– Te esfuerzas demasiado, Richard.
– Yo no lo creo. Pescar desde las rocas un sábado por la mañana es un descanso estupendo y también lo es cuidar del huerto y limpiar la pocilga después de los oficios religiosos del domingo. Por suerte, las objeciones del comandante a las actividades dominicales no alcanzan a las cosas que puedan ir a parar finalmente a los almacenes. Sus prohibiciones se limitan a la bebida y al juego.
– En la cuestión de la bebida, los hombres del cuerpo de Nueva Gales del Sur han montado una destilería estupenda con Francis Mee y Elias Bishop.
– Bueno, tenía que ocurrir, sobre todo, después de que el comandante se volviera tan religioso. Además, en febrero envió a Port Jackson en el Supply buena parte de lo que nosotros hacíamos. Es curioso lo que sube la producción cuando tienes un par de ollitas funcionando día y noche… incluso los domingos -dijo Richard, soltando una carcajada.
Cuando Stephen se fue, Richard y Kitty estuvieron trabajando codo con codo en el huerto hasta la hora de la cena, que comieron poco antes del anochecer. Los pequeños limoneros habían sobrevivido al trasplante como casi todo lo demás. Aquel año no habían tenido muchos gusanos y había sido lo bastante seco para que cupiera esperar que el trigo del Gobierno en Arthur's Vale y el maíz del Gobierno en Queensborough dieran unas cosechas muy abundantes. Había habido muchos vientos salados, como de costumbre, pero, por suerte, casi todos habían ido acompañados de fuertes chubascos, que reducían la posibilidad de que los cereales se añublaran. La lluvia había bastado justo para que el grano fuera madurando. A pesar de sus mil ciento quince habitantes, lo más probable era que la isla de Norfolk pudiera producir su propio pan y enviar a Port Jackson los excedentes de carne de cerdo para salar.
En Sydney Town, Queensborough y Phillipsburgh se seguían repitiendo las mismas peleas de siempre entre los diligentes hortelanos convictos y los holgazanes marinos y soldados. Ahora había muchos convictos gravemente enfermos que de ningún modo podían trabajar; algunos morían y otros eran sometidos al mismo trato que imperaba en Port Jackson: los fuertes les robaban a los débiles no sólo el sustento sino también la ropa. Aquellos que estaban obligados a proporcionar alimentos a los enfermos que a causa de su enfermedad habían caído en la indigencia lamentaban tener que hacerlo, sobre todo si aún no habían sido indultados o emancipados y, por consiguiente, no podían quedarse con lo que cultivaban en sus parcelas o bien venderlo a los almacenes.
El hambre seguía causando estragos en la zona de la isla de Phillipsburgh-Cascade que se encontraba a sólo tres millas de camino pero que, de tan aislada como estaba, parecía que estuviera tan lejos como Port Jackson. Phillipsburgh cultivaba menos productos comestibles para poder dedicarse más al cultivo del lino, y el transporte de productos comestibles desde el sur de la isla correspondía al superintendente señor Andrew Hume. Éste hacía un buen negocio comprando ropa de mala calidad con destino a los convictos e incurría constantemente en la cólera del comandante Ross, reduciendo las raciones de sus trabajadores para poder vender la comida a los soldados del cuerpo de Nueva Gales del Sur que vivían algo más acá del centro del camino de Cascade. Como ahora casi todas las tropas del teniente gobernador de la isla estaban integradas por soldados del cuerpo de Nueva Gales del Sur, a Ross le resultaba imposible controlar Phillipsburgh y la alianza que se había establecido entre Hume y el capitán Hill. Un trabajador del lino que se moría de hambre se comió una planta del bosque que confundió con un repollo, y murió. Pero aun así Hume siguió especulando y engañando con la connivencia de Hill y de sus soldados.
