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– Tienen tazas y platitos de porcelana -dijo Kitty, ocupada en la tarea de comer por dos- y yo he bebido té en una de ellas. Puesto que hay tazas y platitos de porcelana hasta en la cocina, supongo que la señora King debe de ser bondadosa.

– Yo te podría comprar tazas y platitos de porcelana, Kitty -dijo Richard-, pero se trata de algo más que de una cuestión de dinero.

Interesado por el tema, Stephen levantó los ojos.

– Exactamente -dijo-. Sospecho que, en un próximo futuro, lo más cercano a una tienda que tendrá la isla de Norfolk será un tenderete en la playa recta regentado por cierto capitán de barco. Por desgracia, semejantes tenderetes no venden fruslerías como juegos de té de porcelana y tenedores de plata. Siempre venden los mismos cacharros, cocinas, indianas, papel barato y tinta.

– Nosotros necesitamos cacharros, cocinas e indianas más que fruslerías -dijo Richard, Dios Padre Todopoderoso-. A veces venden prendas de vestir.

– Sí, pero yo he observado que a las mujeres no les interesan demasiado -replicó Stephen.

– Eso es porque las eligen los hombres -dijo Kitty, sonriendo-. Siempre creen que las mujeres prefieren comprar prendas de vestir que porcelana o visillos para las ventanas y acaban eligiendo las prendas equivocadas.

– ¿Acaso tú prefieres visillos para las ventanas? -preguntó Stephen, sorprendiéndose de que a Kitty no le importara el hecho de no poder casarse con Richard-. Las dos señoras de Richard Morgan… -añadió sin ningún remordimiento.

– Pues sí. -Kitty posó la cuchara y contempló la sala de estar que la rodeaba. La construcción ya estaba muy adelantada; las paredes interiores ya se habían levantado y casi todas ellas se habían pulido, había varios estantes de libros los unos debajo de los otros e incluso una planta florida que ella había colocado en una maltrecha jarra-. Lo que más me gusta es mi casa. Me encantaría tener alfombras y cortinas, jarrones y cuadros en las paredes. Si tuviera seda bordada, podría confeccionar cojines para las sillas y dechados para las paredes.

– Algún día -le prometió Richard-. Algún día. Tendremos que esperar a que algún día aparezca un capitán de barco más emprendedor que venda lámparas y aceite, sedas bordadas, juegos de té de porcelana y jarrones. Los almacenes del Gobierno no tienen mucha imaginación. Ropa barata, zapatos, cuencos de madera, cucharas y jarras de peltre, mantas, cazos y velas de sebo.

Después de la cena, ambos hombres comentaron las noticias de las gacetas y las copias de los despachos y después pasaron a temas más importantes como el trigo, los desmontes de la tierra, las sierras, la cal y los cambios que estaba llevando a cabo el comandante King.

– A pesar de todas sus bonitas promesas, no ha conseguido reducir los castigos -dijo Richard-. ¡Ochocientos latigazos, por el amor de Dios! Sería más compasivo ahorcar a un hombre. A lo más que llegó el comandante Ross fue a quinientos y siempre perdonaba una buena parte. Y ahora observo que los médicos no están autorizados a intervenir con la misma libertad que antes.

– Tienes que ser justo, Richard. La culpa la tiene el cuerpo de Nueva Gales del Sur, que está integrado por unos brutos bajo el mando de unos brutos. Me gustaría que no se concentraran tanto en los pobres irlandeses, pero lo hacen.

– Bueno, es que los irlandeses son unos indeseables y pocos de ellos hablan inglés. Los soldados insisten en que lo hablan, pero no hay manera. ¿Cómo quieres que trabajen si no comprenden las órdenes? Sin embargo, he encontrado entre ellos a uno con quien da gusto aserrar…, el mejor compañero desde Billy Wigfall. Jovial, obediente… No comprende ni una sola palabra de lo que le digo ni yo comprendo las suyas. Pero tomamos una sierra de corte al través entre los dos y nos entendemos de maravilla.

– ¿Cómo se llama?

– No tengo ni idea. Podría ser Flippety O'Flappety. Yo le llamo Paddy y le ofrezco un buen almuerzo a base de pan y verdura en el aserradero. Y también carne fría. Un hombre no puede aserrar si no come debidamente, se lo tendré que volver a recalcar al señor King.

De repente, Kitty se echó a reír y empezó a batir palmas.

