señor?
– ¿Morgan? Bien. Quédate donde yo pueda verte. Señora Morgan, os podéis retirar. El doctor Callam no tardará en llegar -dijo Ross con voz firme.
De repente, su cuerpo se contrajo en un terrible espasmo y sus labios se separaron de los dientes en un rictus; a pesar de sus esfuerzos, emitió un gemido que Richard sabía muy bien que en otro hombre habría brotado como un grito. Soportó el ataque gimiendo y asiendo el cubrecama con unas manos que parecían garras; era lo que todos esperaban y para lo que ya tenían que estar preparados. Richard esperó en silencio, sabiendo que Ross no quería comprensión ni ayuda. Al final, el dolor desapareció y le dejó el rostro empapado en sudor.
– Ya estoy mejor para un buen rato -dijo después-. Callam dice que es una piedra en el riñon y Wentworth está de acuerdo. En cambio, Considen y Jamison discrepan.
– Pues yo me fío más de Callam y Wentworth, señor.
– Yo también. Jamison no sería capaz ni siquiera de castrar un gato y Considen es un prodigio arrancando muelas.
– No gastéis energías, señor. ¿En qué puedo serviros?
– Ten en cuenta que me puedo morir. Callam me administra un remedio que, según él, relaja el conducto que comunica el riñon con la vejiga en la esperanza de que pueda expulsar la piedra. Hacerlo así es mi única salvación.
– Rezaré por vos, señor -dijo Richard con toda sinceridad.
– Supongo que eso me será más útil que los medicamentos de Callam.
Se produjo otro espasmo que el comandante resistió.
– Si muero antes de que llegue un barco -dijo cuando terminó el espasmo-, este lugar se encontrará en una situación muy peligrosa. El capitán Hill es un necio y el teniente Ralph Clark tiene un nivel intelectual de aproximadamente la misma edad que el de mi hijo. Faddy es un bobalicón y un niño. Entre mis marinos y los soldados del cuerpo de Nueva Gales del Sur estallará una guerra, en la que todos los más miserables convictos, desde Francis a Peck, se alistarán con Hill. Habrá un baño de sangre y es por eso por lo que tengo intención de expulsar esta maldita piedra. Cueste lo que cueste.
– La expulsaréis, señor. No hay piedra capaz de destruiros -dijo Richard sonriendo-. ¿Hay algo más que yo pueda hacer?
– Pues sí. Ya he visto al señor Donovan y a otros, y he autorizado la distribución de mosquetes. A ti también se te entregará uno, Morgan. Por lo menos, los mosquetes de la marina disparan, gracias a ti. El cuerpo de Nueva Gales del Sur no cuida sus armas y yo no le he ofrecido tus servicios a Hill. Mantente en contacto con Donovan… y no confíes en Andrew Hume, que se ha puesto del lado de Hill y toma parte en sus fechorías. Hume es un farsante, Morgan, sabe tan poco como yo acerca de la transformación del lino, pero espera allí en Phillipsburgh como una araña, pensando que entre él y Hill controlan la mitad de esta isla.
– Vos concentraos en expulsar la piedra, señor. No permitiremos que Hill y su cuerpo de Nueva Gales del Sur se apoderen del mando.
– ¡Oh, ya vuelve otra vez! Vete, Morgan, y permanece alerta.
Sintiendo que la cabeza le daba vueltas, Morgan se quedó de pie en el rellano, tratando de imaginarse la isla de Norfolk sin el comandante Ross. La situación ya era muy tensa por culpa del soldado Henry Wright, el cual había sido sorprendido violando a Elizabeth Gregory, una niña de diez años de Queensborough. Para agravar las cosas, se trataba del segundo delito de Wright, que dos años atrás había sido condenado a muerte en Port Jackson por haber violado a una niña de nueve años, pero su excelencia lo había indultado a última hora con la condición de que se pasara el resto de su vida en la isla de Norfolk, traspasándole con ello su problema al comandante Ross. La esposa y la hija de corta edad de Wright lo habían acompañado, pero, tras el escándalo de la violación de Elizabeth Gregory, la esposa había pedido autorización para regresar con su hija a Port Jackson. Ross se la había concedido y había condenado a Wright a pasar tres veces por baquetas: primero en Sydney Town, después en Queensborough y, finalmente, en Phillipsburgh. La baqueta de Sydney Town tuvo lugar el mismo día en que el comandante Ross se puso enfermo; desnudo de cintura para arriba, Wright tuvo que correr entre dos hileras de personas de toda condición, sedientas de sangre y armadas con azadas, destrales, porras y látigos.
