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Los ojos que se clavaron en los suyos estaban muy serios; ya no parecían la imagen de los de William Henry sino que más bien se habían convertido en los suyos propios, tan amados, mejor dicho, más amados que aquéllos.

– ¿Es que no puedes amarme aunque sólo sea un poco, Kitty? -repitió Richard.

– Pero si te quiero, Richard. Siempre te he querido. Sin embargo, no es lo que yo creo que es el verdadero amor.

– Quieres decir que yo no soy lo más importante de tu existencia.

– Tú eres lo que es mi existencia. -La elocuencia de Kitty estaba hecha de gestos, expresiones, miradas… Por desgracia, las palabras le fallaban; le faltaba la habilidad necesaria y no lograba encontrar las más apropiadas para explicar lo que ocurría en su cerebro-. Eso suena muy ingrato, lo sé, pero no soy ingrata, de veras que no. Simplemente a veces me pregunto qué me habría podido ocurrir si no me hubieran condenado y enviado a este… este lugar tan lejos de casa. Y me pregunto si había alguien en Inglaterra, alguien a quien ahora jamás tendré ocasión de conocer. Alguien que es mi verdadero amor. -Al ver la expresión del rostro de Richard, se apresuró a añadir-: Soy muy feliz y me gusta trabajar en el huerto y en la casa. Estoy muy contenta de estar embarazada. Pero… ¡Oh, ojalá pudiera saber lo que me he perdido!

¿Cómo responder a todo aquello?

– ¿Ya no suspiras por Stephen?

– No -fue la confiada respuesta-. Él tenia razón, era una pasión de muchacha. Ahora lo miro y no acierto a comprenderlo.

– ¿Y qué ves cuando me miras a mí?

Su cuerpo se estremeció y agitó como el de una chiquilla traviesa; Richard identificó las señales y pensó que ojalá no le hubiera hecho la pregunta y no la hubiera provocado, obligándola a mentir. Como si lo estuviera viendo materialmente, comprendió que su mente estaba girando en círculo en busca de una respuesta capaz de satisfacerlo a él sin comprometerla a ella, y esperó con una pizca de diversión a ver qué salía. Aquello sí era el verdadero amor. Comprender que el ser amado tenía defectos y seguir amándolo por entero. La idea que ella tenía del verdadero amor era un fantasma, un caballero de reluciente armadura que se alejaría al galope llevándola consigo, sentada en el arzón de su silla. ¿Alcanzaría alguna vez la madurez necesaria para ver el amor tal como era? Lo dudaba y después pensó que era mejor que no. Dos sesudos sabios en una misma familia habría sido demasiado. Él tenía amor de sobra para los dos.

La respuesta de Kitty fue honrada: estaba aprendiendo.

– Sinceramente no lo sé, Richard. No te pareces para nada a mi padre, por consiguiente, no es un in…cesto…, me gusta verte, siempre… Estar embarazada de tu hijo me emociona porque tú serás un padre maravilloso.

De repente, Richard reparó en que había una pregunta que jamás le había hecho:

– ¿Quieres un niño o una niña?

– Un niño -contestó ella sin vacilar-. Ninguna mujer quiere una niña.

– ¿Y si fuera una niña?

– La querré mucho, pero no abrigaré ninguna esperanza para ella.

– Quieres decir que el mundo pertenece a los hombres.

– Creo que sí.

– ¿No te decepcionarás demasiado si es una niña?

– ¡No! Tendremos más hijos y algunos serán chicos.

– Te voy a contar un secreto -dijo Richard en voz baja.

Ella se inclinó hacia él. -¿Cuál?

– Es mejor que nuestro primer vástago sea una niña. Las niñas crecen más rápido que los chicos y, de esta manera, cuando nazca el primer varón, tendrá por lo menos dos madres…, una de edad más cercana a la suya que lo agarrará por la oreja, lo conducirá a un lugar tranquilo y le pegará una santa paliza. Su verdadera madre no será tan despiadada.

Ella soltó una risita.

– Eso me suena a experiencia directa.

