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El volumen del berrinche de Kate en el dormitorio estaba aumentando por momentos, pero, en la certeza de que la niña no superaría su enfado antes de que Kitty superara su sobresalto, Richard volvió la cabeza y gritó severamente:

– ¡Kate, deja ya de berrear! ¡Duérmete de una vez!

Para su asombro, los berridos de la criatura se fueron convirtiendo en un tranquilizador silencio.

– ¡Oh, Richard, pensé que te habías muerto como el director del asilo y no lo pude resistir! Te habías muerto… Tú que tanto me querías…, y yo nunca lo había comprendido…, y te hacía daño y te despreciaba…, pero ahora ya era demasiado tarde para decirte que te quería. ¡Te quiero tanto como tú me quieres, más que a mi vida! ¡Pensé que te habías muerto y yo no sabía cómo vivir en un mundo sin ti! ¡Te quiero, Richard, te quiero!

Richard le apartó el cabello del rostro y siguió trabajando con su improvisado pañuelo.

– Estoy celebrando todas mis Navidades de golpe -dijo-. Ya sé que has derramado muchas lágrimas -dijo-, pero ¿por qué estás tan mojada?

– Creo que he volcado el cubo de agua. ¡Bésame, Richard! Bésame con amor y deja que yo te bese a ti con amor.

El amor recíproco, descubrieron, convertía los labios en la piel más fina posible entre el cuerpo y el espíritu. A partir de ahora, pensó Richard, no tiene por qué haber ningún secreto. Se lo puedo decir todo. Kitty ya conocía la dicha de la música en el corazón y las alas en el alma. El amor siempre había estado presente.

Stephen acudió a visitarlos el día del primer cumpleaños de Kate, 15 de febrero de 1793, con un prodigioso regalo.

Pero no fue el regalo lo que indujo a Richard, Kitty y la niña a quedárselo mirando boquiabiertos de asombro: el teniente Donovan iba vestido con toda la gloria de su rango en la Armada Reaclass="underline" zapatos negros, medias blancas, calzas y chaleco blancos, camisa escarolada, chaqueta entallada de la Armada, algunos toques de galón de oro, espada al cinto, peluca en la cabeza, sombrero bajo el brazo. No sólo notablemente apuesto, sino también notablemente impresionante.

– ¡Te vas! -dijo Kitty mientras las lágrimas asomaban a sus ojos.

– ¡Menuda pinta tienes! -dijo Richard, ocultando su pesar con una carcajada.

– El uniforme ha venido de Port Jackson… y no me sienta del todo mal -dijo Stephen, pavoneándose-, aunque los hombros de la chaqueta necesitan un retoque. Los míos son demasiado anchos.

– Lo bastante anchos para el mando. Felicidades. -Richard le tendió la mano a su amigo-. Ya sabía yo que el nombre de este barco que acaba de llegar tenía algún significado.

– Sí, el Kitty. Me he puesto el uniforme en honor de la pequeña Kate, aunque no me iré enseguida. El Kitty tardará por lo menos una semana en zarpar, o sea que aún nos queda un poco de tiempo. -Se quitó la peluca para que vieran que había imitado el ejemplo de Richard y se había cortado el pelo-. ¡Qué barbaridad, el calor que da este trasto! Están hechas para el canal de la Mancha, no para la isla de Norfolk en el húmedo mes de febrero.

– ¡Stephen, con el cabello tan bonito que tenías! -gimoteó Kitty, casi al borde de las lágrimas-. ¡Con lo que a mí me gustaba! Estoy tratando de convencer a Richard de que se lo deje crecer, pero él dice que es un estorbo.

– Tiene muchísima razón. Desde que me corté el mío, me siento tan libre como un pájaro… menos cuando me tengo que poner la peluca. -Stephen se acercó a Kate, la sentó en una alta silla que Richard le había hecho y depositó el paquete en su bandeja-. Feliz cumpleaños, queridísima ahijada.

