Las veinte monedas de oro pasaron a la palma de la mano de Stephen; éste enarcó las cejas y se las guardó en los bolsillos de su chaqueta de lona. Cuando a Kitty le dijeron que ya podía volverse, ésta vio que los dos amigos se estaban riendo, pero no supo por qué motivo.
El año 1792 empezó muy seco, pese a que por Navidad se habían producido los habituales aguaceros, afortunadamente justo después de la cosecha. Kitty estaba cada vez más gruesa, pero no como algunas mujeres que parecían a punto de estallar. De este modo podía llevar a cabo sus tareas sin demasiado esfuerzo.
– ¿Sabes, Richard? ¡Tendrías que ser tú el que diera a luz a esta pobre criatura! -dijo un día, exasperada-. ¡Haces demasiados aspavientos!
– Pues yo creo que tendrías que irte a Arthur's Vale y quedarte en casa de Olivia Lucas -dijo Richard con inquietud-. Morgan's Run está demasiado aislado.
– ¡No pienso irme a vivir a casa de Olivia Lucas!
– ¿Y si el bebé nace antes de lo que esperas?
– Richard, ya he mantenido una larga conversación con Olivia… ¡Lo sé todo! Puedes creerme, tendré tiempo suficiente para avisar a Joey y para avisaros a ti y a Olivia. Es el primer bebé. No nacen muy rápido -dijo Kitty con firmeza.
– ¿Estás segura?
– Pues claro -contestó ella con voz de mártir moribunda, se acercó a una silla con paso ligero, se sentó sin el menor esfuerzo y lo miró con la cara muy seria-. Tengo que hacerte unas cuantas preguntas, Richard -dijo-, e insisto en que me contestes.
Un halo de autoridad la rodeaba; fascinado, Richard no lograba apartar los ojos de ella.
– Pregunta pues -le dijo, sentándose directamente de cara a ella-. Adelante, pregunta.
– Richard, estoy a punto de tener un hijo tuyo, pero no sé nada de tu vida. Lo poco que sé, es gracias a Lizzie Lock. Lo que me ha dicho equivale a una punta de alfiler, y yo creo que tengo derecho a saber algo más que Lizzie Lock. Háblame de tu hija, que ahora tendría mi edad.
– Se llamaba Mary y está enterrada junto a su madre en el cementerio de St. James de Bristol. Murió de viruela a los tres años. Uno de los motivos por los que quisiera que mis hijos crecieran aquí. Lo peor que podemos temer es la disentería.
– ¿Tuviste otros hijos?
– Un hijo, William Henry. Murió ahogado.
El rostro de Kitty se contrajo en una mueca de dolor.
– ¡Oh, Richard!
– No te aflijas, Kitty. Ocurrió hace mucho tiempo y en un país distinto. Ahora mis hijos no crecerán con la misma clase de peligros.
– Aquí también hay peligros y el ahogamiento es el más habitual.
– Créeme, la manera en que se ahogó mi hijo aquí no sería posible. La suya fue una muerte de las que ocurren en las ciudades, no en las pequeñas islas en las que todos nos conocemos. También hay gente mala y no nos tratamos con ella, pero, cuando se organice una escuela, nosotros los padres sabremos mucho más acerca de los maestros de lo que saben los padres de Bristol. William Henry murió por culpa de un maestro. -Ladeando la cabeza, Richard miró a Kitty con expresión inquisitiva-. ¿Alguna otra pregunta?
– ¿Cómo murió tu mujer de Bristol?
– De apoplejía, afortunadamente antes de que William Henry desapareciera. No sufrió en absoluto.
– ¡Oh, Richard!
– No tienes por qué entristecerte, amor mío. Tú eres la causa de que ocurriera, estoy seguro. En el sentido de que yo no estaba destinado a conocer la felicidad de una verdadera familia en Bristol, donde jamás tuve la dicha de vivir en mi propia casa. Lo único que te pido es que reserves un rincón de tu corazón para mí, el padre de tus hijos. Eso y los hijos serán suficiente.
