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Todo lo cual marcaría el final de la presencia de los infantes de marina. El comandante Ross, los tenientes Clark, Faddy y Ross, hijo, y los últimos marinos reclutados deberían abandonar la isla a bordo del Queen. Pasarían algún tiempo en Port Jackson, donde esperarían el regreso del Gorgon de su travesía en busca de provisiones a la bengalí ciudad de Calcuta, patria de una fuerte y resistente raza de ganado. Los años habían pasado en Port Jackson pero de aquel desaparecido rebaño del Gobierno jamás se había visto ni rastro.

¡La situación era tan confusa! ¡Tan inquietante! Todo pareció ocurrir en un abrir y cerrar de ojos… Los barcos y los comandantes vinieron y se fueron, más bocas que alimentar. Los iniciales habitantes de la isla vagaban sin rumbo y se preguntaban en qué pararía todo aquello.

El comandante King se horrorizó al ver lo que había ocurrido en su amada isla. ¡Maldita sea, aquel lugar no era más que una versión en madera de aquel antro de iniquidad llamado Port Jackson! En cuanto a la casa del Gobierno…, ¿cómo podía pedirle a su flamante esposa que viviera en una residencia tan ruinosa, pequeña y destartalada? ¡Y nada menos que bajo la égida de una vulgar ramera como la señora Morgan que se había emperifollado con sus mejores galas para recibirlo y acompañarlo en un recorrido por la residencia! Tendría que echarla más tarde o más temprano.

El estado de ánimo de King no mejoró precisamente cuando éste se enteró de que las numerosas cabezas de ganado que había adquirido por iniciativa propia en la Ciudad del Cabo no habían resistido la travesía a bordo del Gorgon; sólo llegaron con él unos cuantos en el Atlantic…, algunas ovejas, cabras y pavos enfermos y ni una sola vaca viva.

¡Oh, qué descuidado y ruinoso estaba todo! ¿Cómo había permitido el comandante Ross que su joyel del océano se hundiera de aquella manera? Pero ¿qué otra cosa se podía esperar de un palurdo marino escocés? Ligeramente pagado de sí mismo y dominado al máximo por su parte celta, King estaba deseando hacer grandes cosas pero, al mismo tiempo, no estaba muy seguro de que la isla de Norfolk estuviera en condiciones de ofrecerle semejante oportunidad. En su romanticismo, había abrigado la sincera esperanza de que una colonia de más de mil trescientas personas pudiera ser exactamente igual que una de ciento cuarenta y nueve. El único consuelo, aparte del que le deparaba su pequeña y querida Anna Josepha, era el hecho de que sus existencias de oporto fueran prácticamente inagotables.

Él y el comandante Ross, obligados a convivir durante unos cuantos días, se miraban el uno al otro con el mismo recelo que dos perros que no estuvieran muy seguros de cuál de ellos podría ganar una posible pelea. Con su habitual franqueza, el comandante no presentó excusas ni disculpas por el lamentable estado de la isla, se limitó a entregar unos breves resúmenes de lo que sus documentos y registros decían con más detalle. Lo que hubiera podido degenerar en pelea durante el almuerzo en la abarrotada casa del Gobierno no degeneró gracias sobre todo al tacto del reverendo Johnson, la presencia de los presuntos hermanos Anna Josepha y Willy Chapman, la exquisita comida servida por la esposa de Richard Morgan y varias botellas de oporto.

El capitán William Hill del cuerpo de Nueva Gales del Sur hizo todo lo posible por empañar la reputación del comandante saliente Ross, acusándolo de haber examinado bajo juramento a unos convictos seleccionados, antes de la llegada del reverendo Johnson y del médico señor Balmain que iba a ocupar el puesto del doctor Denis Considen. Hill y Andrew le arrojaron encima toda la porquería que pudieron, pero el comandante se defendió demostrando sin la menor dificultad que los convictos eran unos bribones perjuros y que Hill y Hume no les iban demasiado a la zaga. La batalla no tendría más remedio que prolongarse en Port Jackson, pero, de momento, los combatientes declararon el cese de hostilidades y se dispusieron a hacer o deshacer sus baúles y maletas.

