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Los cien muchachos de la institución benéfica de Colston vivían, naturalmente, en régimen de internado, algo que también le había tocado en suerte a Richard. Entre las edades de siete y diecinueve años, éste sólo pudo ver a sus padres los domingos y en períodos de vacaciones. ¡Cualquiera se imaginaba a Peg, aguantando semejante situación! Afortunadamente, Colston proporcionaba otra modalidad de enseñanza; a cambio de una elevada suma, el hijo de un hombre adinerado podía asistir a clase de siete de la mañana a dos de la tarde y de lunes a sábado como alumno externo. Con unas generosas vacaciones, por supuesto; ningún maestro de escuela deseaba un mayor castigo para sí que el que imponía la Iglesia anglicana y el testamento del difunto señor Colston.

Aquella mañana, mientras trotaba al lado de su abuelo (Mag había armado un escándalo mayúsculo, gracias al cual había impedido que Peg acompañara también a su hijo), a William Henry se le abrió algo más que una puerta a la escuela y la enseñanza; era el primer día de toda una nueva vida y él se moría de curiosidad. A lo mejor, si hubiera podido acompañar a Richard a la armería, su interés no habría sido tan apremiante, pero los muros carcelarios que su madre había levantado a su alrededor seguían intactos y él ya estaba harto de la situación. Un muchacho más apasionado e impulsivo habría protestado con visible frustración, pero William Henry era tan paciente y comedido como su padre. Su lema era «esperar».

La Escuela Masculina de Colston no difería para nada de las otras dos docenas de imponentes edificios que gozaban de títulos tales como escuela, asilo de pobres, hospital o casa de caridad; era una siniestra construcción muy mal cuidada en la que jamás se limpiaban los cristales de las ventanas, el enlucido se encontraba en muy mal estado y las maderas crujían. La humedad lo invadía todo, desde los cimientos a las chimeneas a estilo Tudor, el interior no había sido diseñado como escuela y el hedor del Froom que discurría a escasos metros de distancia era nauseabundo salvo para la nariz de los bristolianos.

Disponía de una verja y un patio y de algo así como unos mil muchachos, aproximadamente la mitad de los cuales vestía el famoso uniforme azul. Como todos los demás alumnos externos de pago, William Henry no estaba obligado a llevarlo; algunos alumnos externos eran hijos de concejales y mercaderes que no deseaban que sus vástagos se mancharan con el estigma de la beneficencia. Un alto y delgado sujeto enfundado en el negro traje y el blanco alzacuello almidonado propio de un clérigo se acercó a Dick y a William Henry esbozando una sonrisa que puso al descubierto sus manchados y cariados dientes: un bebedor de ron.

– Reverendo Prichard -dijo Dick, inclinándose en señal de respeto.

– Señor Morgan. -Los oscuros ojos se posaron en William Henry y se abrieron enormemente-. ¿Es el hijo de Richard?

– Sí, éste es William Henry.

– Pues entonces, ven conmigo, William Henry.

El reverendo Prichard empezó a cruzar el patio sin volver la mirada hacia atrás.

William Henry lo siguió, también sin volver la mirada hacia atrás; estaba demasiado ocupado digiriendo el alboroto de un patio escolar antes de que se restableciera la disciplina.

– Es una suerte -añadió el maestro de los alumnos externos- que tu cumpleaños coincida con el comienzo de tu escolarización, señorito William Henry Morgan. Empezarás tu aprendizaje con la A de abeja y las tablas de multiplicar. Veo que llevas tu propia pizarra, lo cual me parece muy bien.

– Sí, señor -dijo William Henry, cuyos modales eran impecables.

Sería lo único que dijera de forma espontánea hasta la hora de la comida en el refectorio, pues sus procesos mentales tampoco daban para mucho más. ¡Todo aquello le resultaba tan desconcertante! Había un sinfín de normas, todas ellas aparentemente absurdas. Levantarse. Sentarse. Arrodillarse. Rezar. Palabras que debían repetirse mecánicamente como las de un loro. Cómo responder a una pregunta, cómo no responder a una pregunta. Quién había hecho qué a quién. A qué se refería eso, contra qué.

