Richard dedicó el resto de la tarde a clavar unas tablas de madera para hacerle a William Henry una habitación aparte en el extremo más alejado del dormitorio; últimamente, el niño ya dormía en su propia cama. La tarea le estaba resultando sumamente agradable, lejos del bullicio de la planta baja, desde donde le llegaba la voz de William Henry contándole a cada recién llegado la versión censurada de su primer día en la escuela. ¡El niño hablaba por los codos! Y no paraba… ¡William Henry que nunca decía dos palabras juntas!
Richard se compadecía enormemente de Peg, pero su sentimiento estaba amortiguado por el gélido viento de su propio sentido común. William Henry había abandonado el nido y ya jamás volvería a él. Pero ¿cuánta parte de lo que había exteriorizado en el sorprendente espacio de un día había permanecido encerrada en su interior a lo largo de los años? No era posible que un solo día hubiera producido tantos nuevos pensamientos y que el niño hubiera adquirido de pronto un nuevo código de conducta. Ahora veo que William Henry no es tan santo como yo creía. William Henry, bendito sea Dios, es un niño normal y corriente.
Así trató de explicárselo a Peg, pero todo fue inútil. Peg se negaba a aceptar el hecho de que su hijo se pudiera sentir a gusto y disfrutar de un mundo nuevo totalmente distinto al de antes. Buscó refugio en las lágrimas y se sumió en unas depresiones tan profundas que Richard perdió las esperanzas, cansado de su llanto y sin tener ni idea de la sensación de culpa que ella experimentaba por el hecho de haber fracasado en la única misión que tenía realmente una mujer: dar a luz hijos. Su paciencia con ella era la misma, pero el día en que la sorprendió bebiendo una jarra de ron tuvo que hacer un gran esfuerzo para no perderla.
– Éste no es un buen sitio para ti -le dijo dulcemente-. Déjame comprar la casa de Clifton, Peg, te lo ruego.
– ¡No, no, no! -gritó ella.
– Amor mío, llevamos catorce años casados y tú has sido mi esposa y mi amiga, pero es demasiado. No sé qué dolor siente tu corazón, pero el ron no te lo va a curar. -¡Déjame en paz!
– No puedo, Peg. Padre ya se está cansando, pero lo peor no es eso. William Henry es lo bastante mayor para darse cuenta de que su madre se comporta de una manera extraña. Por favor, procura portarte bien por él.
– A William Henry le importo un bledo, ¿por qué iba yo a hacer algo por él?
– ¡Vamos, Peg, eso no es cierto!
Parecía que se movieran en círculos concéntricos; ni las dulces palabras ni la paciencia de Richard ni la irritación de Dick bastaban para aplacar a los monstruos que devoraban su mente, aunque abandonó el ron cuando William Henry le preguntó sin andarse por las ramas por qué se emborrachaba.
El carácter directo de la pregunta la dejó pasmada. -Aunque no sé por qué -le dijo más tarde Dick a Richard-, William Henry es un hijo de tabernero.
A finales de febrero de 1782, el señor James Thistlethwaite envió una carta a Richard por correo especiaclass="underline"
Escribo esta carta la noche del día 27, mi querido amigo, y acabo de ganar mil libras. Pagadas con una letra de cambio del banco de mi desventurada víctima. ¡La noticia ya es oficial! Hoy el Parlamento ha votado en favor de interrumpir la guerra ofensiva contra las trece colonias y pronto empezaremos a retirar nuestras tropas.
Echo la culpa de todo al sombrero de piel de Franklin. Los gabachos han demostrado ser unos firmes aliados, tanto el general De Grasse como el general De Rochambeau, lo cual evidencia que, si un hombre cautiva el sentido francés de la moda, todo es posible. George Washington y los gabachos tocaron campanas a nuestro alrededor en Yorktown, aunque yo creo que lo que ha inducido al Parlamento a tomar esta decisión ha sido la rendición de lord Cornwallis. Sí, ya sé que Clinton se lo estaba pasando demasiado bien en Nueva York para bajar con su velero a echar una mano a Cornwallis y también sé que la armada francesa hizo posible que Washington y sus gabachos de tierra tomaran Yorktown, pero eso no disminuye la magnitud de la rendición.
