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Entre tanto, tenía que examinar una caja antes de que a Kitty o a Joey Long se les ocurriera la idea de romperla en astillas para encender el fuego o usarla como contenedor para el mantillo del huerto. En lugar de subir por la hendidura, decidió bajar; la casita de Joey Long se encontraba justo en la parte de acá del límite de Morgan's Run que daba al camino de Queensborough, junto al sendero que bajaba hacia la casa principal. Joey y MacGregor eran sus centinelas, su primera línea de defensa en caso de que hubiera depredadores. Aunque no esperaba ninguno todavía. Pero ¿quién sabía cuántos convictos y de qué clase enviaría su excelencia a la isla a medida que su tarea se fuera complicando allá en Nueva Gales del Sur?

Tras haber encontrado un sendero desbrozado bajo la luz de la luna, empezó a atacar la caja, golpeándola suavemente con un cincel y un pequeño martillo; en cuanto retiró el pesado borde, el espacio entre la cara interior y la exterior quedó al descubierto en forma de relleno de hilas. Pocos minutos después la caja ya estaba rota en pedazos y él había amasado cien libras de oro. Quitándose los pantalones, amontonó las monedas en su centro y empezó a recoger los fragmentos de madera, cubrió las monedas con los pantalones y regresó a la casa. Kitty había dicho que aquello no era suerte. El nunca había sabido muy bien si lo suyo era suerte o favor de Dios. Pero ¿qué más daba que fuera lo uno o lo otro?

Al construir la casa, había pensado en aquella posibilidad; en la parte de atrás y contra la ladera occidental, había elegido al azar un pilar de piedra y le había construido un centro hueco. Nadie lo sabía y nadie lo sabría. Quedándose con veinte monedas, colocó las restantes ochenta en su escondrijo y después regresó lentamente a la casa y a la cama. Kitty murmuró y ronroneó; la cola de MacTavish golpeó la manta. Richard acarició el perro, se pegó a la espalda de Kitty, le acarició la cadera y cerró los ojos.

La sombrerera aún estaba en la silla cuando Richard se fue a trabajar a la mañana siguiente; allí seguía, como haciéndole un mudo reproche a Kitty, cuando ésta empezó a quitar el polvo de la estancia y cuando más tarde se fue a lavar la ropa, ordenó los libros y se puso a preparar los ingredientes de un almuerzo frío; el bochorno no aconsejaba tomar la comida principal del día en las horas de máximo calor, por lo que, si se fuera con Joey a Sydney Town, puede que localizara a Stephen y lo convenciera de que los acompañara aquella noche en una cena caliente.

¡Oh, qué considerado era Richard! Los restos de la caja estaban apilados junto al montón de la leña a un lado de la puerta principal, cortados justo en el tamaño apropiado para encender el fuego de la cocina… Ahora hacía demasiado calor para encenderla, esperaría a hacerlo a media tarde y entonces cocería el pan. Aquella típica amabilidad de Richard le daba mucho que pensar; desde fuera, miró hacia el interior de la estancia y vio la sombrerera. Lanzando un suspiro, volvió a entrar para recogerla y echó a andar por el sendero en dirección al camino de Queensborough. Joey estaba cortando pinos. Richard quería desmontar una considerable superficie de Morgan's Run para poder sembrar varios acres de trigo y maíz durante el siguiente mes de junio y Joey, que no podía aserrar, sí podía cortar hábilmente los troncos. MacGregor le advirtió de la llegada de Kitty… ¡No había peligro de que un árbol cayera donde no debía, estando MacGregor de guardia!

– Joey, ¿te importa acompañarme a Sydney Town?

Jadeando, el ingenuo joven la miró con adoración y meneó en silencio la cabeza. Tomó la camisa que había dejado colgada en una cercana rama, se la puso a toda prisa y, acto seguido, ambos echaron a andar hacia Mount George mientras MacGregor y MacTavish brincaban alegremente a su alrededor.

– Yo tengo que ir a la casa del Gobierno -dijo Kitty- y, mientras, tú busca al señor Donovan, Joey, y dile que venga a cenar esta noche a casa. Allí nos reuniremos. ¡No te entretengas!