La violación de la niña había destruido la buena fama de los marinos, incluso entre muchos convictos respetuosos con la ley, aunque toda la inicial población de la isla de Norfolk estaba igualmente furiosa ante la creciente tendencia del gobernador Phillips a librarse de las personas conflictivas a expensas de la isla de Norfolk.
Ross tiene toda la razón, pensó Richard. Si muere, estallará la guerra.
Pero, siendo el comandante Ross, no murió. Su vida permaneció en precario equilibrio durante una semana, en cuyo transcurso Richard, Stephen y sus cohortes patrullaron por todas partes y mantuvieron una estricta vigilancia hasta que los dolores del comandante empezaron a disminuir. El doctor Callam no supo si había expulsado la piedra o si ésta se había retirado de nuevo al riñon, pues el dolor no desapareció de inmediato, sino que su intensidad fue disminuyendo poco a poco. Dos semanas después del ataque, el comandante ya pudo bajar a la planta baja y, al cabo de una semana, volvió a ser el mismo enérgico, cáustico y gruñón comandante Ross que todo el mundo conocía y o bien amaba o bien temía o aborrecía.
La balanza se inclinó un poco más en favor del cuerpo de Nueva Gales del Sur cuando a mediados de agosto de 1791 arribó el Mary Ann, el primer barco que llegaba desde que lo hiciera el Supply en abril, y el primer velero de transporte desde hacía un año. Transportaba once soldados más, tres esposas y nueve hijos pertenecientes al cuerpo de Nueva Gales del Sur, y ciento treinta y tres delincuentes, ciento treinta y un hombres, una mujer y un niño. Cuando descargó su carga humana, la población de la isla de Norfolk era de ochocientas setenta y cinco personas. El Mary Ann habría tenido que llevar a bordo provisiones suficientes para alimentar durante nueve meses al nuevo contingente que había descargado, pero, como de costumbre, quienquiera que hubiera calculado cuánto iban a comer los recién llegados, se equivocó de medio a medio. Las provisiones eran más bien para cinco meses.
La nueva remesa estaba integrada por treinta y dos casos perdidos que llevaban mucho tiempo causando problemas al gobernador Phillip y noventa y nueve desgraciados enfermos y medio muertos de hambre procedentes de otro barco que había arribado a Port Jackson, el Matilda. El Matilda y el Mary Ann eran los primeros dos de un contingente de diez veleros que habían zarpado de Inglaterra hacia finales de marzo, lo cual significaba que los barcos estaban efectuando la travesía con más rapidez, con menos escalas y de menor duración. El Matilda había efectuado la travesía en cuatro meses y cinco días sin hacer escala en ningún sitio, y el Mary Ann la había efectuado casi con la misma rapidez. La brevedad de la travesía salvó a los convictos que transportaban los barcos, pues los mismos contratistas negreros habían sido los proveedores de los transportes de 1791: los señores Camden, Calvert & King. Sólo el barco almacén Gorgon de la Armada Real se retrasaría a causa de su prolongada escala en la Ciudad del Cabo, donde compraría la mayor cantidad de animales posible. Puesto que el Gorgon transportaba casi toda la correspondencia y los paquetes, los iniciales habitantes de la isla de Norfolk lanzaron un suspiro y se dispusieron a esperar varios meses más. ¡Oh, qué frustración no saber nunca lo que ocurría en el resto del mundo! A ello se añadía el hecho de que el capitán del Mary Ann Mark Monroe estaba tan poco informado acerca de los acontecimientos mundiales que no podía aportar la menor noticia.