– Sólo hay una consecuencia significativa -comentó Richard más tarde- y es que ya no tengo dinero para darle educación a William Henry.
– ¿No estás enojado? -le preguntó Dick, frunciendo el entrecejo.
– No, padre. Si el destino que me ha tocado en suerte es perder dinero, me alegro de que así sea. ¿Y si hubiera sido perder a Peg? -De pronto, contuvo la respiración-. ¿O perder a William Henry?
– Sí, ya comprendo. Lo comprendo muy bien. -Dick alargó la mano sobre la mesa y apretó con fuerza el brazo de su hijo-. En cuanto a la educación de William Henry, tendremos que rezar para que ocurra algo. Podrá terminar sus estudios en Colston, tengo guardado dinero suficiente. Por consiguiente, disponemos de tres años para empezar a preocuparnos.
– Y, entre tanto, yo tengo que buscarme trabajo. El Cooper's Arms no es lo bastante próspero para mantener a mi familia y a la tuya. -Richard apartó la mano de Dick de su brazo y se la acercó a la mejilla-. Muchas gracias, padre.
– ¡Vamos, por Dios! -la exclamación de Dick sirvió para disimular la turbación que le había producido aquella muestra de afecto tan poco viril-. ¡Ahora acabo de recordarlo! El viejo Tom Cave necesita a un hombre en su destilería. Alguien que sepa hacer soldaduras de todo tipo, incluidas las de latón. Ve a verle, Richard. Puede que no sea la respuesta a tus plegarias, pero cobrarás una libra a la semana y te será útil hasta que encuentres otra cosa mejor.
Ser propietario de una destilería de ron en Bristol era algo así como disponer de una licencia para acuñar moneda; por muy duros que fueran los tiempos y por muchas que fueran las personas sin trabajo, el consumo de ron jamás bajaba, al igual que ocurría con su precio. El ron no sólo era la bebida preferida de Bristol, sino también la que cargaban a bordo todos los barcos para asegurarse de que los marineros descontentos no se amotinaran. Con tal de que tuvieran su ración de ron, los marineros se comían galletas de barco medio podridas y cecina tan pasada que quedaba reducida a nada cuando la hervían… y estaban dispuestos a soportar los azotes que les propinaban.
La destilería del señor Cave estaba construida como una fortaleza. Ocupaba casi toda una manzana de Redcliff Street cerca de las rebalsas de Redcliff, donde recibía los envíos de azúcar procedentes de las Indias Occidentales y cargaba los distintos tamaños de toneles en unas gabarras en cuanto se pagaba el pedido. Sus bodegas eran inmensas e inexpugnables y, como casi todas las bodegas de Bristol, estaban excavadas bajo el terreno público que constituía una calle. En realidad, Bristol era una ciudad hueca tan excavada que no se permitía la circulación de ningún vehículo de ruedas dentro de sus confines; todo el transporte de mercancías se llevaba a cabo por medio de unos trineos llamados geehoes, es decir, «arre, caballo», porque sus patines distribuían la carga de manera más uniforme que las ruedas y sobre una zona más amplia.
Los alambiques se encontraban en una espaciosa sala de la planta baja que prácticamente carecía de forma, iluminada en buena parte por el resplandor de los hornos encendidos. El efecto era el de un cobrizo bosque de redondos troncos de árbol plantados en un suelo de ladrillos refractarios, y con un follaje constituido por unos barriles de madera de roble en forma de conos con la punta cercenada. Se aspiraba en el aire el olor del humo de carbón, la mezcla fermentada de melazas, el zumo de la caña de azúcar y el embriagador aroma de los vapores del ron. Richard lo aborrecía; el pestazo del ron día tras día no lo inducía a abandonar la jarra de cerveza en favor de otra del mejor ron de Cave.
El propio Cave raras veces aparecía por la destilería; el capataz William Thorne imperaba como soberano indiscutible. Tan servil con Cave como cruel con sus subordinados, Thorne era, en opinión de Richard, un sujeto propio de un barco negrero como el Alexander que acababa de regresar a su antiguo oficio. Le encantaba azotar a los aprendices con un trozo de cuerda y se complacía en hacerles la vida lo más desdichada posible al mayor número de empleados de Cave que podía. No obstante, cabe decir que, tras haberle dirigido una mirada de tanteo a Richard, decidió dejarlo tranquilo y se conformó con darle toda una serie de lacónicas instrucciones.