Los peores males eran el hecho de cultivar productos comestibles y el abismo existente entre los que cultivaban mucho y comían bien y los que no cultivaban nada, un abismo que aumentaba día a día entre los silbidos del látigo y los gritos de los que recibían las tandas de azotes. Un médico tenía que ser testigo de la aplicación del gato, por lo que Callum, Wentworth, Considen y Jamison cerraron un trato; cualquiera de ellos que tuviera que estar presente, pediría que cesara el castigo tras un número de azotes entre quince y cincuenta y después se encargaría de que la siguiente tanda no se administrara hasta que el culpable se hubiera curado de la primera. El hecho de que un convicto recibiera la totalidad de los doscientos azotes podía llevar mucho tiempo y, por regla general, el comandante Ross perdonaba al culpable el resto de los latigazos antes de que éste sufriera graves daños.
Los consejos de guerra, por su parte, aumentaron en gran manera debido a que las diferencias de opinión y el rencor nacidos del rango y la procedencia herían profundamente los delicados sentimientos militares, auténticos o (con harta frecuencia) imaginarios. Casi todos los marinos y soldados, incluyendo a los oficiales, eran incultos, mezquinos, impresionables, irascibles, increíblemente inmaduros y predispuestos a creer cualquier cosa que les dijeran. Una ofensa sin importancia se convertía en un imperdonable insulto antes de que empezaran a circular los correspondientes rumores, tanto entre los libres como entre los convictos.
El infatigable teniente Ralph Clark se ganó todavía más el aprecio del comandante Ross, detectando (por medio de pequeños fisgoneos) la existencia de una carta ilícita del secretario del comandante, Francis Folks, al juez abogado de Port Jackson, capitán David Collins. El documento acusaba a Ross de extremada crueldad y opresión, de reducir las raciones tanto de los libres como de los convictos, etc. Se adjuntaban unos papeles y algunas opiniones acerca de la conducta del teniente gobernador en relación con los asuntos de la isla de Norfolk, según los cuales éste era algo así como una mezcla entre Iván el Terrible y Torquemada. La reacción de Ross fue aherrojar a Folks y requisar la carta, los papeles y las opiniones para utilizarlo todo como prueba directa, y ordenar que Folks fuera juzgado en Port Jackson por el propio destinatario de la carta, Collins. Mientras actuaba, el comandante ya supo a quién creería Collins. No importaba. Los protocolos eran muy precisos y la ley marcial era cosa del pasado. Por desgracia.
El Atlantic llegó el 2 de noviembre con una noticia que resultó totalmente inesperada para todos menos para el propio comandante Ross. El barco transportaba la correspondencia y los paquetes que el Gorgon había transportado desde Portsmouth: sí, al final, había llegado el Gorgon. El Atlantic también llevaba a bordo al nuevo teniente gobernador de la isla de Norfolk, el comandante Philip Gidley King, que había regresado de Inglaterra en el Gorgon en compañía de su flamante esposa Anna Josepha. Cuando desembarcaron del Atlantic en la isla de Norfolk, ella ya se encontraba en las últimas etapas del embarazo, mimada y cuidada con esmero por el joven William Neate Chapman, el protegido y (oficialmente) el agrimensor de King. A una comunidad ya acostumbrada al gobierno del comandante Ross, le resultó muy difícil establecer cuál de los dos, Anna Josepha o Willy Chapman, era más tonto; se llamaban el uno al otro «hermano» y «hermana», se reían constantemente, se miraban socarronamente y llamaban la atención por la similitud entre sus rasgos faciales. Los dos hijos de King habidos de Ann Innet no habían acompañado a su padre aunque, según los rumores, Norfolk, el mayor de los dos, estaba al cuidado, en Inglaterra, de los padres de la esposa del señor Philip Gidley King. Los padres del propio King eran más severos, lo cual indujo a algunos a suponer que, a lo mejor, la familia de Anna Josepha estaba acostumbrada a los bastardos, por lo que, a lo mejor, Anna Josepha y Willy Chapman eran…
Del Atlantic desembarcó también el capitán William Peterson del cuerpo de Nueva Gales del Sur, su mujer -escocesa, naturalmente- y el reverendo Richard Johnson que había viajado para bendecir, casar a la gente y también bautizar a treinta y un bebés de la isla de Norfolk. Algunos de los visitantes permanecerían muy poco tiempo en la isla. El Queen, recién llegado a Port Jackson, transportaba más convictos…, esta vez, convictos irlandeses de pura cepa que habían embarcado en Cork.