Richard se mantuvo cuidadosamente al margen, lamentando mucho la partida del comandante Ross, sin estar muy seguro de si le apetecía ver al teniente…, mejor dicho, al comandante King ocupar el lugar de aquél. Ross podía ser muchas cosas, pero no cabía duda de que Ross era por encima de todo un hombre realista.

El traspaso oficial de poderes tuvo lugar el domingo 13 de noviembre al término de los oficios religiosos presididos por el reverendo Johnson. Toda la población se congregó delante de la casa del Gobierno y allí se leyó el nombramiento del comandante King. El Atlantic estaba a punto de zarpar y el Queen se retiraría a Cascade y ambos veleros se harían a la mar al día siguiente. El comandante Ross pidió al nuevo teniente gobernador que todos los convictos detenidos o bajo sentencia de castigo fueran perdonados; King accedió benévolamente a la petición.

– Lo hemos hecho todo menos besarnos -le dijo el comandante a Richard mientras la muchedumbre se dispersaba-. Acompáñame un rato, Morgan, pero deja que tu mujer se adelante con Long.

Mi racha de buena suerte me sigue acompañando, pensó Richard, indicándole con un gesto de la cabeza a Kitty que siguiera adelante con Joey.

Los trámites que había llevado a cabo con Ross para asegurarse los servicios de Joseph Long, un hombre condenado a catorce años, como trabajador y factótum suyo a cambio de la suma de diez libras anuales, acababan de culminar en la correspondiente autorización. Tras haber examinado a otros hombres, había llegado a la conclusión de que el fiel Joey era preferible a cualquier otro. Puesto que varios de los recién llegados eran zapateros, el comandante Ross había accedido a prescindir de Joey. Aquel cambio de empleo también sería beneficioso para Joey. No era probable que el comandante King hubiera olvidado la pérdida de su mejor par de zapatos.

– Me alegro de tener la oportunidad de desearos lo mejor, señor -dijo Richard mientras caminaba pausadamente a su lado-. Os voy a echar enormemente de menos.

– No te puedo devolver el cumplido exactamente de la misma manera, Morgan, pero te puedo decir que jamás lamenté contemplar tu rostro ni oír las palabras que brotaban de tu boca. Aborrezco este lugar casi tanto como Port Jackson o Sydney o como demonios lo llamen ahora. Aborrezco a los convictos y a los infantes de marina. Y aborrezco la maldita Armada Real. Te estoy agradecido por los servicios de tu mujer, que ha sido justo lo que tú me dijiste: una excelente ama de casa y no una tentadora. Te estoy agradecido por la madera y el ron. -Hizo una pausa para pensar y después añadió-: Aborrezco también al maldito cuerpo de Nueva Gales del Sur. Habrá un ajuste de cuentas, no te quepa la menor duda. Los necios idealistas de la Armada van a soltar una manada de lobos en este cuadrante del globo, unos lobos disfrazados de soldados del Cuerpo de Nueva Gales del Sur, con los cuales supongo que tienen intención de juntarse otros lobos de la infantería de marina como George Johnston. Les importan tan poco como a mí los convictos o estas colonias penitenciarias, pero yo regresaré pobre a Inglaterra mientras que ellos regresarán más gordos por todas las cosas a las que habrán hincado el diente. Y una buena parte de ellas será el ron, mira bien lo que te digo. El enriquecimiento a costa del deber y el honor, rey y patria. ¡Mira bien lo que te digo, Morgan! Porque así será.

– No lo dudo, señor.

– Veo que tu mujer está embarazada.

– Sí, señor.

– Estarás mejor lejos de Arthur's Vale, pero has tenido la inteligencia de comprenderlo por ti mismo. No tendrás ningún problema con el señor King, pues éste no tendrá más remedio que aprobar todas las disposiciones que yo he tomado como teniente gobernador oficialmente nombrado por su majestad. Cierto que tu indulto se encuentra en último extremo en manos de su excelencia, pero, de todos modos, te faltan sólo unos meses para cumplir tu condena y no veo por qué no te iban a conceder el indulto total. -Ross hizo una pausa-. Si esta condenada isla sale alguna vez adelante, será gracias a hombres como tú y Nat Lucas. -Ross extendió la mano-. Adiós, Morgan.