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– ¿Has visto eso, Dick? -preguntó el primo James el farmacéutico, entrando en la taberna antes de regresar a su casa desde su tienda de Corn Street. Agitaba en la mano una hoja de periódico-. ¡Un anuncio de nuestros presos de Newgate, imagínate! Dicen que no pueden comer con sus dos peniques diarios… es una vergüenza, cuando un cuarto de hogaza de pan cuesta dieciséis peniques.

– Un penique al día si se encuentran pendientes de juicio -dijo Dick.

– Me encargaré de que Jenkins el tahonero les envíe todo el pan que necesiten. Y queso y culatas de buey.

Dick asintió tímidamente.

– Pero, cómo, Jim, ¿no vas a depositar peniques en sus manos extendidas?

El primo James el farmacéutico se ruborizó.

– Sí, tienes razón, Dick. La verdad es que se lo gastaban todo en bebida.

– Siempre se lo gastarán en bebida. Enviarles pan me parece muy sensato. Pero encárgate de que tus filantrópicos amigos hagan lo mismo.

– ¿Cómo está Richard ahora que no trabaja? Jamás lo veo.

– Bastante bien -contestó lacónicamente el padre de Richard-. La razón de que no lo veas está arriba, en su cama.

– ¿Borracha?

– Qué va. Dejó de beber cuando William Henry le preguntó sin rodeos por qué bebía tanta ginebra. -Dick se encogió de hombros-. Cuando William Henry no está en casa, se tumba en la cama con la mirada perdida.

– ¿Y cuando William Henry está en casa?

– Se comporta como Dios manda. -El patrón carraspeó y soltó un enorme escupitajo sobre el serrín del suelo-. ¡Las mujeres! Son unos bichos muy raros, Jim.

La imagen mental de su hipocondríaca esposa y de sus dos hijas solteronas con cara de escuadra, tal como solía decirse por allí, apareció ante los ojos del primo James el farmacéutico, el cual asintió con la cabeza, esbozando una triste sonrisa.

– A menudo me he preguntado -dijo- por qué razón habrá decidido el mundo comparar una cara con una escuadra.

Dick soltó una sonora carcajada.

– ¿Estás pensando en tus niñas, Jim?

– Por desgracia, ya no son unas niñas. Las oraciones ya no sirven para remediar su situación. -Se levantó-. Siento no haber visto a Richard. Estaba deseando verle como en los viejos tiempos, antes de que entrara a trabajar en el taller de Habitas.

– Los viejos tiempos ya no existen, ¿hace falta que te lo diga? ¡Mira a tu alrededor! El local está vacío y las calles están llenas de estos pobres y desventurados marineros. ¡Qué virtuosos son los auténticos pobres inscritos en los registros de pobres de las parroquias y cuán grande es su indignación! Arrojan piedras contra sus hermanos de la picota en lugar de compadecerse de ellos. -Dick descargó un puñetazo sobre la mesa-. ¿Por qué fuimos a la guerra a casi tres mil millas de distancia? ¿Por qué no nos limitamos a entregarles a los colonos su valiosa libertad? ¿Por qué no les deseamos suerte en algo tan ridículo y nos fuimos otra vez a dormir o a luchar contra Francia? El país está en la ruina y todo en nombre de una idea. Una idea que, encima, no es la nuestra.

– No me has contestado. Si Richard no tiene trabajo, ¿dónde está? ¿Y dónde está William Henry?

– Salen a pasear juntos, Jim. Siempre a Clifton. Suben por Pipe Lane, bajan por Frog Lane, cruzan el sendero de Clifton Hill, persiguen las vacas y las ovejas de Clifton Pound y regresan bordeando la orilla del Avon, arrojan piedras al agua y se divierten mucho.

– Esa será la versión de William Henry, no la de Richard.

– Richard nunca me cuenta nada -dijo amargamente Dick.

– Tú y él no tenéis el mismo carácter -dijo el primo James el farmacéutico, encaminándose hacia la puerta-. Son cosas que ocurren. Lo que tú deberías agradecerle a Dios, Dick, es que Richard y William Henry se parezcan tanto. Es algo… -respiró hondo- muy hermoso.