– Pues sí. Tengo dos hermanas mayores. -Richard se desperezó como un gato, estirando todas las fibras de su cuerpo-. Me alegro de que estén todos bien en Bristol, aunque me entristece mucho lo de las vista de mi primo James. Como Jem Thistlethwaite, fue mi salvación. Nunca contraje las enfermedades que sufren casi todos los convictos, sobre todo en la cárcel o a bordo de un barco. Por eso, a los cuarenta y tres años, puedo trabajar con la misma intensidad que un hombre más joven. Y hacerte al amor como un hombre mucho más joven. He conservado la salud y el vigor.

– Pero seguro que pasaste tanta hambre como los demás.

– Sí, pero el hambre no hace daño hasta que se come sin remedio los músculos de un hombre y yo supongo que mis músculos tienen más sustancia que los de la mayoría de hombres. Además, el hambre nunca duró demasiado. En Río teníamos naranjas y carne fresca… Comíamos en una draga del Támesis…, algún que otro cuenco de sopa de pescado… Un hombre llamado Stephen Donovan que me daba panecillos untados con mantequilla y rellenos de berros del capitán Hunter. Eso es tener suerte, Kitty -dijo Richard, entornando los ojos con una sonrisa en los labios.

Por lo visto, aquel día era un día de recuerdos.

– No estoy de acuerdo -dijo Kitty-. Yo diría más bien que es una cualidad que muchos hombres no tienen, pero tú, sí. Y Stephen también. Siempre pensé que el comandante Ross también la tenía, a juzgar por lo que os oía decir a ti y a Stephen. Nat y Olivia Lucas la tienen. Yo, no. Me alegro de que seas el padre de mis hijos. Ellos tendrán la ocasión de heredar más que yo.

Richard tomó su mano y se la besó.

– Es un cumplido muy bonito, esposa mía. A lo mejor, me amas justo un poquito.

Ella ahogó un leve grito de exasperación y se volvió para mirar hacia las mesas y las sillas cubiertas de libros. En una silla descansaba la sombrerera.

– ¿Cuándo le entregarás el sombrero a Lizzie? -preguntó.

– Creo que se lo deberías entregar tú para cerrar la brecha.

– ¡No puedo!

– Pues yo no pienso hacerlo.

La cuestión del sombrero aún no estaba resuelta cuando ambos se fueron a la cama. Kitty estaba tan cansada que se quedó dormida antes de poder hacer alguna insinuación amorosa.

Richard durmió un par de horas en cuyo transcurso sus semisueños fueron un desfile de antiguos rostros transformados y deformados por los años. Después se despertó, se levantó sigilosamente de la cama, se puso los pantalones y salió fuera sin hacer ruido. A Tibby se le había añadido Fatima y a Charlotte se le había añadido Flora; las dos perritas y las dos gatitas empezaron a moverse hasta que Richard las mandó estarse quietas. Estaban acurrucados todos juntos en el interior de un pino hueco que a Richard le había parecido una casita ideal; si hubiera habido más gatos y perros en la casa, no se habrían dedicado a cazar ratones. MacTavish seguía siendo el rey de la casa y ya era demasiado tarde para hacerle cambiar de costumbres. Y era el único macho, el amo del cotarro.

La luna llena se estaba desplazando hacia el cielo oriental y, al hacerlo, apagaba el resplandor de las estrellas con su pálido brillo; a través de aquel brillo se podía leer, mirando hacia el este, cuándo alcanzaba su punto culminante. Ni una nube en el cielo, sólo el murmullo de la fuente, el agua bajando por la ladera de la colina, el gran susurro de los pinos, el chirrido incesante de un par de blancas golondrinas de mar cuya oscura silueta se recortaba contra los plateados cielos. Levantó la cabeza y aspiró la noche, su limpia pureza, el consuelo de la soledad, la distancia, la paz absoluta.

El domingo, a la vuelta de los oficios religiosos, le escribiría a su padre, al primo James y a Jem Thistlethwaite para anunciarles que se había construido un hogar en aquella austral inmensidad y se había abierto un hueco con la ayuda de un poco de oro, por lo cual tenía que darles las gracias. Pero, con oro o sin él, lo había hecho con sus propias manos y con su fuerza de voluntad. La isla de Norfolk era ahora su hogar.