Las posteriores visitas del señor Trevillian indujeron a Richard a poner en tela de juicio las opiniones de Bristol; aquellos necios, melifluos y estúpidos modales ocultaban un cerebro astuto e inteligente. Tenía grandes conocimientos acerca del arte de la destilación y de los negocios. La estratagema de la estupidez resultaba extremadamente eficaz: mientras el señor Trevillian paseaba por la sede de la Bolsa con pinta de imbécil, los que se encontraban cerca de él no se molestaban en bajar la voz cuando hablaban de los negocios que se estaban preparando. Y puede que, como consecuencia de ello, lo perdieran todo en favor del señor Trevillian.
Para redondear el asunto del señor Ceely Trevillian, éste apareció en abril del bracete del señor Thomas Cave. ¡Ah!, pensó Richard. Ceely tiene intereses económicos en este negocio… debe de tenerlos, pues no hay más que ver cómo lo halaga Cave y el servilismo con que lo trata. Sin embargo, Ceely no figuraba en los registros; de otro modo, Dick se lo habría dicho. Debía de ser un socio comanditario que sólo aportaba capital cuando hacía falta y, por consiguiente, no pagaba impuestos.
Richard se las arreglaba como podía, pero estaba furioso por el poco tiempo que podía dedicar a William Henry. Los domingos eran infinitamente importantes para él. De vez en cuando, Richard variaba la ruta de sus paseos para que William Henry pudiera conocer todos los barrios de Bristol, pero su destino preferido seguía siendo Clifton, donde la casita que había estado a punto de comprar parecía burlarse de él. Si por él hubiera sido, puede que hubiera elegido otro sitio, pero a William Henry le encantaba aquel lugar.
– Ayer el señor Parfrey nos contó otro -dijo William Henry, caminando a su lado.
Ahogando un suspiro, Richard se resignó a escuchar una nueva alabanza de aquel dechado de perfecciones que conseguía convertir el aburrido latín en un juego de chascarrillos y ejercicios de memoria. El nivel del latín de William Henry era mucho más avanzado que el que tenía Richard a la misma edad.
– ¿Cuál? -le preguntó pacientemente a su hijo.
– Caesar adsum iam forter… César se tomó un poco de mermelada con el té. [3]
– ¿Me lo podrías traducir?
– «Resultó que, casualmente, César estaba muy cerca.»
– ¡Muy bueno! Tiene mucha gracia el tal señor Parfrey.
– Pues sí, es muy divertido, padre. Nos hace reír mucho, pero el director y el reverendo Prichard no lo aprueban. No creo que les guste demasiado que el señor Parfrey jamás use la palmeta.
– Me sorprende que Parfrey haya logrado sobrevivir en Colston -dijo secamente Richard.
– Es que todos somos muy buenos en latín -explicó William Henry-. ¡No tenemos más remedio que serlo! De lo contrario, el señor Parfrey tendría problemas con el director. ¡No sabes cuánto me gusta, padre! Siempre sonríe.
– En tal caso, William Henry, tienes mucha suerte.
A finales de mayo, todas las piezas del rompecabezas de la destilería de Cave empezaron a encajar.
William Thorne había desaparecido una vez más y los acólitos que cuidaban de los alambiques también se habían largado, estos últimos como unos ratones tras un trozo de queso, temblando de inquietud, pero firmemente decididos a comerse el premio. En el caso de los empleados del señor Cave, el premio era el ron. No el ron de primera calidad que iba a parar a las barricas de conservación y sólo podía mezclar el propio señor Cave, sino el más basto de la segunda destilación; nadie se percataría de que una exigua cantidad se había desviado antes de llegar a la segunda cuba.
