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Procurando no comprimir el bulto que se interponía entre ambos, Richard se inclinó hacia delante para besarla reverentemente en los labios. Adorándola con los ojos, se enjugó las lágrimas del rostro y sonrió con trémulos labios.

– Muy pero que muy inteligente, esposa mía. Lo has hecho como si lo hubieras hecho veinte veces.

– No tengo balanza y no puedo pesarla, pero creo que es de buen tamaño… y bastante larga. Parece una Morgan, no una Clark.

Richard estudió el rostro de Kate tratando de confirmarlo, pero no pudo.

– Es muy guapa, esposa mía, es lo único que puedo ver. -Después miró detenidamente a Kitty. Parecía un poco cansada, pero estaba tan radiante que él no creía que corriera ningún peligro-. ¿Te encuentras bien? ¿De verdad?

– De verdad. Simplemente cansada. Salió con tanta facilidad que ni siquiera me noto incómoda. Olivia me aconsejó que me agachara. Es la manera más natural, dice. -Kitty volvió a tomar a Kate en sus brazos para mirarla-. ¡Richard! -exclamó en tono de reproche-. Es tu vivo retrato… ¿Cómo no lo ves?

– ¿Te gusta llamarla Catherine como tú?

– Sí. Dos Catherines… Una Kitty y una Kate. A nuestra segunda hija la llamaremos Mary.

Richard no pudo evitarlo. Rompió a llorar hasta que Kitty depositó al bebé en la cama y lo estrechó en sus brazos.

– Te quiero, Kitty. Te quiero más que a la vida.

Sus labios se entreabrieron una vez más para ofrecerse a él. Pero, en aquel momento, Kate lanzó un vigoroso grito y entonces Kitty dijo en su lugar:

– ¿La oyes? Creo que Stephen tiene razón, vamos a tener que criar a una fiera. No hay más que decir. Creo que voy a darle el pecho.

Sacó los brazos de las mangas de la bata y dejó que ésta le resbalara hasta la cintura, retiró los lienzos que envolvían a la criatura y la sostuvo desnuda contra su piel con un placer sensual que mató de envidia a Richard. La boca en forma de O apresó el pezón que se le ofrecía; Kitty emitió un profundo suspiro de placer.

– ¡Oh, Kate, ahora eres mía de verdad!

A Kitty jamás se le había ocurrido poner en duda un hecho: Richard iba a ser un padre maravilloso. Lo que la sorprendía era su entrega absoluta a la paternidad. Muchas de sus amigas y conocidas se quejaban de que sus hombres estaban hartos de parecer poco viriles cuando se ocupaban demasiado de los hijos o de las tareas domésticas. Llevar en brazos a un niño cansado se consideraba aceptable, besar y acariciar a un bebé también se aceptaba, pero no se podía caer en los excesos. En cambio, a Richard no le importaba lo que sus amigos pudieran pensar de él. Si alguno lo visitaba, no le importaba que lo viera cambiando los pañales sucios de Kate y ni siquiera le importaba que lo vieran lavándolos o poniéndolos a secar. Y, al parecer, su imagen viril no sufría el menor menoscabo ante sus ojos. O, en caso de que sí lo sufriera, él no se daba cuenta. O, si se daba, no pensaba que semejantes opiniones tuvieran el menor interés. En cierto sentido, tenía suerte: no parecía un marica. De haberlo parecido, puede que las cosas hubieran sido distintas.

Trabajaba muy duro porque procuraba hacer más cosas en menos tiempo, siempre ansioso de regresar a casa para ver a Kitty y Kate. Cuando Kitty le sugirió tímidamente la posibilidad de aserrar un poco menos y dedicar un poco más de tiempo a la agricultura, él la miró horrorizado… ¡No, no! Su trabajo como supervisor de los aserradores estaba muy bien pagado y todos los pagarés que acumulaba en los registros del Gobierno eran un seguro para el futuro de sus hijos. Se las arreglaría para aserrar y trabajar en el campo, aún no había muerto.

Kate tenía seis meses cuando Tommy Crowder se presentó en el segundo aserradero, preguntando por Richard. Quería saber cuándo pensaba Richard apuntar a la pequeña Kate en la lista de los almacenes del Gobierno.

