Cerrando los ojos, Richard se hundió en el desánimo.
– Estoy tratando de verlo de la manera que tú dices. Quieres decir que, si Lizzie se va a Oriente, yo podré esperar un poco y alegar después que soy soltero.
– Exactamente. En caso necesario, yo podría pagar a un falsificador clandestino de alguna callejuela de Londres para que utilizara la dirección de algún mercader de Wampoa y escribiera una conmovedora carta a los ilustres señores alguaciles de Gloucester, comunicándoles la noticia de que la señora de Richard Morgan, de soltera Elizabeth Lock, ha fallecido en Macao y preguntando si la ciudad de Gloucester podría informar acerca de la existencia de algún pariente. Eso demostraría su muerte, tras lo cual tú te podrías casar con Kitty.
– A veces, Stephen, eres el último recurso. -Pero la estratagema dio resultado-. ¿Significa este consolador discurso con sus correspondientes referencias a las callejuelas de Londres que piensas dejarnos muy pronto?
– No me han dicho nada más aparte de la tenencia, pero ocurrirá.
– Te echaré terriblemente de menos.
– Y yo a ti.
Stephen rodeó los hombros de Richard con su brazo y lo empujó suavemente en dirección a su casa. Menos mal que su furia se había calmado. Superficialmente, por lo menos. ¡Que Dios confundiera al reverendo Johnson!
– Le duele más a él que a mí -dijo Kitty cuando Stephen le contó lo ocurrido. Richard se había ido a bañarse a su estanque para eliminar la suciedad que le habían dejado encima los aserraderos y Thomas Restell Crowder-. Siento que Kate no se apellide Morgan, pero, ¿quién puede negar que es una Morgan? Y, en cualquier caso, ¿qué es el matrimonio? Por lo menos la mitad de las convictas no estamos casadas oficialmente, pero eso no nos convierte en esposas de segunda categoría. A mí no me duele, Stephen, de veras que no.
– Richard es un creyente que va a la iglesia, Kitty, y por eso le cuesta aceptar el hecho de que sus hijos sean unos bastardos según la Iglesia de Inglaterra.
– No serán bastardos cuando muera Lizzie, que ya es mayor -dijo Kitty con toda naturalidad.
¿Cómo explicarle a Kitty que un segundo matrimonio no eliminaría la mancha? Stephen prefirió no tomarse la molestia de intentarlo. En su lugar, alargó los brazos hacia Kate.
– ¡Hola, mi cielo! ¿Cómo está mi dulce angelito?
– Kate no es un angelito… Es justo lo que tú dijiste, una fierecilla. ¡Testaruda y porfiada! Qué barbaridad, Stephen, sólo tiene seis meses y ya nos gobierna con mano de hierro.
– Qué va -dijo Stephen, clavando sus risueños ojos en la seria mirada de la criatura-, no necesita mano de hierro para gobernar a Richard -añadió besando a continuación las mofletudas mejillas-. Lo podría hacer con sólo un trocito de hilo o una simple pluma. ¿No es así, mi Kate? ¿Dónde está tu Petruchio? ¿Bajo qué disfraz se presentará?
Devolvió la niña a los brazos de su madre.
– ¿Petruchio?
– El caballero shakespeariano que domó a la fierecilla Kate. No me hagas caso, son tonterías mías.
Ambos se sumieron en el silencio. Stephen se conformó con contemplar a aquella madona de la isla de Norfolk, todo un estudio envuelto en sencillo tejido de indiana. Dondequiera que la vida la hubiera llevado, Kitty siempre habría brillado con su máximo esplendor, cuidando amorosamente de un niño. Bastaba con ver a aquella obstinada criatura que por su fuerte carácter habría tenido que estar arrojando chispas, pero que, con una madre como Kitty, era un cielo, un angelito. Las gatitas buenas tienen buenos gatitos. Y nuestra Kitty es una gatita buena.
¿Qué otra cosa era? Intelectualmente no demasiado brillante, pero en modo alguno estúpida. El ratoncito que se ocultaba en el bosque había desaparecido hacía mucho tiempo. En el transcurso de sus dos años de convivencia con Richard Morgan se había convertido en una mujer de rostro anodino, pero extremadamente seductora. Sin embargo, ¿se había ganado Richard su amor? Stephen no estaba muy seguro, pues intuía que ella tampoco lo estaba. Lo que Kitty siente por Richard es una fascinación sexual. Eso la mantiene unida a él tanto como los hijos, pero… No ve en él la menor atracción… El porqué jamás lo sabré. ¿Serán acaso sus años? ¡Seguro que no! Los lleva con tan poco esfuerzo como el que le cuesta aserrar.
