Más adelante, Matthew Wasborough, un joven de veintitantos años, trabó amistad con otro joven bristoliano llamado Pickard. Wasborough inventó un sistema de poleas y un volante de motor, Pickard inventó el cigüeñal y estos tres conceptos juntos transformaron el movimiento recíproco de una bomba de incendios en un movimiento circular. Ahora, la fuerza motriz, en lugar de moverse hacia arriba y hacia abajo, giraba en círculo.
– Las ruedas hidráulicas dan vueltas y pueden hacer girar las maquinarias -explicó el señor Latimer mientras acompañaba al sudoroso Richard en un recorrido por un lugar lleno de hornos, chimeneas, tornos, prensas, vapores y ruidos-. Pero eso -añadió, señalándolo- puede hacer que la maquinaria gire por su cuenta.
Richard contempló una monstruosidad que resoplaba y resollaba en medio de toda una serie de tornos que giraban y convertían el latón en objetos útiles para la navegación; el hierro y los barcos no hacían buenas migas a causa del efecto corrosivo de la sal en el hierro.
– ¿Podríamos salir fuera? -preguntó Richard a gritos, al percibir que le silbaban los oídos.
– Cuando Wasborough combinó sus poleas y el volante con el cigüeñal de Pickard, quedó prácticamente eliminada la rueda hidráulica -prosiguió diciendo Latimer en cuanto ambos emergieron a la orilla del Froom un poco más río abajo del Weare, donde las lavanderas se reunían para lavar la ropa-. Es algo sensacional porque significa que una fábrica ya no tiene que estar forzosamente situada a la orilla de un río. Si el carbón es barato, tal como ocurre en Bristol, el vapor es mejor que el agua… siempre y cuando el motor sea de movimiento giratorio.
– Pues entonces, ¿cómo es posible que yo jamás haya oído hablar de Wasborough y de Pickard?
– Por culpa de James Watt que los denunció porque la bomba de incendios que éstos habían inventado contenía el condensador separado de vapor que él había patentado. Watt acusó también a Pickard de haberle robado la idea del cigüeñal, lo cual es completamente absurdo. La solución de Watt al problema del movimiento giratorio es la cremallera y el piñón -él lo llama «movimiento de sol y planeta»-, pero es tremendamente lento y complicado. En cuanto vio la patente del cigüeñal de Pickard, comprendió que era la respuesta adecuada y no pudo soportar que otros lo derrotaran.
– No tenía ni idea de que la ingeniería fuera tan despiadada. ¿Qué ocurrió?
– Bueno, después de toda una serie de contratiempos tras haber perdido el contrato gubernamental de un molino de harina en Deptford, Wasborough murió de pura desesperación -sólo tenía veintiocho años- y Pickard huyó a Connecticut. Pero yo he descubierto la manera de sortear la patente del condensador separado de vapor y tengo intención de fabricar el modelo de Wasborough-Pickard antes de que expiren las patentes y Watt se apropie de ellas.
– Cuesta creer que el hombre más brillante del mundo sea tan infame -dijo Richard.
– ¡James Watt -dijo Thomas Latimer con la cara muy seria- es un pequeño y tacaño hijo de puta escocés cuya máxima habilidad es su inmenso orgullo! Si algo existe, lo tiene que haber inventado Watt… si hubiera que darle crédito, Dios es su aprendiz y el Cielo es un baggis, el plato típico escocés a base de avena y asaduras de cordero. ¡Qué asco!
Richard contempló las perezosas aguas del Froom y observó la gran cantidad de pecios que contenía. Ideal para bloquear los cubos de una rueda hidráulica, pensó.
– Comprendo las ventajas del vapor en comparación con el agua -dijo-. No podemos seguir instalando industrias que precisen de energía hidráulica en mitad de las ciudades. Las bombas de incendios con movimiento giratorio son el camino del futuro, señor Latimer.
