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– No. Y mi madre tampoco. Soy huérfano. -Monkton Minor inclinó un poco más la cabeza mientras en sus claros ojos azules se encendía un fulgor especial-. ¿Cuál es tu nombre de pila, Morgan Tertius?

– Tengo dos. William Henry. ¿Y el tuyo?

– Johnny. -La mirada adquirió una expresión de complicidad-. Te llamaré William Henry y tú me llamarás Johnny…, pero sólo cuando nadie nos oiga.

– ¿Es un pecado? -preguntó William Henry, que todavía catalogaba los fallos desde este punto de vista.

– No, simplemente no se considera correcto. ¡Pero es que yo aborrezco ser un Minor!

– Y yo un Tertius.

William Henry desvió la vista de su nuevo amigo y miró con expresión culpable hacia la mesa del director, donde el compañero de banco expulsado estaba recibiendo lo que William Henry ya sabía que se llamaba una reprimenda…, algo mucho peor que unos cuantos palmetazos porque duraba mucho más y uno tenía que permanecer absolutamente inmóvil hasta que terminara, so pena de pasarse el resto del día balanceándose de pie encima de un taburete. Cuando sus ojos se cruzaron con los del señor Simpson, parpadeó y apartó la mirada de inmediato sin saber exactamente por qué.

– ¿Quién es ése, Johnny?

– ¿El que está al lado del director? El viejo Doom and Froom.

El reverendo Prichard.

– No, el otro de más abajo. El que se sienta al lado de Simp.

– El señor Parfrey. Enseña latín.

– ¿También tiene un apodo?

Monkton Minor consiguió tocarse la punta de la chata nariz con los labios fruncidos.

– Si lo tiene, nosotros los más pequeños no lo sabemos. El latín es para los mayores.

Mientras los dos muchachos hablaban de ellos, el señor Parfrey y el señor Simpson estaban ocupados hablando de William Henry.

– Ya veo, Ned, que tenéis a un Ganimedes entre vuestros cerdos.

El señor Edward Simpson comprendió la referencia sin necesidad de ninguna aclaración.

– ¿Morgan Tertius? ¡Deberíais ver sus ojos!

– Procuraré verlos. Pero, incluso visto desde lejos, Ned, su belleza es arrebatadora. Un auténtico Ganimedes… ¡ah, quién fuera un Zeus!

– Lástima, George, que, cuando empiece a mezclarse y juntarse con los otros, ya tendrá dos años más y probablemente será tan insolente como el resto -dijo el señor Simpson picando con desconfianza y sin demasiado apetito la comida de su plato, a pesar de ser infinitamente más sabrosa que la que se servía a los chicos; la enfermedad era un rasgo distintivo de su familia, la vida de cuyos miembros era notoriamente efímera.

Sus indiferentes comentarios no constituían una prueba de sus lascivas intenciones; era simplemente un síntoma de su poco envidiable suerte. George Parfrey deseaba ser un Zeus, pero, con la misma facilidad e inutilidad, habría podido desear ser un Robert Nugent, el conde de Nugent.

Los maestros de escuela pertenecían a una clase social elegantemente depauperada. Para el señor Simpson y el señor Parfrey, Colston representaba algo así como el cenit; cobraban una libra a la semana -pero sólo cuando había clase- y tenían el alojamiento y la manutención garantizados a lo largo de todo el año como parte de su trabajo. Puesto que en Colston la comida era excelente (el director era un famoso Epicuro) y cada maestro disponía de un cuartito para él solo, no había motivo para que nadie se fuera, a no ser que los llamaran para enseñar en las prestigiosas escuelas de Eton, Harrow o la Escuela de Segunda Enseñanza de Bristol. El matrimonio complicaba las cosas de forma considerable y estaba descartado hasta que uno se ordenaba clérigo o era ascendido a un puesto de mucha más categoría. Y no es que el matrimonio estuviera prohibido, pero el hecho de albergar a una esposa y unos hijos en un cuartito no era una perspectiva muy halagüeña. Aparte del hecho de que ni el señor Simpson ni el señor Parfrey se mostraban demasiado inclinados hacia el otro sexo. Preferían arreglárselas por su cuenta y, más concretamente, el uno con el otro. Sin embargo, el amor era un sentimiento que sólo experimentaba el pobre Ned Simpson. George Parfrey era dueño absoluto de sí mismo.

– A lo mejor, podríamos ir a los Hotwells después del oficio del domingo -dijo el señor Simpson en tono esperanzado-. Las aguas me sientan bien.