– Puedo mantener a mi mujer y a mi hija sin la ayuda de los almacenes -contestó Richard con dignidad.

– El comandante King insiste en que las apuntes en la lista de los almacenes. Ven a mi despacho y lo haremos ahora mismo.

Y Crowder se alejó al trote sin volverse para ver si Richard lo seguía.

– No sé por qué tienen que estar mi mujer y mi hija en la lista de los almacenes -dijo obstinadamente Richard una vez en el pequeño despacho de Crowder-. Soy el cabeza de familia.

– Justamente por eso, Richard. Es que no eres el cabeza de familia. Kitty es una convicta soltera. Por eso figura todavía en la lista de los almacenes y su bebé también se tiene que anotar en ella -le explicó Crowder.

Los ojos de Richard adquirieron una tonalidad gris oscuro.

– Kitty es mi esposa. Kate es mi hija.

– Catherine Clark, soltera… Sí, aquí está -barbotó Crowder, tras haber encontrado la correspondiente línea de la correspondiente página de su enorme registro. Tomó la pluma de ave, la introdujo en el tintero y añadió en voz alta mientras escribía-: Catherine Clark, hembra. -Levantó los ojos con expresión radiante-. ¡Listo! Ya está hecho y tú me has visto hacerlo. Gracias, Richard.

Posó la pluma de ave.

– El apellido de la niña es Catherine Morgan. Yo la reconozco.

– No, es Clark.

– Morgan.

Tommy Crowder no era un hombre muy perspicaz; se esforzaba demasiado en ser imprescindible para las personas que podían ayudarlo a medrar. Pero, de repente, al contemplar aquellos ojos tan tormentosos como la bahía de Sydney durante un temporal, sintió que la sangre se escapaba de su rostro.

– No me eches la culpa a mí, Richard -balbució-. Yo no soy tu juez, soy un simple funcionario del Gobierno de la isla de Norfolk. El comandante King quiere que todo… -añadió esbozando una estúpida sonrisa-… esté en perfecto orden, al estilo de Bristol. Como bristoliano que eres, tendrías que estar contento. -Ahora estaba parloteando y ya no podía detenerse-. Tengo que incluir al bebé en mis listas y tengo que pedirte que seas testigo de que lo he hecho. Su apellido es Clark.

– ¡Eso no es justo! -le dijo Richard a Stephen más tarde, con los puños apretados-. Este mono amaestrado al servicio del Gobierno ha inscrito a mi hija en su maldito registro como Catherine Clark. Y me lo ha restregado por las narices, obligándome a ser testigo de ello.

Stephen observó la tensión de los músculos bajo la piel de los brazos de Richard y experimentó un involuntario estremecimiento.

– ¡Por el amor de Dios, Richard, cálmate un poco! Crowder no tiene la culpa y King tampoco. Estoy de acuerdo en que no es justo, pero no puedes hacer nada al respecto. Kitty no es tu mujer. Kitty no puede ser tu mujer. Le quedan todavía varios años para el cumplimiento de la condena, lo cual quiere decir que el Gobierno está autorizado a hacer con ella lo que quiera. Y el apellido oficial de Kate es Clark.

– Pero hay una cosa que sí puedo hacer -dijo Richard entre dientes-. Puedo asesinar a Lizzie Lock.

– No serías capaz de hacer tal cosa. Por consiguiente, no digas barbaridades.

– Mientras Lizzie viva, mi hija será una bastarda. Y también serán bastardos los restantes hijos que yo tenga con Kitty.

– Considéralo de esta manera -dijo Stephen, tratando de convencerlo-. Lizzie Lock está muy bien asentada con Tom Sculley, pero Tom Sculley no ha tardado en darse cuenta de que no está hecho para las labores del campo, de ahí que haya pasado del cultivo de cereales a la avicultura. Más tarde o más temprano lo venderá todo y se largará de la isla. Por lo que he averiguado a través de los chismes que circulan entre los colonos de la infantería de marina, dice que quiere visitar Catay y Bengala antes de que sea demasiado viejo. ¿Tú crees por un solo instante que zarpará rumbo a Oriente sin llevar del brazo a su querida Lizzie Lock?