Lo mismo que ocurrió con Burgoyne. A Londres se le está partiendo el corazón de vergüenza.
Da a conocer la noticia, Richard, pues mi correo llegará primero a Bristol, y no olvides añadir que tu fuente es James Thistlethwaite, que vivió hasta hace muy poco tiempo en el Bristol de Cornwallis.
¿Oigo que me preguntas qué voy a hacer con las mil libras? Comprarme una barrica de ron de la destilería del señor Thomas Cave… ¡y eso que me consta que una barrica contiene ciento cinco galones! Bajaré también dando un paseo al Green Canister de Half Moon Street para comprarle a la señora Phillips doce docenas de sus mejores condones. Estas putas de Londres están todas enfermas de sífilis y gonorrea, pero a la señora Phillips se le ha ocurrido el mejor invento del mundo desde el descubrimiento del ron. Ahora podré menear impunemente mi caña de azúcar debidamente encondonada.
Al cabo de un año -marzo de 1783-, el senhor Tomas Habitas se vio obligado a prescindir de los servicios de Richard. Para entonces, el Banco de Bristol ya guardaba tres mil libras, de las que apenas se había tocado un penique. ¿Por qué iba a gastarlas? Peg no quería irse a vivir a Clifton y su padre (a quien él había tratado de convencer de que comprara el Black Horse Inn de Clifton Hill) decía encontrarse a gusto en el Cooper's Arms. No todos los doce peniques diarios que Richard le pagaba desde hacía siete años se habían gastado, explicó ingenuamente Dick. Podía permitirse el lujo de esperar la llegada de tiempos más duros allí donde estaba, en Broad Street, en el mismísimo centro de todas las actividades de la ciudad.
Sí, la guerra americana había terminado y, a su debido tiempo, un tratado lo confirmaría, pero la prosperidad no se había recuperado. Ello se debía en parte al caos que reinaba en el Parlamento, donde Charles James Fox y lord North protestaban a gritos contra las injustificadas concesiones que lord Shelburne les estaba haciendo a los americanos. Nadie se preocupaba de vulgaridades tales como el Gobierno. Las efímeras administraciones que se caracterizaban por las disputas y los juegos de poder causaban estragos en Westminster; pero la verdad era que nadie, ni siquiera el enloquecido rey, sabía qué hacer con una deuda bélica de doscientos treinta y dos millones de libras y la disminución de las rentas públicas.
Surgieron disturbios por la comida entre los marineros de Bristol, los cuales cobraban treinta chelines al mes siempre y cuando estuvieran embarcados. En tierra, ni un penique. La situación era tan desesperada que el alcalde consiguió convencer a los armadores de que pagaran quince chelines mensuales a sus marineros cuando estuvieran en tierra. En 1775 el número de barcos que pagaban el llamado Tributo del Alcalde eran quinientos veintinueve; en 1782, el número había bajado a ciento dos. Puesto que casi todos los barcos eran de Bristol y estaban amarrados en los muelles y las rebalsas y también río abajo en la parte de Pill, no se podían desatender las demandas de varios miles de marineros.
En Liverpool, diez mil de sus cuatrocientos mil habitantes dependían de los escasos recursos benéficos de aquella ciudad, y en Bristol los índices de pobreza habían subido a un ciento cincuenta por ciento. El Ayuntamiento y el Gremio de Mercaderes no tuvieron más remedio que vender sus propiedades. Se tuvieron que establecer unas nuevas ordenanzas más estrictas para hacer frente a la incesante afluencia de pobres procedentes de las zonas rurales que acudían a las parroquias en busca de comida. Los que eran sorprendidos estafando a las parroquias eran expuestos a la picota y azotados públicamente antes de ser desterrados; pero la afluencia de pobres seguía incrementándose a más velocidad que las mareas del Avon.