La casa del Gobierno estaba siendo sometida a grandes transformaciones y ampliaciones. Había obreros por todas partes, Nat Lucas daba instrucciones a gritos y los demás se apresuraban a obedecer. Habría sido una estupidez perder el tiempo cuando uno trabajaba por cuenta nada menos que del comandante y, curiosamente, los convictos estúpidos eran muy pocos. Las reformas eran provisionales; el comandante King aún no había decidido si dejar la casa del Gobierno en aquella loma o trasladarla a la otra loma, donde Richard le había dicho que estaban los antiguos huertos. Puesto que jamás había visitado la casa del Gobierno, Kitty no sabía si, en su calidad de convicta, tenía que entrar a través de una puerta trasera o si todo el mundo entraba por la puerta principal que miraba al mar.

– ¿A quién buscas, Kit-kat? -le preguntó Nat Lucas.

– A la señora Morgan.

– En la casa de la cocina. Por allí -le contestó él, indicándoselo con la mano al tiempo que le guiñaba el ojo.

Kitty avanzó a lo largo del muro lateral de la casa hacia el edificio separado donde estaba ubicada la cocina.

– ¿Señora Morgan?

La rígida figura vestida de negro que se encontraba de pie junto a la cocina se volvió y los negros ojos se abrieron enormemente; una joven convicta que pelaba patatas junto a una mesa de trabajo soltó el cuchillo y miró a Kitty con la boca tan abierta como si padeciera amigdalitis. Tambaleándose ligeramente, cosa que a Kitty le pareció un poco extraña, Lizzie se acercó a la mesa y le dio un sopapo a la chica.

– ¡Saca todo esto fuera y hazlo allí! -le ordenó en tono cortante. Después, dirigiéndose a Kitty, preguntó-: ¿Qué deseáis, señora?

– Os traigo un sombrero.

– ¿Un sombrero?

– Sí. ¿No queréis verlo? Es una preciosidad.

Kitty ofrecía un aspecto radiante, con la tripa un poco abultada, la clara tez oscurecida por un ancho sombrero hecho con una variedad de resistente paja local (en los barcos de transporte de convictos había muchas más modistas de sombreros que campesinas), el rubio cabello escapándose en seductores bucles por debajo de su ala, y unas rubias cejas y pestañas que, a pesar de conferir a su rostro una expresión un tanto apagada, no conseguían desfigurarlo. Era fea sin serlo. Los chismes le habían contado a Lizzie que Kitty tenía un cuerpo más bonito últimamente y que ya no era la escuchimizada muchacha que ella había visto mientras subía por el sendero de la casa de Richard. Ahora ya podía comprobarlo por sí misma, lo cual no era precisamente un consuelo. Tampoco lo era el abultamiento del vientre. Se sintió invadida por unas oleadas de dolor y decepción… ¿Dónde estaba el frasco de medicina?

– Sentaos -dijo en tono cortante mientras tomaba furtivamente un sorbo de un frasco de medicina cuyo contenido le cortaba la respiración.

Kitty le alargó la caja, esbozando una serena sonrisa.

– Tomadla, os lo ruego.

Lizzie tomó la caja, se sentó en una silla, desató las cintas y levantó la tapa.

– ¡Ooooh! -exclamó, exactamente igual que había hecho Kitty-. ¡Ooooh!

Lo sacó para examinarlo, lo sostuvo en sus manos y se lo quedó mirando, extasiada. Después, de una manera tan inesperada que Kitty pegó un brinco al verlo, Lizzie Lock rompió en ruidosos sollozos.

La tarea de calmarla llevó un buen rato; en cierta extraña manera, Lizzie le recordaba a Kitty a Betty Riley, la criada de más edad que las había llevado a las cuatro a la perdición.

– Tranquila, Lizzie, tranquila -le dijo con dulzura mientras la acariciaba y le daba palmadas.

En el quemador de la cocina había un recipiente con pitón y, sobre la mesa, una vieja tetera de porcelana. Té. Eso era lo que Lizzie necesitaba, un poco de té. Kitty buscó y encontró un bote de té y un tarro que contenía un enorme terrón de azúcar junto con un martillo para trocearlo. Preparó el té, lo dejó en reposo, cortó unos trozos de azúcar y después echó el humeante líquido en una taza de porcelana con su correspondiente platito. ¡Qué bien equipada estaba la casa del Gobierno! ¡Tazas y platitos de porcelana en la cocina! Kitty llevaba sin ver una taza y un platito desde que la detuvieran y ahora, allí las tenía, ¡dos tazas con sus platitos a juego en una simple cocina! ¿Qué clase de tesoros contendría la casa del Gobierno? ¿Cuántos criados habría, sirviendo al señor y a la señora King? ¿Dispondrían de té a voluntad sin temor a que se les terminaran las existencias? ¿Habría cuencos, platos y soperas de porcelana? ¿Cuadros en las paredes? ¿Orinales?