– Siempre y cuando me permitas pintar acuarelas -dijo el señor Parfrey sin apartar los ojos de William Henry Morgan, el cual se estaba animando por momentos y cuyo rostro resultaba cada vez más agraciado. Hizo una mueca de desagrado-. No comprendo cómo es posible que uno se encuentre mejor tras beberse las sobras del Avon, pero, si accedes a concederme una tranquila pausa en St. Vincent's Rocks… -Parfrey lanzó un suspiro-. ¡Oh, cuanto me gustaría pintar a esta criatura tan divina!

Richard fue a recoger a William Henry con la boca seca. ¿Y si el niño lo acogiera con semblante trastornado y le suplicara que no lo volviera a llevar a la escuela a la mañana siguiente?

Temores infundados. Sus ojos localizaron a su hijo, corriendo como un loco por el patio para esquivar las acometidas de un chiquillo de su propia edad vestido con el uniforme azul, dolorosamente delgado y con pelo de estopa.

– ¡Padre! -exclamó, corriendo a su encuentro mientras su compañero de juegos le pisaba los talones-. Padre, éste es Monkton Minor pero yo lo llamo Johnny cuando nadie nos oye. Es un huérfano.

– ¿Qué tal estás, Monkton Minor? -dijo Richard, recordando sus días en Colston. A él también lo llamaban Morgan Minor hasta que, a los once años, se convirtió en Morgan Major. Y sólo su mejor amigo lo llamaba Richard-. Le preguntaré al reverendo Prichard si puedes venir a comer a casa con nosotros después del oficio de la iglesia del domingo que viene.

Tuvo la sensación de acompañar a un extraño, pensó mientras abandonaba el recinto de la escuela con William Henry, el cual no caminaba tranquilamente a su lado, sino que brincaba y saltaba, canturreando para sus adentros.

– Veo que te ha gustado la escuela -le dijo sonriendo.

– ¡Es maravilloso, padre! Puedo correr y gritar.

Richard sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos y parpadeó para que no se le escaparan.

– Pero no en clase, supongo.

William Henry le miró con picardía.

– ¡Padre, en clase soy un ángel! No me han dado ni un palmetazo. A muchos chicos les dan un montón y un chico se ha desmayado cuando le han dado treinta. Treinta son muchos. Pero yo he procurado que no me los dieran.

– ¿De veras? ¿Y cómo lo has conseguido?

– Me estoy quieto, escribo bien y no me equivoco al sumar.

– Sí, William Henry, conozco bien el sistema. ¿Te hicieron llorar los chicos mayores cuando saliste a jugar?

– ¿Quieres decir cuando nos pusieron en fila para ir al retrete?

– Siguen haciendo eso, ¿verdad?

– Con nosotros por lo menos, sí. Pero yo escribí en la pared del retrete con el pedazo de caca que Jones Major me hizo en la mano y que casi todo fue a parar fuera, y entonces me dejaron en paz. Johnny dice que es la mejor manera. Se ensañan con los chicos que gritan y replican. -Aquí William Henry pegó un brinco-. Me limpié los dedos en la chaqueta, ¿ves?

Con la boca contraída en una mueca, Richard contempló la mancha marrón de la nueva chaqueta beige de William Henry y tragó saliva varias veces. ¡No te rías, Richard, por lo que más quieras, no te rías!

– Yo que tú -dijo cuando estuvo en condiciones de hablar-, no le comentaría a mamá el incidente de la caca. Y tampoco le enseñaría dónde te has limpiado los dedos. Le pediré a la abuela que limpie la mancha.

Así pues, Richard entró con su hijo en el Cooper's Arms con un aire triunfal en el que sólo su padre reparó. Peg lanzó un grito y tomó en brazos al hasta entonces apacible William Henry para cubrirle el rostro de besos, pero el niño la apartó.

– ¡No hagas eso, madre! ¡Ahora soy un chico mayor! ¡Abuelo, no sabes lo bien que lo he pasado! He corrido diez veces alrededor del patio, me he caído y me he lastimado la rodilla, he escrito toda una hilera de aes en la pizarra, y el señor Simpson dice que estoy tan adelantado para mi edad que me va a poner en la siguiente clase. Pero no tiene sentido porque él enseña en la siguiente clase y en el mismo sitio. ¡Mamá, mi rodilla es como una medalla! ¡No armes tanto alboroto!