– Yo también lloraría si me llevaran al St. Peter's -dijo Richard en tono compasivo-. Pobrecillo. ¿Por qué has esperado hasta ahora para decírmelo?
– Lo olvidé -contestó vagamente William Henry, rodó dos veces sobre el césped, hundió los talones en la hierba, lanzó un profundo suspiro, agitó las manos, volvió a rodar sobre el césped y empezó a escarbar alrededor de una prometedora piedra.
– Ya es hora de que nos vayamos, hijo. Reconozco las señales -dijo Richard. Se levantó, guardó las chaquetas en el macuto de soldado y se lo echó a los hombros-. ¿Quieres que subamos a Granny Hill y visitemos la gruta del señor Goldney?
– ¡Oh, sí, por favor! -exclamó William Henry, echando a correr.
Parecía que no tuvieran la menor preocupación, pensó el señor George Parfrey desde el saliente de la roca rodeado de arbustos en el cual se encontraba sentado por encima de ellos. Y lo más probable era que no la tuvieran. El muchacho era un alumno de pago; y, aunque no iban ostentosamente vestidos, el señor Parfrey había tomado buena nota del excelente tejido de las prendas, de la ausencia de zurcidos o arrugas en los dobladillos, del brillo de sus zapatos de hebillas de plata y del vago aire de independencia que los rodeaba.
Como es natural, lo sabía todo acerca del padre de Morgan Tertius; Colston era un lugar muy pequeño y en la sala de los maestros se diseccionaba con todo detalle a los alumnos de pago, pues, en una existencia tan precaria como la suya, apenas había otra cosa de que hablar. Era armero, estaba asociado con un judío y había ganado una pequeña fortuna con la guerra americana. No era frecuente que un muchacho fuera tan guapo como su hijo. Y, en los casos en que aparecía alguno, no era frecuente que fuera tan poco presumido y mimado. No obstante, el niño no era lo bastante mayor para comprender el provecho que le podía sacar a su belleza.
Debía de ser efecto de la influencia del padre. El parecido entre ambos era demasiado evidente para que no estuvieran íntimamente unidos y las probabilidades se inclinaban en favor del progenitor. Parfrey sostenía sobre las rodillas un cuaderno de dibujo en cuya primera página figuraba el dibujo que les había hecho mientras descansaban a la orilla del Avon. Un buen dibujo. El propio George Parfrey era un hombre muy apuesto y, cuando era más joven, su apostura le había hecho perder todas las esperanzas de labrarse un porvenir brillante en las casas de los ricos como maestro de dibujo y responsable de la limitada instrucción de las hijas de los ricos, pues ningún rico en su sano juicio habría contratado a un apuesto joven para que se inclinara por encima del hombro de su heredera y ésta acabara encaprichándose de él.
Aunque su corazón no había sufrido, echaba de menos al pobre Ned Simpson mucho más de lo que había imaginado; los demás maestros de Colston estaban demasiado bien emparejados como para pensar en la posibilidad de cambiar de afectos. Con la desaparición de Ned -había muerto poco después de su ingreso en el St. Peter's-, ya nadie lo necesitaba. Ni el director, ni el obispo, ni el reverendo Prichard aprobaban el amor griego, pues cada uno de ellos tenía una esposa como Dios manda y otras cosas más importantes en que pensar. Por consiguiente, las discretas relaciones que se entablaban dentro de los muros de Colston estaban llenas de tensiones de todo tipo. Maestros de escuela los había a medio penique la docena, por lo que al encargado de su elección le importaba un bledo que supieran enseñar o no. Los maestros se elegían por recomendación de un consejo, un comité eclesiástico, un eminente clérigo, un concejal o un miembro del Parlamento. Ninguno de los cuales habría aprobado la práctica de la homosexualidad, por discreta que ésta fuera. La ley de la oferta y la demanda. Los marineros se podían emborrachar como cubas, soltar maldiciones y enzarzarse en peleas y tirarse todos los traseros que les diera la gana entre Bristol y Wampoa y conservar intacta su fama de buenos trabajadores; a ningún armador le importaban las borracheras, las peleas o los traseros. Lo mismo se habría podido decir de los abogados o los contables. Mientras que maestros de escuela los había a medio penique la docena. Nada de borracheras, nada de peleas y -¡Dios nos libre!- nada de traseros. Y tanto menos en una escuela benéfica.
