– De soporíferos y estimulantes, probablemente -dijo Stephen, que conocía toda la historia-. Me alegro.
– Hay muchas noticias generales y muchos comentarios que redondean las noticias. En Francia ha habido efectivamente una revolución que ha abolido la monarquía aunque el rey y la reina aún están vivos. Para gran asombro de Jem, los Estados Unidos de América se mantienen todavía como una unidad, están elaborando una especie de radical constitución escrita y van recuperando rápidamente su dinero. -Richard esbozó una sonrisa-. Según Jem, el único motivo de la revolución de los gabachos fue el sombrero de piel de Benjamin Franklin. ¿Qué escribe Jem? -Richard pasó las páginas de la carta-. ¡Ah, sí! «A diferencia de los americanos, que han calculado científicamente un sistema de controles y equilibrios parlamentarios, los franceses han decidido no crear ninguno. La lógica tendrá forzosamente que hacer lo que la ley no permite que se haga. Y, puesto que los franceses carecen de lógica, predigo que el gobierno republicano en Francia no va a durar.»
– En eso tiene razón.
Kitty permanecía sentada mirando de uno a otro rostro sin seguir demasiado la conversación, pero alegrándose de que Richard y Stephen estuvieran tan interesados por las cosas que ocurrían en los confines buenos del mundo.
– El rey estuvo muy enfermo en 1788 y ciertos elementos intentaron declarar regente al príncipe de Gales, pero el rey se restableció y Georgy-Porgy no consiguió levantarse de su lodazal de deudas. Sigue empeñado en no casarse con la persona adecuada y su gran amor sigue siendo la católica romana señora María Fitzherbert.
– La religión y las diferencias religiosas -dijo Stephen, lanzando un suspiro- son las mayores maldiciones de la humanidad. ¿Por qué no podemos vivir y dejar vivir? Fijaos en Johnson. Insistía en que los convictos se casaran entre sí, pero no les daba la oportunidad de conocerse primero porque la fornicación forma parte del conocimiento. ¡Bah! -Reprimió su cólera y cambió de tema-. ¿Y qué se cuenta de Inglaterra?
– El señor Pitt ejerce el mando absoluto. Los impuestos han subido tremendamente. Hay incluso un impuesto sobre los periódicos, las gacetas y las revistas, y los que se anuncian en ellos tienen que pagar un impuesto de dos chelines con seis peniques, cualquiera que sea el tamaño del anuncio. Jem dice que eso está obligando a las pequeñas tiendas y los pequeños negocios a no anunciarse, lo cual deja el campo libre a los más grandes y poderosos.
– ¿Tiene Jem algo que añadir al hecho de que el segundo oficial y algunos tripulantes del Bounty se amotinaran y colocaran al teniente Bigh en una lancha? -preguntó Stephen.
– Bueno, yo creo que el interés por el Bounty surge del hecho de que los tripulantes preferían las deliciosas doncellas de Otaheite a los frutos del árbol del pan.
– Indudablemente. Pero ¿qué dice Jem? Al parecer, se ha producido un gran escándalo y una gran controversia en Inglaterra. Dicen que Bligh no es enteramente inocente.
– Su mejor noticia se refiere a la génesis de la expedición a Otaheite para llevar a casa el fruto del árbol del pan, que yo supongo que se pretendía convertir en comida barata para los esclavos negros de las Indias Occidentales -dijo Richard, volviendo a rebuscar entre las páginas-. Aquí lo tengo… El estilo de Jem es inimitable, por consiguiente, es mejor que lo oigamos directamente de él. «Un teniente naval llamado William Bligh está casado con una natural de la isla de Man cuyo tío es casualmente Duncan Campbell, propietario de los pontones prisión. Las circunvoluciones son muy tortuosas, pero lo más probable es que, a través del señor Campbell, Bligh fuera presentado al señor Joseph Banks, muy interesado en la discutible peregrinación a Otaheite en busca del árbol del pan.
»Lo que a mí me fascinó fue el carácter incestuoso del resultado final del matrimonio expedicionario entre la Armada Real y la Royal Society. Campbell vendió uno de sus barcos, el Bethea, a la Armada. La Armada le cambió el nombre por el de Bounty y nombró a Bligh, el marido de la sobrina de Campbell, comandante y contable del Bounty. Junto con Bligh zarpó un tal Fletcher Christian perteneciente a una familia de la isla de Man emparentada con la esposa de Bligh y sobrina de Campbell. Christian era el segundo de a bordo, pero no tenía ningún cargo oficial. Él y Bligh habían navegado juntos en otras ocasiones y estaban tan unidos como una pareja de señoritas Molly.» ¡No digas más, Jem, no digas más!
– Eso -dijo Stephen cuando la risa le permitió hablar-, ¡es un resumen de Inglaterra! El nepotismo lo invade todo y llega incluso al incesto.
– ¿Qué es un incesto? -preguntó Kitty, que ya sabía lo que eran las señoritas Molly.
– La unión sexual entre personas con vínculos de parentesco muy estrechos -contestó Richard-. Generalmente, entre padres e hijos, hermanos y hermanas, tíos o tías y sobrinos o sobrinas.
– ¡Qué horror! -exclamó Kitty, estremeciéndose-. Pero yo no acabo de ver muy bien qué tiene que ver con todo eso el motín del Bounty.
– Es un recurso literario llamado ironía, Kitty -explicó Stephen-. ¿Qué más escribe Jem?
– Puedes leer la carta tú mismo cuando gustes -dijo Richard-, pero contiene otra idea que merece comentarse primero. Jem cree que el señor Pitt y el Parlamento temen que en Inglaterra estalle una revolución como la americana y la francesa, y ahora consideran que un lugar como Botany Bay es imprescindible para la conservación del reino. Se avecinan grandes dificultades en Irlanda, y tanto los galeses como los escoceses están descontentos. Por consiguiente, es muy posible que Pitt añada a su lista de deportados a los rebeldes y los demagogos.
No comentó los puntos de vista personales del señor Thistlethwaite, que eran excelentes. El proveedor de novelas en tres volúmenes para las damas ilustradas se había convertido en un experto tan grande en aquel arte que ahora podía publicar dos al año, y el dinero iba a parar a sus arcas con tanta rapidez que se había comprado una gran casa en Wimpole Street, tenía doce criados, un carruaje tirado por cuatro caballos y una duquesa por amante.
Cuando Stephen se fue con la carta del señor Thistlethwaite y los platos ya estuvieron lavados, Kitty se atrevió a hacer otro comentario; el hecho de hacerlo ya no la atemorizaba, pues Richard procuraba reprimir al máximo su tendencia a comportarse como Dios Padre Todopoderoso.
– Jem debe de ser impresionante -dijo.
– ¿Impresionante, Jem? -Richard soltó una carcajada, recordando la corpulenta figura con la nariz teñida de rojo, los pálidos ojos azules y las pistolas de arzón que asomaban por los bolsillos de su gabán-. No, Kitty, Jem es un tipo muy práctico. Algo borrachín…, era uno de los más fieles parroquianos de mi padre en su época de Bristol. Ahora vive en Londres y ha ganado una fortuna. Mientras yo estaba a bordo del pontón Ceres, me ayudó a conservar la salud y la razón. Lo amaré durante toda mi vida.
– Pues, en tal caso, yo también. De no ser por ti, Richard, yo estaría en muy mala situación -dijo Kitty, creyendo complacerle con sus palabras.
El rostro de Richard se contrajo en una mueca.
– ¿Es que no puedes amarme ni un poquito?