Los labios de Kitty se entreabrieron y ésta estuvo casi a punto de decir que le reservaba algo más que un pequeño rincón de su corazón, pero los cerró sin decir nada. Pronunciar las palabras habría sido una promesa, un compromiso que no estaba segura de poder asumir. Richard le gustaba con locura y, precisamente por eso, no le parecía honrado darle a entender que era para ella algo más de lo que verdaderamente era. No sonaba la música en su corazón, no le crecían alas a su alma. En caso de que él ejerciera en ella este efecto, puede que fuera distinto. En caso de que así fuera, ella le podría llamar «amor mío».
Febrero fue un mes muy ventoso y agitado, con huracanes al acecho. Por lo menos, las cosechas ya estaban en el granero y habían sido tan buenas que podrían alimentar a todos los habitantes de la isla de Norfolk aunque no sobraría nada para Nueva Gales del Sur.
El 15 de febrero Richard regresó corriendo a casa, tarde y muy preocupado, pues el teniente gobernador lo había entretenido con más preguntas de las que a Kitty se le habrían podido ocurrir en una semana. Kitty aún no estaba a punto de dar a luz, pero la cabeza ya se había coronado, eso le había dicho Olivia Lucas, y Joey Long no era precisamente una comadrona. Tranquilizado por las palabras de Olivia y de Kitty, según las cuales los primogénitos nunca nacían deprisa, bajó por el sendero de la casa. No salía humo de la alta chimenea de piedra; apuró el paso. A pesar de encontrarse casi en el noveno mes de embarazo, Kitty seguía empeñada en cocer el pan.
Ni un solo sonido.
– ¡Kitty! -llamó, subiendo de un salto los tres peldaños de la puerta.
– Estoy aquí -contestó una vocecita.
Con el corazón tocando a rebato contra su caja torácica, Richard abrió la puerta y echó un vistazo a la estancia. Ni rastro de Kitty. En el dormitorio… ¡Santo cielo! ¡Ya había empezado!
Kitty, incorporada en la cama con la espalda apoyada en dos almohadas, se volvió hacia él con una beatífica sonrisa.
– Richard, ven a conocer a tu hija -dijo-. Di buenas noches, Kate.
Richard sintió que se le doblaban las rodillas, pero consiguió alcanzar la cama y sentarse en su borde, respirando afanosamente.
– ¡Kitty!
– Mírala, Richard. ¿A que es guapa?
Unas manos estropeadas por el trabajo le ofrecieron un bulto fuertemente envuelto en unos lienzos… ¡oh, no era justo que sus manos estuvieran mucho mejor cuidadas que las de ella! Tomó cuidadosamente el bulto y apartó con delicadeza el lienzo que ocultaba un diminuto y arrugado rostro cuya boca era una perfecta O. Los hinchados párpados estaban cerrados, la piel presentaba un color demasiado oscuro para ser rojo y la cabeza estaba rematada por una masa de tupido cabello negro. El océano de amor se abrió y lo devoró por entero. Se hundió sin protestar en aquel mágico reino, se inclinó hacia delante para besar la frente de la diminuta criatura y sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos.
– ¡No lo entiendo! Estabas tan bien cuando salí esta tarde. No me dijiste nada.
– No tenía nada que decir. Es cierto que me encontraba bien. Ocurrió de golpe y sin previo aviso. Rompí aguas, experimenté un dolor muy fuerte y después noté su cabeza. Extendí una sábana limpia en el suelo, me agaché y la tuve. En total, no duró más de un cuarto de hora. En cuanto salió la placenta, busqué un hilo, até el cordón y lo corté con mis tijeras. Ella se puso a gritar…¡no sabes con qué voz!, la limpié, limpié el suelo, puse la sábana en remojo y me bañé. -Rebosante de orgullo, Kitty esbozó una satisfecha sonrisa-. La verdad es que no sé a qué viene tanto alboroto. -Se abrió la bata de indiana de estar por casa y dejó al descubierto un hermoso pecho en cuyo pezón de color rojo oscuro brillaban unas gotas-. Ya me ha subido la leche, pero Olivia dijo que esperara un poco antes de darle el pecho. ¿He sido inteligente, Richard?