Richard se estremeció y soltó una maldición por milésima vez. Todos sus hijos nacerían bastardos; Lizzie Lock no le haría el favor de morirse a toda prisa. Por supuesto que no la asesinaría, pero nadie más que Dios podía decirle que no le estaba permitido desear su muerte.
¿Por qué será que jamás conseguimos mantener desenredados los hilos que forman la urdimbre de nuestra vida? No pensé nada cuando me casé con Lizzie Lock. O, mejor dicho, no pensé en mí ni en el futuro. Me compadecí de ella, pensaba que estaba en deuda con ella… Pensaba como un jefe y creo que todavía sigo pensando como un jefe. Creo recordar que Stephen me lo advirtió, pero yo no le hice caso. Las personas a quienes he causado daño son mis propios hijos… la pobrecilla que es la esposa de mi corazón se considera simplemente «mi mujer». Jamás la llaman ni siquiera «señora». El término es «mujer». La palabra da a entender que carece de identidad, que no tiene ninguna posición social. Un simple objeto. Puedo, tal como algunos hombres ya están haciendo, apartarla de mi lado sin la menor compensación. Ya ha llegado la hora, los que han atesorado suficiente oro están comprando sus pasajes a Inglaterra o a Catay o a cualquier otro lugar que les apetezca. Los viejos rostros como Joe Robinson están desapareciendo. Pero muchos de ellos abandonan aquí a sus mujeres para que se las arreglen como puedan. Menos mal que, lo mismo que hacía el comandante Ross, el comandante King está dispuesto a otorgar tierras a una mujer sola al igual que a un hombre solo. De esta manera, las pobres criaturas abandonadas no tienen necesidad de ofrecer sus favores en los cuarteles de los soldados del cuerpo de Nueva Gales del Sur. Lo que hacemos con las mujeres es imperdonable. No son putas por naturaleza. Nosotros las obligamos a serlo.
Kate gorjeó, sonrió, y enseñó que le estaban saliendo los dientes. Mi primogénita, mi hija. Mi bastarda. Abrazándola, Richard posó los labios sobre la increíble suavidad de su piel y aspiró su fresco aroma, consciente de que Kate adoraba ser adorada.
– Kate -le dijo, dándole la vuelta con las manos para colocarla de cara a él de tal forma que ella pudiera dirigirle seductoras miradas, en eso, era como su madre, y él pudiera hablarle como si ella pudiera comprender lo que le decía-. Mi Kate, ¿qué será de ti? ¿Cómo puedo garantizarte que nunca te verás obligada a llevar la clase de vida que Dios impuso a tu madre? ¿Cómo puedo convertirte de hija bastarda de dos progenitores convictos en una señorita educada, capaz de elegir entre los jóvenes de esta parte del mundo?
Besó su manita y sintió con cuánta fuerza se curvaban sus dedos alrededor del suyo. Después la apretó amorosamente en el hueco de su brazo, colocó su cabeza bajo su barbilla y su mirada se perdió en la distancia mientras toda su mente se centraba en el dilema de su destino.
Kitty tardó mucho en llenar el cubo de agua que no necesitaba. Primero se sentó junto a la fuente y se pasó un buen rato, ardiendo de rabia. Después sostuvo el cubo bajo el chorro principal para llenarlo, lo dejó en el suelo y volvió a sentarse. Su estallido de cólera la había pillado desprevenida, ignoraba que aquellos resentimientos hirvieran tan cerca de la superficie; sus días estaban tan ocupados que no se podía permitir el lujo de hacer examen de conciencia. La razón de que sus sentimientos hubieran brotado con tal violencia estaba muy clara: Richard no quería tener un segundo hijo tan pronto…, eso siempre y cuando quisiera tener otro. ¡Pero tales cosas no estaba en su mano decidirlas! Dios la había hecho para que procreara y a ella le encantaba procrear. Las palabras de sus tiempos en el asilo y de los sermones del asilo, soltadas mientras sus dedos bordaban, habían adquirido ahora un significado. Puede que Adán hubiera sido la primera persona que hubo en el mundo, pero, hasta la aparición de Eva, ¡no fue más que una simple pieza de museo! Eva era más importante que Adán. Eva tuvo hijos y fue la artífice de una casa y un hogar.
Richard no podía ser el único señor por el hecho de ganar el pan. ¡Era ella quien cocía el pan! Y, en un futuro, pensó, levantándose para tomar sin ningún esfuerzo el cubo de veinte libras de peso, debería tener en cuenta sus deseos. No soy un ratoncito y no soy una simple limpiadora de botas. Soy una persona importante.
