– Es inútil, Richard. Ha muerto.
– ¡No! ¡No, no puede estar muerta! -Richard le tomó la otra mano y la frotó para calentársela-. ¡Peg! ¡Peg, amor mío! ¡Despierta! ¡Despierta, Peg!
Pero Peg yacía tan exánime que ningún pellizco o alfilerazo la podía despertar.
– Ha sido un ataque -dijo el primo James el farmacéutico, avisado a toda prisa.
– ¡Imposible! -gritó Richard-. ¡Es demasiado joven!
– Los jóvenes pueden sufrir ataques y siempre son de esta clase… un repentino grito de dolor, pérdida del conocimiento y muerte.
– No puede estar muerta -dijo Richard con obstinación. ¿Cómo podía Peg estar muerta? Era parte de sí mismo-. No, no puede estar muerta.
– Créeme, Richard, ha muerto. No se observa la menor señal de vida. Le he acercado un espejo a la boca y no se ha empañado. Le he acercado el cono de madera al pecho y no se oyen los latidos del corazón. No se le ven los iris de los ojos -dijo el primo James el farmacéutico-. Acepta la voluntad de Dios, Richard. Llevémosla al piso de arriba y yo la amortajaré.
Así lo hizo con la ayuda de Mag, lavándola, ataviándola con su vestido del domingo de batista color de rosa bordada con ojetes, aplicándole carmín en los labios y las mejillas, rizándole el cabello y recogiéndoselo hacia arriba según la moda más reciente y calzando con sus mejores zapatos de tacón sus pies cubiertos con medias. Después le cruzaron las manos sobre el pecho, pues ya le habían cerrado los ojos al principio; daba la impresión de estar serenamente dormida y aparentaba apenas veinte años.
Richard se sentó a su lado y William Henry lo hizo al lado de su padre, de tal manera que no le podía ver la cara. De habérsela visto, se le habría partido el corazón de pena, lo cual no habría sido beneficioso para ninguno de los dos. La habitación estaba iluminada con lámparas y velas que no se podrían apagar hasta que la depositaran en el ataúd y la condujeran en el trineo fúnebre a la iglesia de St. James para el funeral que se celebraría dos días después. Había sido, a falta de una descripción mejor, una muerte natural. Acudiría toda la familia de cerca y de lejos para rendirle tributo, besarle la boca que todavía se podía besar, dar el pésame al viudo y bajar después a la taberna para tomar un refrigerio. No pensaban celebrar algo tan horripilante y estrafalario como un velatorio; en el Bristol protestante, se hacía frente a la muerte con sobriedad y austeridad.
Richard se pasaba largas horas del día y de la noche sentado en compañía de distintos miembros de la familia Morgan; por una vez, no se oían ronquidos a través del endeble tabique. Sólo amortiguados sollozos, murmullos de consuelo, suspiros. Nadie durmió excepto William Henry, el cual acabó sumiéndose en una agitada modorra tras haberse pasado varias horas llorando sin cesar. Richard se sentía entumecido, pero, bajo las capas de dolor y sufrimiento que iban aflorando a la superficie, se horrorizó al descubrir un poso de amargo resentimiento: si te ibas a morir, Peg, ¿por qué no lo hiciste antes de que yo invirtiera el dinero? Entonces me habría podido llevar a William Henry a vivir a Clifton y me habría librado del pestazo del ron. Y habría podido ser independiente.
En el transcurso de la segunda noche y en las primeras y frías horas del amanecer, William Henry se presentó descalzo y en camisa de dormir para sentarse al lado de Richard. Habían mantenido la estancia todo lo fría que permitían las lámparas y las velas, por cuyo motivo el aspecto de la inmóvil figura que yacía en la cama era tan bello y sereno como el que tenía recién amortajada. Richard se levantó para ir en busca de una gruesa manta y un par de medias, envolvió a su hijo con lo uno y se puso lo otro en los pies.
– Parece tan feliz -dijo William Henry, enjugándose las lágrimas.
– Se sentía muy feliz en el momento en que murió -dijo Richard, con los ojos secos y la garganta controlada-. Estaba sonriendo, William Henry.
– Pues entonces, tengo que intentar ser feliz por ella, padre, ¿no te parece?
