– ¿Querrás hacerme un favor, Stephen?
– Lo que sea, ya lo sabes. ¿Quieres que vaya a ver a tu padre y al primo James el farmacéutico?
– Si tienes tiempo, de lo contrario, no. Quiero que le lleves una carta mía a Jem Thistlethwaite en Wimpole Street, Londres, y que se la entregues personalmente. Jamás volveré a verle, pero me gustaría que alguien que conoce al Richard Morgan que ahora soy respondiera de él.
– Así se hará. -Al llegar al blanco mojón, Stephen tomó la peluca y se la puso, contemplando con tristeza al sonriente Richard-. Tienes una semana para escribir tu carta. El Kitty permanecerá en el fondeadero hasta que yo diga lo contrario.
Con la llegada del reverendo Blain como capellán de la isla de Norfolk la obligación de asistir a los oficios religiosos dominicales se suavizó un poco.
El comandante King insistía en que todos los delincuentes asistieran, por lo que, cuando los hombres libres también asistían, los apretujones eran tremendos. Se consideraba que los delincuentes estaban más necesitados de la atención de Dios que los hombres libres.
Sabiendo por tanto que su rostro no sería echado en falta en caso de que no asistiera a los oficios de la mañana siguiente, Richard le dijo a Kitty que el sábado permanecería levantado hasta muy tarde escribiendo una carta al señor Thistlethwaite y que a la mañana siguiente dormiría también hasta muy tarde. Alegrándose de que Richard pudiera disfrutar de unas cuantas horas más de descanso (a fin de cuentas, escribir una carta no era como aserrar un tronco), Kitty se fue a dormir.
Richard tomó con gran cuidado la lámpara de aceite del estante; la había adquirido al mismo tiempo que el juego de té, pero le había costado más porque iba acompañada de un barrilete de cincuenta galones de aceite de ballena. La usaba con mesura -el puro cansancio no le permitía leer por las noches-, pero el hecho de tenerla le facilitaba el estudio del gran tesoro de libros que Jem Thistlethwaite le había enviado, en la única actividad de ocio que no le hacía sentirse un traidor a su familia. Ahora ya sabía que Kitty jamás aprendería a leer y escribir porque ninguna de las dos cosas era importante para ella. La única fuente de conocimientos en su casa era él y, por consiguiente, tenía que leer.
Con el papel bañado por el dorado resplandor de la lámpara de dos pabilos, mojó una de sus plumas de acero en el tintero y empezó a escribir sin apenas vacilar; lo que quería decir ya lo había ensayado mentalmente una y otra vez.
Jem, el portador de esta carta es el mejor hombre que jamás he conocido, y el único consuelo que tengo al perderlo es el hecho de que vos llegaréis a conocerlo y amarlo. En cierto modo, ambos hemos recorrido el mismo camino a lo largo de los años desde que el Alexander permanecía en el Támesis, de barco en barco y de lugar en lugar. Él un hombre libre y yo un convicto. Siempre amigos. Si no tuviera a Kitty y a mis hijos, el hecho de perderlo sería un golpe mortal para mí.
Lo que escribo en estas páginas es distinto de lo que os dije en la carta que os envié tras la recepción de vuestra caja. Aquélla pasó por todas las manos oficiales que encontró, a la merced de ojos entrometidos y mentes lascivas. El milagro es que nuestras cartas lleguen siempre a su destino, pero el goteo de respuestas que se produjo en 1792 (y en el Bellona y el Kitty este año hasta la fecha) nos dicen que los que llevan nuestras cartas a Inglaterra se compadecen de nosotros hasta el extremo de cumplir sus promesas. Algunos de nosotros, sin embargo, jamás recibimos noticias del lugar que casi todos nosotros seguimos llamando nuestra «casa». No sé muy bien si se trata de algo accidental o deliberado. Ésta jamás se apartará del cuidado de Stephen. Puedo decir cualquier cosa y, conociendo a Stephen, sé que permanecerá sentado en silencio para permitiros leer esta carta antes de hablar, lo cual también me deja más libertad.
Este año, 1793, cumpliré cuarenta y cinco años. Stephen os contará mejor que yo qué aspecto tengo y cómo he cambiado físicamente durante este tiempo, pues en la isla de Norfolk no tenemos espejos. Por lo demás, conservo la salud y es probable que ahora pueda trabajar más duro y durante más tiempo que cuando era un muchacho en Inglaterra.