Las clases tenían lugar en una inmensa sala ocupada por los cien alumnos más pequeños de Colston; varios maestros pasaban de un grupo a otro o intimidaban a un grupo sin preocuparse por el bienestar de los restantes grupos. De ahí que el hecho de que su abuelo, no demasiado ocupado en los duros tiempos que corrían, le hubiera enseñado a contar, a conocer el abecedario e incluso a hacer algunas sencillas operaciones aritméticas, fuera una gran ventaja para William Henry Morgan. De otro modo, puede que se hubiera sentido abrumado por las circunstancias.

Aunque nunca andaba muy lejos, el reverendo Prichard no daba clase. En el grupo de William Henry dicha tarea correspondía a un tal señor Simpson, y muy pronto resultó evidente que el señor Simpson tenía unas simpatías y antipatías muy marcadas con respecto a sus alumnos. Era un hombre pálido y delgado con aspecto de estar constantemente a punto de vomitar, por lo que no era de extrañar que no le gustaran los chicos que resollaban con repugnante regodeo o se hurgaban la nariz o exhibían unos pegajosos dedos marrones, señal evidente de que los utilizaban para limpiarse los sucios traseros.

Para William Henry no constituía ningún tormento hacer lo que le mandaban: ¡siéntate!, ¡no te muevas!, ¡no des puntapiés al banco!, ¡no te hurgues la nariz!, ¡no resuelles!, ¡no hables! De ahí que el señor Simpson no le prestara demasiada atención, aparte del hecho de preguntarle su nombre e informarle de que, puesto que en Colston ya había otros dos Morgans, a él lo llamarían «Morgan Tertius». Otro chico, al que se hizo la misma pregunta y se le dio la misma explicación, tuvo la osadía de protestar diciendo que no quería que lo llamaran «Carter Minor». Recibió cuatro terribles golpes con la palmeta, uno por no decir «señor», otro por ser presuntuoso, y dos de propina.

La palmeta era un temible instrumento, del cual William Henry no tenía la menor experiencia. De hecho, había vivido siete años sin saber lo que era un cachete. Por consiguiente, no le daría a ningún maestro del Colston la menor excusa para aplicarle la palmeta. Pues, para cuando llegaron las once y todos los niños de la escuela se sentaron en banquetas a ambos lados de las largas mesas del refectorio, William Henry ya había comprendido quiénes eran las víctimas de la palmeta. Los habladores, los que se hurgaban la nariz, los que se movían, los que resollaban ruidosamente, los zoquetes, los descarados y un reducido número de chicos que no podían evitar cometer travesuras.

No le interesaban demasiado ninguno de los compañeros que tenía al lado tanto en el aula como en el refectorio; en cambio, le gustaba el aspecto del chico que estaba sentado al otro lado de su compañero más inmediato; alegre, pero no hasta el punto de recibir un palmetazo. William Henry lo miró con un amago de sonrisa que dio lugar a que uno de los maestros de la mesa del director contuviera la respiración y tensara los músculos. En cuanto recibió la sonrisa, el chico eliminó el obstáculo que se interponía entre ellos y éste cayó ruidosamente al suelo, donde lo agarraron por la oreja y lo llevaron a rastras hasta la mesa del director, instalada en un estrado en la parte anterior de la enorme sala llena de ecos.

– Monkton Minor -dijo el otro, esbozando una sonrisa que dejó al descubierto el hueco del diente que le faltaba-. Llevo aquí desde febrero.

– Morgan Tertius, he empezado hoy -dijo William Henry en voz baja.

– Está permitido hablar después de la bendición de la mesa. Debes de tener un padre muy rico, Morgan Tertius.

William Henry contempló con tristeza el uniforme azul de Monkton Minor.

– No creo, Monkton Minor. No muy rico en todo caso. Estudió aquí y llevaba este uniforme azul.

– Ah. -Monkton Minor lo pensó un poco y después asintió con la cabeza.

– ¿Vive todavía tu padre?

– Sí. ¿Y el tuyo?