Parpadeando para reprimir las lágrimas, Richard tomó la mano y la estrechó.
– Adiós, comandante Ross. Os deseo lo mejor.
Eso, pensó Richard embargado por una profunda tristeza mientras apuraba el paso para alcanzar a Kitty y Joey, es sólo la mitad del trabajo. Aún tengo por delante la otra mitad.
Ocurrió mientras el Queen desembarcaba la carga y a los convictos, primero en Cascade y después en Sydney Bay; Richard se encontraba en el aserradero trabajando con otro hombre porque Willy Wigfall se iba y él estaba tan ocupado gritándole instrucciones a su compañero de abajo que no se molestó en levantar la vista. Cuando terminaron de cortar el tronco, se percató de la figura enfundada en su uniforme de la Armada Real ribeteado con fulgurante galón de oro y entonces se quitó los trapos que le envolvían las manos y se acercó a saludar al comandante King.
– ¿Acaso el supervisor de los aserradores tiene que aserrar personalmente? -preguntó King, contemplando admirado los músculos del pecho y los hombros de Richard.
– Me gusta hacerlo, señor, y, además, con ello les hago saber a mis hombres que lo sigo haciendo mejor que ellos. Los aserraderos funcionan todos muy bien en estos momentos y cada uno de ellos tiene al frente a un hombre muy bien preparado. Éste -vuestro tercer aserradero, señor, si bien recordáis- es el que elijo para aserrar personalmente cuando decido hacerlo.
– Juro que estás en mucho mejor forma que cuando me fui, Morgan. Tengo entendido que ya eres un hombre libre en virtud del indulto que se te ha concedido, ¿verdad?
– Sí, señor.
Frunciendo los labios, King tamborileó con los dedos sobre su muslo envuelto en una pernera impecablemente blanca, con gesto de leve irritación.
– Supongo que no puedo culpar a los aserraderos de la espantosa calidad de los edificios que he visto por ahí -dijo.
El abismo se abría ante sus ojos y había que cruzarlo. Richard apretó las mandíbulas y miró a King directamente a los ojos, más consciente que nunca de su poder. Gracias, Kitty.
– Confío, señor, en que no le vayáis a echar la culpa a Nat Lucas.
King pegó un brinco con expresión horrorizada.
– ¡No, no, Morgan, por supuesto que no! ¿Echarle la culpa al jefe de carpinteros que yo nombré inicialmente? Líbreme Dios de hacer tal cosa. No, yo le echo la culpa al comandante Ross.
– Pues eso tampoco lo podéis hacer, señor -dijo Richard con firmeza-. Abandonasteis este lugar hace veinte meses, unas dos semanas después de que el número de habitantes de la isla pasara de ciento cuarenta y nueve a más de quinientos. Durante vuestra ausencia, la población ha aumentado a más de mil trescientas personas. Y después del Queen, más todavía, y, encima, irlandeses de pura cepa… La mayoría de ellos ni siquiera habla inglés. Ya no es el lugar que vos dejasteis, comandante King. Entonces gozábamos de buena salud… pasábamos muchas penalidades, pero nos las arreglábamos. Ahora por lo menos un tercio de las bocas que alimentamos están enfermas y tenemos entre nosotros la escoria de Port Jackson, los sujetos más miserables que os podáis imaginar. Estoy seguro -añadió sin prestar atención a las muestras de indignación y hastío de King- de que, durante vuestra estancia en Port Jackson, debisteis de comentar con su excelencia las dificultades por las que está pasando su excelencia. Bueno pues, aquí ha ocurrido lo mismo. Mis aserraderos han producido miles y miles de pies de madera a lo largo de los últimos veinte meses.
Buena parte de ellos se habrían tenido que curar durante más tiempo del que se curaron porque la llegada de nuevos convictos era incesante. Se podría decir que el comandante Ross, Nat Lucas, yo y otros muchos nos vimos metidos de lleno en esta situación. Pero nadie tiene la culpa. Por lo menos, nadie de esta parte del globo.
Sin apartar la mirada de los ojos de King, Richard esperó serenamente. Sin servilismo, pero también sin el más mínimo descaro o la más mínima arrogancia. Si este hombre quiere sobrevivir, pensó, deberá tener en cuenta lo que yo le he dicho. De lo contrario, fracasará y el cuerpo de Nueva Gales del Sur acabará gobernando la isla de Norfolk.
El exaltado celta luchó durante aproximadamente un minuto con el flemático inglés, pero, al final, King encorvó los hombros.
– Comprendo con toda claridad lo que me estás diciendo. Pero lo que yo quiero decir es que eso no puede seguir así. Insisto en que todos los edificios se construyan debidamente, aunque ello suponga que algunos tengan que vivir bajo unas lonas durante el tiempo que haga falta. -Su estado de ánimo cambió-. El comandante Ross me informa de que las cosechas serán estupendas, tanto aquí como en Queensborough. Hay muchos acres y ninguno se ha estropeado. Reconozco que es un gran logro. Pero tenemos que poner hombres a trabajar en la muela. -King contempló su presa que todavía se conservaba muy bien-. Necesitamos una noria y Nat Lucas dice que la puede construir.
– Estoy seguro de que sí. Sus únicos enemigos son el tiempo y la falta de material. Si le dais lo segundo, él encontrará lo primero.
– Sí, yo también lo creo. -Su rostro adquirió una expresión de complicidad mientras se apartaba para que nadie más le oyera-. El comandante Ross también me ha dicho que le destilaste ron durante un período de crisis. El ron salvó también a Port Jackson de un amotinamiento entre los meses de marzo y agosto de este año, cuando no había ni ron ni barcos.
– Yo lo destilé, señor.
– ¿Tienes la destiladera?
– Sí, señor, muy bien escondida. No me pertenece, es propiedad del Gobierno. El hecho de que yo sea su custodio se debe a que el comandante Ross me tenía confianza.
– La lástima es que estos malditos capitanes de barco de transporte son capaces de vender destiladeras a individuos particulares. Tengo entendido que el cuerpo de Nueva Gales del Sur y algunos de los peores convictos están destilando bebidas alcohólicas ilegales. Por lo menos, en Port Jackson no pueden cultivar caña de azúcar, pero aquí crece como las malas hierbas. La isla de Norfolk es una fuente potencial de ron. Lo que el gobernador de Nueva Gales del Sur tiene que decidir es si seguir importando ron desde miles de millas de distancia a costa de unos enormes dispendios o si empezar a destilarlo aquí.
– Dudo que su excelencia el gobernador Phillip acceda a hacer tal cosa.
– Ya, pero no será gobernador eternamente. -King miró a Richard con semblante muy preocupado-. Su salud está muy quebrantada.
– Señor, no os inquietéis por cuestiones que todavía quedan muy lejos -dijo Richard, tranquilizándose.
Había cruzado el abismo y sus relaciones con King serían satisfactorias.
– Cierto, cierto -dijo el nuevo teniente gobernador, retirándose a toda prisa para encerrarse una o dos horas en su despacho, quizá con una gotita de oporto para aliviar la monotonía.
– Hay una caja para ti en los almacenes -dijo Stephen poco después de aquel encuentro-. ¿Qué ocurre, Richard? Te veo muy cansado para ser alguien que es capaz de aserrar una docena de gigantescos troncos como si nada.
– Acabo de hablarle con toda claridad al comandante King.
– ¡Vaya! Bueno, ahora eres un hombre libre y no te puede azotar sin previo juicio y condena.
– He sobrevivido. Como siempre, por lo visto.
– ¡No tientes el destino!