Sin necesidad de ron ni de compañía, Richard seguía con su trabajo. La espaciosa sala tenía tantos rincones, recovecos y escondrijos que resultaba muy difícil saber qué forma tenía, sobre todo, la parte de atrás, a la que Richard tenía expresamente prohibida la entrada. Y no habría entrado de no haber oído el inconfundible silbido de un líquido que se escapa a toda presión. Un minucioso examen de las distintas hileras de pares de alambiques y de su complicada red de tubos no le permitió descubrir ninguna anomalía, pero, cuando ya se estaba acercando al último par de alambiques de la hilera del fondo, comprendió que el ruido procedía de algún lugar de la parte de atrás. Así pues, se encaramó a los ladrillos del horno cuyo calor resultaba muy molesto y se introdujo entre los alambiques de la derecha y la izquierda, agachando la cabeza para no rozar las cubas receptoras.
Fue entonces cuando observó la presencia de unos tubos que no hubieran tenido que estar allí, y en ese momento contrajo los músculos. Permaneció inmóvil por espacio de un minuto para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y después miró hacia arriba y vio varios tubos ocultos detrás de unos festones de telarañas y algo que, a primera vista, habría podido pasar por unos trozos sueltos del revestimiento de cáñamo. Cada uno de los tubos salía de una cuba receptora que contenía el destilado final, no simplemente en su parte inferior sino hasta un nivel muy alto… tan alto, de hecho, que habría dado lugar a que se derramara el líquido de la cuba en caso de que éste hubiera alcanzado el nivel de la espita. Los inesperados tubos no disponían de ninguna válvula; una vez el contenido de la cuba alcanzaba el nivel de la espita, el líquido se derramaba en medio de las sombras de la parte de atrás de la sala.
Allí, ocultos detrás de un falso tabique, había dos hileras de toneles de cincuenta galones de capacidad. Frunciendo los labios en un silencioso silbido, Richard calculó la cantidad de ron libre de impuestos sobre el consumo que salía diariamente de allí. ¡No era de extrañar que William Thorne se encargara siempre de vaciar el último destilado de la cuba receptora! Sólo un hábil destilador con experiencia en otras destilerías se habría extrañado de la lentitud de los aparatos del señor Cave, y en el 137 de Redcliff Street no había ninguno. Excepto William Thorne. Y Thomas Cave. ¿Estaría metido también en el chanchullo?
Mientras saltaba a la parte superior del horno, Richard descubrió el origen del silbido: el alambique de la derecha estaba soltando un fino chorro de líquido hacia atrás a través de un agujero de su gastada piel de cobre. Mientras se agachaba para obturarlo, entró Thorne.
– ¡Oye, tú! ¿Qué estás haciendo aquí arriba? -le preguntó, mirándolo con expresión ceñuda.
– Mi trabajo -contestó tranquilamente Richard-. Me temo que provisional. Creo que muy pronto tendrán que sustituir este par de alambiques por otros nuevos.
– ¡Maldita sea! Siempre le digo a Tom que invierta parte de sus beneficios en la compra de nuevos alambiques, pero él siempre encuentra excusas para no hacerlo.
Thorne se alejó un poco más tranquilo y empezó a llamar a voces a sus acólitos, los cuales no habían sido lo bastante rápidos; el gato había regresado antes de lo previsto.
Aquella noche cuando regresó al Cooper's Arms, Richard no le comentó su descubrimiento a Dick. Tiempo tendría cuando averiguara algo más… cuando averiguara, por ejemplo, cuántos estaban implicados en aquel enorme fraude del impuesto sobre el consumo. Thorne con toda seguridad. Cave puede que también. ¿Y qué decir de John Trevillian Ceely Trevillian? ¿Qué razón podía tener un holgazán de alta cuna como Ceely para frecuentar un lugar tan alejado de las dehesas en que semejantes jacas de adorno solían pastar?
¿Cuándo sacan el ron ilegal?, se preguntó Richard. Seguramente de noche y, con toda probabilidad los domingos por la noche. Las calles están desiertas y no merodean por ellas ni siquiera los marineros y las patrullas de reclutamiento.