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– ¿Y cómo quieres que mejoren los tiempos, Tom? La única manera que tiene Pitt para pagar las deudas de la guerra americana consiste en aumentar los impuestos ya existentes y crear otros nuevos. -Richard esbozó una taimada sonrisa-. Claro que, si les pagaras las vacaciones a los obreros, éstos podrían celebrar unas Navidades mucho más felices.

La jovialidad del señor Latimer no sufrió menoscabo.

– ¡No lo podría hacer! Si lo hiciera, todos los amos de Bristol votarían en contra mía para expulsarme de la asociación.

Sin embargo, para Richard fue muy agradable poder pasar más tiempo en el Cooper's Arms durante el período navideño, pues Wil liam Henry no tenía clase y la taberna estaba llena de juerguistas y aficionados a la cerveza con especias. Mag y Peg habían preparado unas deliciosas morcillas con acompañamiento de salsa de brandy y una pierna de venado asada al espetón, y Dick había elaborado su bebida festiva a base de vino caliente con azúcar y especias. Richard sacó sus regalos: un segundo gato gris atigrado para Dick, para servir ginebra; sendos paraguas de seda verde para Peg y Mag; y, para William Henry, un paquete de libros, una resma del mejor papel de escribir y una estupenda pelota de corcho cubierta de cuero y nada menos que seis lapiceros hechos con el mejor grafito de Cumberland.

Dick estuvo muy contento con su gato para la ginebra, y Peg y Mag estaban extasiadas.

– ¡Qué extravagancia! -gritó Mag, abriendo su paraguas para admirar bajo la luz de la lámpara su fino tejido de color jade-. ¡Oh, Peg, qué elegantes estaremos! ¡Dejaremos en la sombra incluso a la prima Ann! -Hizo una pirueta y cerró a toda prisa el paraguas-. ¡William Henry, no te atrevas a arrojar la pelota aquí dentro!

Como es natural, la pelota fue el mejor regalo para William Henry, aunque los lapiceros también fueron muy de su agrado.

– Papá, me tendrás que enseñar a sacarles punta. Quiero que me duren el mayor tiempo posible -dijo con una radiante sonrisa de felicidad-. ¡Oh, cómo los admirará el señor Parfrey! Él no tiene lapicero.

El señor Parfrey era el maestro al que más apreciaba William Henry, todo el mundo lo sabía; William les había estado ensalzando sus virtudes desde que se iniciaran las clases de latín a principios de octubre.

Estaba claro que era un maestro que sabía enseñar, pues había despertado el interés de William Henry en su primer día de clase, y William Henry no había sido el único. Hasta Johnny Monkton lo consideraba un maestro de primera.

– Que admire tus lapiceros pero que no se quede con ellos -apuntó Richard, doblando la mano de William Henry alrededor de un paquetito-. Toma, esto es un regalo para Johnny. Lástima que el director se empeñara en que todos los internos se quedaran en la escuela por Navidad. Habría sido bonito tenerle aquí entre nosotros. De todos modos, tendrá un regalo.

– Son unos lapiceros -dijo William Henry de inmediato.

– Pues sí, son unos lapiceros.

Peg aprovechó el momento para abrazar a William Henry y estampar un beso en su despejada y marfileña frente. Como si comprendiera que bien podía hacerle a su madre aquel regalo, William Henry soportó el abrazo e incluso le devolvió el beso.

– ¿Verdad que padre es el mejor padre del mundo? -le preguntó a su madre.

– Sí -contestó Peg, esperando en vano a que su hijo le dijera que ella era la mejor madre.

Un año atrás la indiferencia de su hijo, combinada con un comentario como aquél, habría provocado un arrebato de cólera contra Richard, pero Peg ya había aprendido que el hecho de odiar a Richard no servía de nada. Por consiguiente, era mejor seguirle la corriente y complacerlo. Su hijo lo adoraba. ¿Qué más podía esperar una mujer? Ambos eran hombres y se compenetraban.

Cuando empezó el nuevo año de 1784, Richard subió a pie a Narrow Wine Street para visitar al señor Latimer en la fundición de Wasborough.