– Ta -dijo Kate sonriendo mientras alargaba la mano para acariciarle el rostro-. Stevie. -Miró más allá de éste hacia Richard con expresión radiante-. ¡Pa-pa!

Stephen le dio un beso y apartó el paquete, cosa que no pareció molestarla en absoluto; cuando su padre estaba en la habitación con ella, no tenía ojos más que para él.

– Guárdaselo para ella -dijo Stephen, entregándole el paquete a Kitty-. Tardará unos cuantos años en apreciarlo.

Picada por la curiosidad, Kitty deshizo el paquete y contempló su contenido con asombro.

– ¡Oh, Stephen! ¡Es preciosa!

– Se la compré al capitán del Kitty. Se llama Stephanie.

Era una muñeca con una cara de porcelana delicadamente pintada, unos ojos con los iris rayados como los de verdad, unas pestañas cuidadosamente dibujadas, una mata de cabello amarillo hecho con hilos de seda y un vestido como el de una dama de treinta años atrás, con una falda de seda de color de rosa ahuecada con un tontillo.

– Vuelves a Port Jackson en el Kitty, ¿verdad?

– Sí, y en el mismo barco haré la travesía hasta Portsmouth en junio.

Comieron carne de cerdo asada y después un pastel de cumpleaños; a Kitty le había salido muy ligero gracias a un ingrediente tan sencillo como clara de huevo montada a punto de nieve en un cuenco de cobre con un batidor que Richard le había hecho con alambre de cobre. Era tan mañoso que podía hacerle cualquier cosa que ella le pidiera.

Las esporádicas visitas de los barcos les permitían disponer de té, azúcar auténtico y varios pequeños lujos, entre ellos el orgullo y la alegría de Kitty, un juego de té de porcelana.

En las ventanas sin cristales se agitaban unas verdes cortinas de algodón bengalí, pero los cuadros y los tenedores aún no los había conseguido. No importaba, no importaba. Faltaban quizá unos tres meses para el nacimiento de William Henry; Kitty sabía que era William Henry. Mary tendría que esperar hasta la próxima vez… No tardaría tanto como Richard querría, pero no importaba. Los hijos eran lo único que ella podía darle. Nunca serían demasiados; la isla de Norfolk también encerraba peligros. El año anterior el pobre Nat Lucas, que estaba talando un pino, contempló horrorizado cómo el árbol caía con un monstruoso fragor sobre Olivia, el pequeño William que ésta sostenía en sus brazos y las dos gemelas agarradas a su falda. Olivia y William resultaron prácticamente ilesos, pero Mary y Sarah murieron en el acto. Sí, los hijos nunca eran demasiados. Se lloraba amargamente su pérdida, pero se daba gracias a Dios por los que todavía quedaban.

Su vida estaba llena de felicidad por la sencilla razón de que amaba y era amada, su hija rebosaba de salud y el hijo que crecía en su vientre la volvía loca con sus incesantes patadas. ¡Oh, cuánto echaría de menos a Stephen! Aunque ni una décima parte, lo sabía muy bien, de lo que lo echaría de menos Richard. Pero eran cosas que ocurrían en la vida. Nada se conservaba igual, todo seguía su camino hacia otro lugar que era un misterio hasta que llegaba al umbral. Stephen navegaría en ella hasta Inglaterra y eso era muy importante. El Kitty lo protegería, el Kitty surcaría las aguas como un petrel.

– ¿Nos podemos quedar con Tobías? -le preguntó.

Las móviles cejas se enarcaron y los ojos intensamente azules parpadearon.

– ¿Separarme yo de Tobías? No es probable, Kitty. Tobías es un gato marinero, navega conmigo dondequiera que yo voy. Le he enseñado a considerarme su sitio.

– ¿Visitarás al comandante Ross?

– Sin ninguna duda.

Richard esperó a formular su pregunta más acuciante hasta que salió a pasear con Stephen, subiendo por la hendidura de la roca hacia el camino de Queensborough.