Al domingo siguiente después del oficio en la iglesia y de un valiente sermón del primo James el clérigo, Richard y William Henry se dirigieron a pie hasta los Hotwells de Clifton.

Una o dos décadas atrás Bristol había estado a punto de competir con Bath como balneario para la alta sociedad; las casas de huéspedes de Dowry Place, Dowry Square y Hotwells Road estaban llenas a rebosar de elegantes visitantes ataviados con costosas prendas, caballeros con peluca envueltos en chaquetas bordadas, caminando con delicados pasitos sobre altos tacones, del brazo de emperejiladas damas. Se celebraban bailes y saraos, fiestas y recepciones, conciertos y diversiones e incluso representaciones teatrales en el viejo teatro de Clifton de Wood Wells Lane. Durante algún tiempo, una imitación de Vauxhall Gardens había sido testigo de farsas, intrigas y escándalos; algunos novelistas habían situado a sus heroínas en los Hotwells y muchos médicos de la alta sociedad habían ensalzado las propiedades medicinales de sus aguas.

Pero, de pronto, la fascinación se rompió, demasiado lentamente para llamarla desintegración, pero demasiado rápida para llamarla putrefacción interna. La moda la hizo y la moda la deshizo. Los elegantes visitantes regresaron a Bath o a Cheltenham, y los Hotwells de Bristol se convirtieron sobre todo en una industria de exportación de agua de manantial embotellada.

Lo cual les parecía muy bien tanto a Richard como a William Henry pues ello significaba que, en el transcurso de sus paseos dominicales sólo veían a un puñado de visitantes en el horizonte. Mag les había preparado una comida fría que consistía en caldo de ave, pan, mantequilla, queso y unas cuantas manzanas tempranas que su hermano le había enviado desde su granja de Bedminster; Richard la llevaba sobre sus hombros en un macuto, donde descansaba al lado de una botella grande de cerveza suave. Encontraron un buen sitio detrás de la mole cuadrada de la Hotwells House que se levantaba en un saliente rocoso justo por encima de la señal de la pleamar, donde terminaba la garganta del Avon.

Era un lugar muy hermoso, pues St. Vincent's Rocks y las grietas de la garganta presentaban una extraordinaria variedad de colores rojos, ciruela, rosa, rojizos, grises y marfil, el río era de color azul acero y la abundancia de árboles ocultaba incluso las chimeneas de la fundición de latón del señor Codrington.

– ¿Sabes nadar, padre? -preguntó William Henry.

– No. Y es por eso por lo que estamos sentados aquí y no en la orilla del río -contestó Richard.

William Henry contempló el agua con expresión pensativa; la marea estaba subiendo y la corriente se rizaba y arremolinaba visiblemente.

– El agua se mueve como si estuviera viva.

– Se podría decir que lo está. Y tiene hambre, nunca lo olvides. Te aspiraría y te devoraría por entero, jamás volverías a ver la superficie. Por consiguiente, nada de bromas acerca de ella, ¿entendido?

– Sí, padre.

Tras haber comido, ambos se tumbaron sobre el césped, utilizando las chaquetas enrolladas como almohadas; Richard cerró los ojos.

– El Simp se ha ido -dijo repentinamente William Henry.

Su padre abrió un ojo y esbozó una sonrisa.

– ¿Es que nunca te puedes callar y estar quieto? -le preguntó.

– Casi nunca, y ahora, no. El Simp se ha ido.

El mensaje llegó a su destino.

– ¿Quieres decir que ya no te da clase? Bueno, acabas de empezar tu tercer curso en Colston. Era de esperar.

– ¡No, padre, quiero decir que se ha ido! Durante el verano, cuando nosotros estábamos de vacaciones. Johnny dice que estaba demasiado enfermo para seguir en la escuela. El director le preguntó al obispo si podía enviarlo a uno de los asilos, pero el obispo dijo que no estaban destinados a los enfermos sino a los in… in… no recuerdo la palabra.

– ¿Indigentes?

– ¡Eso, indigentes! Entonces lo llevaron en una silla de manos al St. Peter's Hospital. Johnny dice que lloraba como un desesperado.