Lo que se veía desde Narrow Wine Street era una estructura semejante a un establo, hecha de bloques de piedra caliza tan oscurecidos por el humo de sus chimeneas que eran casi de color negro; a lo largo de la fachada había toda una serie de grandes puertas de madera, que siempre permanecían abiertas para mostrar la actividad de su interior y también para que se escaparan en parte el calor y el ruido.

¡Qué extraño! Todas las puertas estaban cerradas. Unas largas vacaciones para los pobres obreros de Latimer que no cobraban desde la víspera de Navidad. Richard probó a abrir cada una de las puertas: cerradas. Fue entonces, por la parte de atrás. Utilizó un callejón para llegar a la parte del edificio que miraba al río Froom y allí encontró una puerta abierta. El silencio lo saludó al entrar; los hornos estaban apagados, los hogares vacíos y la olvidada bomba de incendios permanecía tristemente inmóvil entre sus tornos parados.

Al salir, se acercó a la orilla del Froom que bajaba muy lleno y presentaba un color tan gris y helado como el del cielo.

– ¡Richard, Richard!

Se volvió y vio al primo James el farmacéutico, saliendo de la calleja. Se estaba retorciendo las manos.

– Dick me dijo que estabas aquí… ¡oh, Richard, es terrible!

Algo en él ya lo sabía, pero, aun así, lo preguntó.

– ¿Qué es terrible, primo James?

– ¡Latimer! ¡Ha desaparecido! ¡Se ha fugado con todo nuestro dinero!

En la orilla del río había un amarradero de roble probablemente tan antiguo como los de la época romana en Inglaterra; Richard se apoyó en él y cerró los ojos.

– Entonces este hombre es un idiota. Lo atraparán.

En respuesta a sus palabras, el primo James el farmacéutico se echó a llorar.

– Primo James, primo James, eso no es el fin del mundo -dijo Richard, rodeándole los hombros con su brazo mientras lo acompañaba a una tabla formada por desperdicios de la fundición, donde ambos pudieran sentarse-. Vamos, no llores así.

– ¡Tengo que llorar! ¡La culpa fue mía! Si yo no te hubiera animado a invertir, tu dinero aún estaría a salvo. Puedo permitirme el lujo de pagar por mi estupidez, pero… ¡oh, Richard, no es justo que tú lo pierdas todo!

Sin ser consciente de otro dolor que no fuera el que le causaba la preocupación por el estado de aquel hombre al que tanto apreciaba, Richard contempló el Froom sin verlo. Aquello no era como perder a la pequeña Mary, no era ni siquiera una millonésima parte más importante. El dinero era una cosa exterior.

– Yo tengo voluntad propia, primo James, y tú deberías conocerme lo bastante para saber que nadie me puede llevar a donde no quiero ir. Vamos, sécate las lágrimas y cuéntamelo todo -dijo Richard, ofreciéndole el trapo que solía utilizar para sonarse la nariz.

El primo James el farmacéutico se sacó del bolsillo un pañuelo como Dios manda, se enjugó los ojos y se fue calmando poco a poco.

– Ya no volveremos a ver nuestro dinero, Richard -dijo-. Latimer se lo ha llevado y ha huido a Connecticut, donde él y Pickard tienen intención de dedicarse a la fabricación de bombas de incendios. Desde la guerra americana, las patentes de Watt ya no tienen validez allí.

– ¡Qué listo ha sido el señor Latimer! -dijo Richard, admirado-. ¿No podríamos nosotros quedarnos con la fundición de Wasborough y recuperar el dinero, fabricando cadenas para el Almirantazgo?

– Me temo que no. Latimer no es el propietario de la fundición de Wasborough. Su suegro es un próspero fabricante de queso de Gloucester y la compró como dote para su hija. El padre de su mujer es también el propietario de la casa de Dove Street.

– Pues entonces, vámonos a casa, al Cooper's Arms. Te vendrá bien una jarra de ron de Cave, primo James.

En honor de Dick, cabe señalar que éste no dijo ni una sola palabra y tanto menos «Ya te lo dije». Sus ojos pasaron del sereno rostro de Richard al desolado rostro del primo James el farmacéutico, pero se guardó mucho de decir lo que pensaba.