El señor Parfrey había pensado en irse a otro sitio, pero sabía que sus posibilidades de conseguirlo eran muy escasas. Su mundo era demasiado pequeño, demasiado cerrado. Su carrera terminaría en Colston, tras lo cual puede que el obispo accediera amablemente a acogerlo en una casa de caridad. Había cumplido cuarenta y cinco años, y en Colston se quedaría.
Así pues, se guardó el libro de dibujos en la cartera y abandonó a su suerte el saliente de roca que se proyectaba por encima del Avon, sin dejar de pensar en Morgan Tertius y en su padre. Era curioso que el padre compartiera la belleza del hijo, pero no tuviera su misma capacidad de inducir a la gente a volver la cabeza.
Ahora que William Henry había regresado a la escuela, Richard disponía de tiempo para cultivar amistades y prestar atención a una intrigante propuesta que le habían hecho. El primo James el farmacéutico insistía en que hiciera algo mejor con sus tres mil libras que limitarse a dejarlas en un banco de cuáqueros… ¡Inviértelas en los depósitos de tres por ciento o en lo que sea!, lo apremiaba el miembro más experto en negocios del clan Morgan.
Había conocido al señor Thomas Latimer la vez en que él y William Henry habían visitado el taller de Habitas. Los siete años que Habitas había dedicado a fabricar Brown Besses para Tower Arms le habían permitido ganar lo suficiente para retirarse a lo grande, pero nadie que amara su oficio tanto como Tomas Habitas habría sido capaz de retirarse voluntariamente. En su lugar, el armero insertó un anuncio en el Felix Fairley's Bristol Journal, diciendo que ahora estaba en disposición de fabricar armas deportivas y enseguida llegaron clientes que lo mantuvieron agradablemente ocupado. Tal como Habitas explicó tras las presentaciones de rigor, el señor Latimer era un artesano de otra clase: fabricaba bombas.
– En general, bombas manuales, pero los barcos se están pasando a las bombas de cadena y yo tengo un contrato del Almirantazgo para la fabricación de las cadenas propiamente dichas -dijo alegre-. La bomba manual o la bomba de varilla suerte tenían de poder achicar una tonelada de aguas de pantoque en una semana mientras que la bomba de cadena puede achicar una tonelada de agua de pantoque en sólo un minuto. Aparte del hecho de que su base es una sencilla estructura de madera que cualquier carpintero de ribera puede construir. Lo único que necesita para completarla es una cadena de latón.
Todo aquello era una novedad para Richard, el cual enseguida simpatizó con el señor Thomas Latimer. No era la imagen que uno se solía formar de un ingeniero, pues era bajito y rechoncho y se mostraba siempre sonriente… ¡el señor Latimer no tenía el entrecejo fruncido como Vulcano ni los tendones de un herrero!
– He comprado la fundición de latón de Wasborough en Narrow Wine Street -explicó- y lo digo simplemente porque contiene una de las tres bombas de incendios de Wasborough.
Richard sabía naturalmente lo que era una bomba de incendios, pero, en cuanto su hijo regresó a la escuela, pudo aprovechar el tiempo entre las siete y las dos para conocer algo más acerca de aquel fascinante mecanismo.
La bomba de incendios había sido inventada por Newcomen a principios de siglo; era el modelo que bombeaba el agua de las minas de Kingswood e impulsaba las ruedas hidráulicas del taller de cobre y latón de William Champion a orillas del Avon, cerca de las minas de carbón. Posteriormente James Watt inventó el condensador de vapor separado, que mejoró el rendimiento de la bomba de Newcomen, con lo cual Watt consiguió despertar el interés de Matthew Bolton, el magnate del hierro y el acero de Birmingham, por su idea. Watt se hizo socio de Bolton y ambos se hicieron con el monopolio de la fabricación de bombas de incendios gracias a toda una serie de juicios que impidieron que otros pudieran competir con ellos; ningún otro inventor podía incorporar a sus diseños el condensador separado de vapor de Watt, protegido por toda suerte de patentes.