– ¡Vamos, Richard, deja de hablar de tus aserraderos! Stephen tiene una gran noticia.

Richard miró fijamente a su amigo.

– ¿De veras? ¡Cuéntanos!

– King me ha mandado llamar esta mañana y me ha comunicado que me va a nombrar piloto oficial de la isla de Norfolk. Creo que él y el comandante Ross debieron de comentar la cantidad de lanchas, cúters y esquifes que naufragan cuando cruzan el arrecife desoyendo las órdenes y las señales de no desembarcar. E incluso desafiando los consejos de no regresar a sus barcos desde la playa. O sea que, a partir de ahora, sólo yo decidiré lo que hay que hacer, por mucho que digan los capitanes de los barcos. Mi palabra es ley, y eso incluye a los barcos de los fondeaderos cuando pretendan entrar o dirigirse a Cascade o a Ball Bay. ¡Yo soy el piloto! Si hubiera sido piloto cuando vino el Sirius, éste jamás habría encallado en el arrecife.

– ¡Stephen, es una noticia espléndida! -exclamó Kitty con un fulgor de emoción en los ojos.

Richard se frotó las manos.

– Pero eso no es todo, ¿verdad?

– Reconozco que aún hay más. -Stephen resplandecía por dentro, un joven estupendo que no pasaba mucho de los treinta y tenía todo un nuevo mundo por delante-. He ingresado en la Armada Real con el rango provisional de guardia marina, pero, en cuanto el comandante King reciba la autorización de su excelencia, me nombrarán teniente… para servir probablemente en algún barco fondeado con carácter permanente en el puerto de Portsmouth. Pero me quedaré aquí, no temáis. Cuando quede vacante algún puesto de teniente, me temo que me tendré que ir. Entre tanto, soy piloto y muy pronto os tendréis que dirigir a mí, llamándome teniente Donovan y, en mis ratos libres, supervisaré a los hombres que están desmontando el Mount George, por consiguiente, ya me he librado de la maldita cantera de piedra.

– Eso hay que celebrarlo -dijo Richard, levantándose para sacar algo de detrás de un estante de libros. Apareció una botella-. Es mi propio ron… la mezcla especial de Morgan. El comandante Ross me regaló un buena provisión antes de irse, pero yo no lo he probado. O sea que tú y yo vamos a ver qué tal es el ron local tras haber envejecido algún tiempo en un barril, mezclado con un poco de alcohol de Bristol del bueno para mejorar su aroma.

– Por ti, Richard. -Stephen levantó su jarra y tomó un sorbo, pensando que se echaría hacia atrás o que, por lo menos, haría una mueca-. ¡No está nada mal, Richard! -La jarra se inclinó hacia Kitty-. Y también por Kitty y el bebé, del cual exijo ser el padrino. Que sea una niña y que la llaméis Kate.

– ¿Por qué Kate? -preguntó Kitty.

– Porque en esta parte del mundo es mejor ser una fierecilla que un ratón -contestó Stephen, sonriendo-. ¡No te pongas tan pálida, madrecita! ¡Algún hombre la domará!

– ¿Y si es un niño? -preguntó la madrecita.

Contestó Richard.

– Mi primer hijo se llamará William Henry y siempre lo llamarán con el nombre entero. William Henry.

– William Henry… Me gusta -dijo Kitty, complacida.

Inclinando la cabeza sobre su jarra, Stephen reprimió un suspiro. O sea que no sabía nada. ¡Díselo, Richard! ¡Acéptala como a una igual, te lo ruego!

– Yo también tengo una noticia que comunicarte, teniente… y te deseo que algún día llegues a ser un almirante de la Armada -anunció Richard, brindando por Stephen-. El señor King ha ordenado a Tommy Crowder que empiece a registrar las tierras y a sus propietarios. Yo figuraré como Richard Morgan, hombre libre, propietario de doce acres de tierra por derecho propio y no por concesión de la corona. Me asignarán también diez acres en Queensborough, en una parte de la zona sin arbolado. Eso será hacia junio más o menos por concesión de la corona. O sea que cultivaré trigo en Morgan's Run y maíz para los cerdos en Queensborough. -Levantó la jarra-. Hago un segundo brindis por ti, teniente Donovan, por tus muchas bondades a lo largo de los años. Que puedas estar al mando de cien cañones en una gran batalla naval contra los franceses antes de convertirte en almirante de la Armada. Kitty, date la vuelta y no mires.