– Sí, hijo mío. No hay nada que temer en una muerte tan dichosa e inesperada. Tu madre se ha ido al cielo.
– ¡La echo de menos, padre!
– Yo también. Es natural. Siempre ha estado aquí. Ahora tenemos que acostumbrarnos a vivir sin ella y eso será muy duro. Pero no olvides jamás que se la ve feliz. Como si nada desagradable le hubiera ocurrido. Porque nada desagradable le ha ocurrido, William Henry.
– Y todavía me quedas tú, padre. -La forma envuelta en la manta se acercó un poco más; William Henry apoyó la rizada cabeza en el brazo de su padre y empezó a hipar-. Todavía me quedas tú. No soy un huérfano.
A la mañana siguiente, el primo James el clérigo enterró a Margaret Morgan, nacida en 1750, amada esposa de Richard Henry y madre de William Henry, al lado de su hija Mary. Como estaban a finales de enero, no había flores, sólo ramas de plantas de hoja perenne. Richard no lloró y William Henry había llorado tanto que parecía aceptar lo ocurrido. Sólo Mag sollozó, tanto por su sobrina como por su nuera. El Señor da y el Señor quita. Así es la vida.
La muerte de su madre hizo que William Henry se aproximara a su padre, pero su padre estaba atado a un trabajo durante seis días de la semana, desde el amanecer hasta el ocaso, por lo que sólo podía dedicar a su hijo los domingos y algunos minutos antes de irse a dormir. La destilería no era una armería y Thomas Cave no era Tomas Habitas. Las condiciones especiales de trabajo estaban exclusivamente reservadas a William Thorne, el cual desaparecía impunemente a veces durante varias horas seguidas y después regresaba con aire de suficiencia. Richard observó que, cada vez que Thorne se ausentaba, Cave estaba presente y esperaba ansiosamente su regreso… aunque no con enojo. Más bien con ansiosa inquietud. Desconcertante. Si Richard no hubiera estado tan preocupado con sus propias inquietudes y pesadumbres, no cabe duda de que habría visto otras cosas y habría llegado a ciertas conclusiones, pero el trabajo constituía para él un alivio siempre y cuando se enfrascara en él en cuerpo y alma.
La destilería recibía ocasionalmente a algunos visitantes, el principal de los cuales era el tasador del impuesto sobre el consumo. William Thorne siempre acompañaba personalmente al funcionario en su gira de inspección y no quería que hubiera otros observadores.
Había otro habitual visitante que, al parecer, no tenía otra razón para acudir a la destilería más que su amistad con William Thorne; una extraña relación entre dos hombres que no parecían tener muchas cosas en común. John Trevillian Ceely Trevillian era rico, fatuo y sumamente estúpido. Sus pelucas eran blancas como la nieve, estaban empolvadas con polvo de almidón y sólo se las anudaba con cintas de terciopelo negro. Su vacuo rostro iba cubierto de afeites y lunares artificiales; lucía chaquetas de terciopelo bordado y preciosos chalecos, y sus tacones eran tan altos que lo obligaban a caminar a pasitos con la ayuda de un bastón de ámbar opaco; su perfume era tan fuerte que se imponía incluso al olor del ron.
Como es natural, Thorne no hizo ningún tipo de presentación la primera vez que el señor Trevillian efectuó una visita tras haberse incorporado Richard a la destilería de Cave, pero Ceely, tal como lo llamaba Thorne, se detuvo delante del nuevo obrero y lo miró con semblante complacido. Al parecer, le encantaban sus musculosos brazos desnudos, pensó tristemente Richard cuando el señor Trevillian, tras haberle estudiado con todo detenimiento, se alejó en pos de Thorne. Bien sabía él quién era John Trevillian Ceely Trevillian: el hijo mayor del señor Maurice Trevillian y su esposa, domiciliados en Park Street, la misma acaudalada pareja que había sido atracada en la misma puerta de su residencia. Una familia originaria de Cornualles con grandes intereses en el comercio de Bristol, emparentada directamente con un antiquísimo clan de mercaderes de Londres llamado Ceely cuyos orígenes se remontaban al siglo XII. Aquel Ceely, todo Bristol lo sabía, era un soltero de dudosos gustos sexuales, estúpido, frivolo y holgazán, totalmente eclipsado por su hermano menor.