Mientras permanezco sentado aquí durante la noche, los únicos sonidos que llegan a mis oídos son los de los gigantescos árboles azotados por un viento cada vez más fuerte, y los únicos olores que asaltan las ventanas de mi nariz son los de las dulces resinas o las vagas reliquias de la lluvia que cayó hace unas horas y humedeció la tierra.
Jamás regresaré a Inglaterra, un lugar que ya no considero ni llamo mi «casa». Mi casa está y siempre estará aquí en la isla de Norfolk. Lo cierto, Jem, es que ya no quiero tratos con el país que me envió a Botany Bay apretujado en un barco negrero durante más de doce meses entre unas angustias y un sufrimiento que todavía pueblan mis sueños.
Hubo buenos tiempos y buenos momentos, ninguno de ellos gracias a los que nos enviaron aquí: codiciosos contratistas, indiferentes personajes que manejaban nuestros papeles, barones y almirantes bebedores de oporto. Y nosotros los de la primera flota que zarpó rumbo a Botany Bay disfrutamos de muchos lujos en comparación con los horrores que debieron de sufrir los que nos siguieron; preguntadle a Stephen qué encontraron a bordo del Neptune cuando éste ancló en Port Jackson.
Ser los primeros que zarpaban rumbo a Botany Bay fue a un tiempo lo mejor y lo peor. Nadie sabía qué hacer, Jem, ni siquiera el pobre y desesperado gobernador Phillip. No se había planificado ni organizado nada. Nadie de Whitehall había elaborado ningún proyecto y los contratistas engañaron tanto en la calidad como en la cantidad de la ropa, las herramientas y otros elementos esenciales que enviaron junto con nosotros. No hago más que imaginarme la expresión del rostro de Julio César si hubiera visto aquel caos.
Pese a lo cual, hemos superado los primeros cinco años de este experimento tan mal organizado y planeado con la vida de unos hombres y unas mujeres. No sé muy bien cómo ha ocurrido, sólo sé que, a lo mejor, es una demostración de la resistencia y fortaleza de los hombres y las mujeres. Sería un error decir que Inglaterra nos ha ofrecido una segunda oportunidad aquí. No se nos ofreció ninguna oportunidad, ni primera ni última. Más bien nos comportamos de acuerdo con nuestra naturaleza. Algunos de nosotros juramos sobrevivir y, tras haber sobrevivido, regresamos corriendo a «casa» o seguimos escondidos por ahí. Otros, tras haber sobrevivido, decidimos volver a empezar lo mejor que pudiéramos con lo que teníamos. Yo me incluyo en este segundo grupo y digo que mientras fuimos convictos, trabajamos muy duro, nunca incurrimos en la cólera de las autoridades, no nos azotaron ni nos encadenaron, tratamos de pasar inadvertidos en ciertas situaciones y procuramos ser útiles en otras. Tras haber sido liberados por medio de un indulto o una emancipación, hemos adquirido tierras y ahora nos dedicamos al desconocido oficio de las labores del campo.
¡Cuánto ha malgastado Inglaterra de Inglaterra! La inteligencia, el ingenio, la habilidad, la resistencia. Una lista de cualidades sobre las cuales podría escribir páginas enteras. Y los propietarios de las mismas se estaban malgastando todos en cárceles y pontones ingleses. ¿Qué le ocurre a Inglaterra que está ciega hasta el extremo de despreciar estas cualidades y las considera una basura sin valor?
Justo es decir que pocos de nosotros teníamos idea de la clase de madera de que estábamos hechos. Me consta que yo no lo sabía. El antiguo y paciente Richard Morgan que ni siquiera era capaz de preocuparse por la pérdida de veintitrés mil libras ha muerto, Jem. Era pasivo, conformista, carecía de ambición y era mezquino. Sus tristezas eran las tristezas de todos los hombres: la pérdida de lo que amaba. Sus vicios eran los vicios de todos: egoísmo y afición a las comodidades. Sus alegrías eran las alegrías de todos los hombres: complacencia en lo que amaba. Sus virtudes eran las de todos los hombres: la creencia en Dios y en la patria.