– Y no te acerques a la parte de atrás de la sala -terminó diciendo Thorne-. Allí no hay nada que sea de tu incumbencia y no me gustan los mirones. Es mi reino y te agradeceré que hagas lo que te he dicho.
Así pues, Richard se mantuvo apartado de la parte de atrás de la sala, más para tener la fiesta en paz que porque Thorne lo intimidara. Los alambiques eran de cobre, al igual que los tubos que se retorcían, enroscaban y curvaban en distintas direcciones; las numerosas válvulas, espitas y juntas eran de latón. Por consiguiente, era de todo punto necesario que hubiera alguien capaz de detectar las deficiencias antes de que se produjeran fugas y que supiera resolver dichas deficiencias sin que se interrumpiera el funcionamiento de los alambiques. Éstos estaban unidos de dos en dos y siempre había un par de ellos que se mantenía cerrado para que se pudieran efectuar reparaciones importantes en el metal; dicha tarea también correspondía a Richard. Una tarea que le producía un aburrimiento mortal y que, sin embargo, era tan constante que le obligaba a tener mucho cuidado y le exigía una atención permanente.
Durante su primer día de trabajo, tuvo ocasión de conocer la peor palabra del vocabulario de Thorne: impuesto sobre el consumo.
El Gobierno de su majestad británica siempre había gravado las bebidas alcohólicas importadas del extranjero; eran los llamados aranceles, y el contrabando (muy practicado en las costas de Cornualles, Devon y Dorset) se podía castigar con la muerte y la horca. Pero, más adelante, el Gobierno se percató de que se podía ganar más dinero gravando con impuestos las bebidas alcohólicas hechas en el interior de Inglaterra; eran los llamados impuestos sobre el consumo. La ginebra y el ron se tenían que fabricar en lugares autorizados, rigurosamente inspeccionados por el tasador del impuesto sobre el consumo, pues se tenía que pagar por cada gota de bebida alcohólica que una destilería extraía de sus cubas de mezcla fermentada.
– Todo eso -dijo Richard al término de su primera semana de trabajo- para que los barcos puedan surcar los mares sin motines y la gente de tierra se olvide de sus problemas. Qué gran milagro es la mente del hombre, capaz de gastar tanta inteligencia en la producción de estupidez.
– Richard -dijo Dick, exasperado-, juro que, en el fondo, eres un cuáquero. ¡Nosotros nos ganamos la vida con las bebidas alcohólicas!
– Lo sé, padre, pero yo soy libre de pensar lo que quiera y creo que los gobiernos quieren que bebamos para sacarnos más dinero.
– ¡Me gustaría que te oyera James Thistlethwaite! -replicó Dick.
– Lo sé, lo sé, desmontaría mi argumento en un santiamén -dijo Richard sonriendo-. ¡Tranquilízate, padre! Era una broma.
– ¡Peg, a ver si metes en cintura a este marido tuyo! -dijo Dick.
Ella se volvió con una sonrisa tan radiante en los labios que Richard se quedó pasmado… ¡ya estaba mucho mejor! ¿Eso era lo único que hacía falta, la retirada permanente de la amenaza de verse obligada a trasladarse a vivir a Clifton? Ahora que la continuada residencia en el Cooper's Arms estaba asegurada debido a que Richard había perdido todo su dinero, Peg se sentía sincera y felizmente a salvo.
Peg dejó caer al suelo la jarra que sostenía en la mano y, soltando un gruñido, se inclinó rápidamente para recogerla. De repente, un agudo grito de dolor rasgó el aire, haciendo que a todos los presentes en la taberna se les pusieran los pelos de punta; Peg se incorporó, se llevó ambas manos a la cabeza y se desplomó, formando un montón en el suelo. Tantas personas se congregaron a su alrededor que Dick tuvo que abrirse camino a empujones entre ellas antes de poder arrodillarse al lado de Richard, el cual sostenía la cabeza de Peg sobre su regazo. Mag se arrodilló al otro lado junto con William Henry, quien alargó la mano para tomar la de su madre.