– Llámame Tom. ¡Piénsalo, Richard! Wasborough soñaba con incorporar una de sus bombas de incendios a un barco de tal forma que se pudiera seguir un rumbo tan recto como una flecha sin necesidad de tener en cuenta el estado de la mar o de las corrientes o las viradas y las bordadas en busca de un viento favorable. Su aparato de vapor haría girar las hélices de una rueda hidráulica modificada a ambos lados del barco y lo impulsaría hacia delante. ¡Maravilloso!
– Realmente maravilloso, Tom.
Cuando regresó a casa, Richard expresó aquel mismo sentimiento ante un público integrado por su padre y el primo James el farmacéutico.
– Latimer está buscando inversores -les dijo- y yo estoy pensando aportar mis tres mil libras a este proyecto.
– Perderás el dinero -le dijo severamente Dick.
El primo James el farmacéutico no estaba de acuerdo.
– La noticia de las intenciones de Latimer ha despertado mucho interés, Richard, y las credenciales de este hombre son excelentes, aunque sea un recién llegado en Bristol. Yo mismo pienso invertir mil libras en su proyecto.
– En tal caso, los dos estáis locos -sentenció Dick, negándose a rectificar.
Con la cabeza inclinada sobre los libros, William Henry estaba sentado junto a la antigua mesa del señor James Thistlethwaite, haciendo los deberes; había pasado de la pizarra a la pluma y el papel y su meticulosa paciencia tan parecida a la de Richard le permitía disfrutar escribiendo con una impecable caligrafía, sin las manchas y los borrones que eran la cruz de la vida de casi todos los muchachos.
Ganaré el suficiente dinero para darle a William Henry unos estudios que lleguen hasta el nivel de Oxford. No entrará a los doce años en la botica de un farmacéutico o el despacho de un abogado -¡o el taller de un armero!- para trabajar durante siete años como esclavo no pagado. Yo tuve suerte con Habitas, pero ¿cuántos jóvenes aprendices pueden decir que tienen un buen amo? No, no quiero este destino para mi único hijo. Desde Colston tendrá que ir a la escuela secundaria de Bristol y desde allí, a Oxford. O a Cambridge. Le gusta mucho estudiar y observo que, tal como me ocurre a mí, no le supone ningún esfuerzo tener que leer un libro. Le encanta aprender.
Peg estaba allí con Mag, ambas ocupadas en dar los últimos toques a la cena mientras Richard iba y venía entre las mesas ocupadas, recogiendo jarras vacías y sirviendo otras llenas.
El ambiente estaba más animado que antes y, al final, parecía que Peg se estaba recuperando. De vez en cuando, conseguía esbozar una sonrisa, no revoloteaba ansiosa alrededor de William Henry y, a veces, en la cama, se volvía voluntariamente hacia Richard para ofrecerle un poco de amor. Pero no como el de antes, eso, no. Eso era un sueño y los sueños de Richard se estaban muriendo. Sólo los jóvenes pueden superar las montañas de la mente, pensó Richard. A los treinta y cinco años, ya no soy joven. Mi hijo tiene nueve años y yo le estoy traspasando los sueños.
Junto con otros doce hombres, Richard firmó la entrega de su dinero al señor Thomas Latimer con el propósito expreso de que éste desarrollara una nueva clase de bomba de incendios; ninguno de los inversores, entre los cuales figuraba el primo James el farmacéutico, tenía intereses en la fundición de latón, que se dedicaba a la fabricación de las planas cadenas con eslabones de gancho destinadas a las nuevas bombas de pantoque encargadas por el Almirantazgo.
– Cerraré por Navidad -le dijo el señor Thomas Latimer a Richard (el cual estaba tan entusiasmado que visitaba la fábrica de Wasborough casi todos los días), la víspera de aquella brumosa, melancólica y grisácea estación.
– ¡Qué extraño! -fue el comentario de Richard.
– ¡Bueno, pero es que los obreros no cobrarán! He observado que las cosas no se hacen bien por Navidad. Demasiado ron. Aunque no sé qué pueden celebrar estos pobres desgraciados -añadió Latimer, lanzando un suspiro-. Los tiempos no han mejorado a pesar del nombramiento del joven William Pitt como canciller del tesoro público.