– ¿Amas a Richard? -preguntó.
Los ojos cerveza-y-pimienta lo miraron con tristeza.
– No lo sé, Stephen. Ojalá lo supiera, pero no lo sé. No tengo instrucción suficiente para hacer esta clase de juicios. Quiero decir, ¿cómo sabes que lo amas?
– Yo lo sé. Me llena los ojos y la mente.
– Pues a mí, no.
– ¡No le hagas daño, Kitty, te lo suplico!
– No le haré daño -contestó ella, haciendo dar saltitos a Kate sobre sus rodillas. Después sonrió y le dio a Stephen una palmada en la mano-. Estaré con Richard en las verdes y en las maduras, Stephen. Se lo debo, y yo pago mis deudas. Eso es lo que, al parecer, nos tiene que enseñar la deportación, y yo he aprendido todas las lecciones. Pero no sé por qué jamás he aprendido a leer y escribir. La casa y los hijos son lo primero.
Cuando Kitty le anunció que estaba nuevamente embarazada, Richard la miró consternado.
– ¡No es posible! ¡Es demasiado pronto!
– Pues más bien no. Han pasado catorce meses -dijo plácidamente Kitty-. Se criarán mejor si no hay mucha diferencia de edad entre ellos.
– ¡El trabajo, Kitty! ¡Envejecerás prematuramente!
– ¡Ni hablar, Richard! -contestó ella, riéndose-. Estoy muy bien, soy joven y estoy deseando que llegue William Henry…
– Kitty, yo prefería esperar, de veras… ¡Maldita expresión, se me está pegando sin querer!
– No te enfades -le dijo ella en tono suplicante-. Olivia me dijo que no me quedaría embarazada mientras le diera el pecho a Kate.
– ¡Eso es un cuento de viejas! Habría tenido que esperar.
– ¿Por qué?
– Porque otro hijo será demasiado para ti.
– Pues yo digo que no. -Kitty le pasó a Kate y tomó un cubo vacío-. Voy por agua.
– Deja que vaya yo.
Ella le mostró los dientes y le miró con ojos encendidos de rabia.
– Por milésima vez, Richard Morgan, ¿quieres hacer el favor de dejar de revolotear a mi alrededor como una gallina clueca? ¿Por qué nunca me quieres reconocer el mérito a que tengo derecho? ¡Yo soy la que cría a los hijos! ¡Yo soy la que decido cuándo quiero hacerlo! ¡Yo soy la que vive en esta casa todos los días y las noches! ¡Yo soy la que dice lo que es demasiado para mí y lo que no! ¡Déjame en paz! ¡Deja de tomar todas las decisiones por mí! Déjame hacer las cosas a mi manera sin estar todo el día incordiándome… Eso es demasiado, eso es demasiado poco, por qué no te he pedido que lo hicieras… ¡ya estoy hasta la coronilla! ¡Ya no soy una huérfana, soy una mujer lo bastante adulta para tener hijos! ¡Y, si quiero tener otro, lo tendré! ¡Tú no eres mi amo y señor, eso sólo lo es su majestad el rey!
Dicho lo cual, Kitty se alejó con el cubo, hecha una furia.
Richard se sentó en el peldaño superior de la entrada, con Kate sobre sus rodillas, ambos en absoluto silencio.
– Creo, hija mía, que me acaban de poner en mi sitio.
Kate se incorporó sin ayuda y miró a su padre con unos moteados ojos que no eran ni como los de William Henry ni como los de Kitty; los suyos eran de un color cervatillo tirando a gris que disimulaba la presencia de las manchitas negras, diseminándolas por todo el iris. Había que mirar con mucho detenimiento para descubrirlas. Su belleza era evidente, aunque puede que sólo fuera la belleza de los niños muy pequeños; sin embargo, sus colores eran tan espectaculares como los de los dos hijos muertos de Richard: masas de bucles negros, cejas negras impecablemente dibujadas, espesas pestañas negras alrededor de unos grandes ojos color tormenta, una roja y carnosa boca y una piel morena tan perfecta como la de Richard. Kitty tenía razón, era indiscutiblemente una Morgan. Una Morgan que se apellidaba Clark.