La imagen que él ofrecía cuando ella subió por el sendero de la fuente atravesando el huerto, era verdaderamente enternecedora y emocionante, reconoció Kitty. Su corazón se conmovió. Sin que él se percatara de su presencia, permaneció inmóvil para observar cómo daba la vuelta a la niña para que ésta lo mirara, le hablaba en tono solemne, la besaba y la contemplaba con un rostro lleno de amor y de asombro. Y su manera de estrecharla en sus brazos. Su manera de mirar a lo lejos por encima de la cabeza de la niña.
¡Muévete, Richard, muévete! Kitty deseó con todas sus fuerzas que se moviera, pero él no se movió. El sol siempre se ponía en la parte de atrás de la casa, y la parte anterior siempre quedaba sumida en las sombras, pero ahora la luz era absolutamente diáfana y caía sobre el padre y la hija como si éstos se hubieran petrificado. Un antiguo recuerdo surgió de los más profundos abismos de su mente, el recuerdo del director del asilo presidiendo los oficios religiosos dominicales sentado en un impresionante sillón con la mirada perdida en la lejanía, mientras el capellán predicaba acerca de los pecados de la carne que ninguna de sus oyentes podía comprender. El director seguía con la mirada perdida en la lejanía; el capellán terminaba su sermón, las huérfanas permanecían inmóviles, las severas y amargadas maestras solteronas recorrían con los ojos las filas de las huérfanas para comprobar que ninguna niña mostrara en su rostro una expresión poco devota; y el director seguía mirando en la lejanía como si estuviera contemplando una visión ni agradable ni desagradable. Sólo cuando el capellán le rozó tímidamente el hombro el director se movió. Se movió para caer hacia delante desde el sillón sobre las baldosas de la capilla y quedar tumbado allí tan deforme como las medias semirrellenas de arena con que las huérfanas eran azotadas para que no les quedara ninguna huella.
¡Muévete, Richard, muévete! Pero él no se movió mientras el tiempo iba pasando y la niña dormía apaciblemente entre sus brazos. De repente, Kitty comprendió que había muerto. Lo comprendió de golpe y cayó de rodillas, el cubo se volcó, el agua se derramó en cascada y el mundo enmudeció. Pero él no se movió ni siquiera entonces. ¡Estaba muerto! ¡Estaba muerto!
– ¡Richard! -gritó Kitty, levantándose atropelladamente y echando a correr.
El gritó sacó a Richard de su ensimismamiento, pero no con la suficiente rapidez para poder sujetarla.
Kitty gimió y aulló mientras las lágrimas rodaban por su rostro sin que ella se diera cuenta. Cuando Kate se unió a su madre y empezó a berrear, Richard se levantó con dos enloquecidas criaturas aferradas a él como si en ello les fuera la vida y sintió que la cabeza le daba vueltas. Depositó a Kate en su cuna sin ninguna ceremonia y entonces la niña empezó a protestar a gritos por el hecho de que la hubieran soltado de manera tan poco caballerosa; después sentó a Kitty en el sillón que había junto a la cocina, donde ella rompió en sollozos desgarradores. Richard sacó la botella de ron y, revoloteando alrededor de Kitty como una gallina clueca, la obligó a beber.
– ¡Oh, Richard, pensé que te habías muerto! -gimoteó Kitty, atragantándose y mirándole con los ojos llenos de lágrimas y la nariz moqueando-. ¡Pensé que te habías muerto! ¡Pensé que te habías muerto! ¡Pensé que te habías muerto!
Le rodeó las caderas con sus brazos y hundió el rostro en él, rompiendo nuevamente a llorar.
– No me he muerto, Kitty. -Le apartó las manos, la levantó del sillón, se acomodó en él y la sentó sobre sus rodillas. El dobladillo de su bata de indiana era el único pañuelo disponible, por lo que él lo tomó para secarle los ojos, la nariz, las mejillas, la barbilla y la garganta…, la lluvia de lágrimas le había mojado incluso el canesú de la bata-. No me he muerto, cariño mío. ¿Lo ves? -le dijo, sonriendo con ternura-. Los cadáveres no pueden enfrentarse con los ataques de histeria. Aunque no cabe duda de que es muy bonito saber con cuánta desesperación se llora mi muerte. Vamos, toma otro sorbo de ron.