Le fue muy fácil abandonar el Cooper's Arms a la noche del domingo siguiente: dormía solo, Dick y Mag roncaban como unos benditos y a William Henry no lo despertaba ni siquiera una tormenta. Brillaba la luna llena y el cielo estaba despejado… ¡menuda suerte la suya! Al llegar a las inmediaciones del número 137 de Redcliff Street, una solitaria campana estaba dando las doce. Buscó el oscuro refugio de la grúa perteneciente a un tonelero del otro lado del patio, y se dispuso a esperar pacientemente.
Dos horas. Afina mucho esta gente, pensó; dos horas más habrían bastado para que empezara a alborear. Eran tres: Thorne, Cave y Ceely Trevillian. Aunque resultaba un poco difícil reconocer a este último: el remilgado petimetre había sido sustituido por un delgado y enérgico sujeto vestido de negro, con el cabello cortado casi al rape y los pies calzados con botas.
Cave se presentó montado en su viejo caballo castrado, Thorne y Ceely lo hicieron en un trineo tirado por un tronco de vigorosos caballos. Los tres descargaron del trineo cuatro docenas de toneles evidentemente vacíos. Cave abrió una puerta de la parte de atrás de la destilería que jamás se utilizaba para introducir los barriles. Un minuto después, apareció Thorne rezongando por lo bajo mientras hacía rodar un barril lleno; Cave extendió una rampa situada en la parte posterior del trineo. Thorne y Trevillian tuvieron que trabajar conjuntamente para empujar cada uno de los barriles por la rampa hasta el interior del trineo y, una vez allí, enderezarlo con una habilidad fruto de la práctica.
La tarea duró sesenta minutos según el reloj de Richard; no cabía duda de que en el interior del edificio los toneles vacíos se colocaban bajo los tubos ilegales: ¿con cuánta frecuencia lo hacían? Seguro que no todos los domingos por la noche, pues, en tal caso, alguien se habría dado cuenta, pero, si los cálculos de Richard no fallaban, por lo menos una vez cada tres semanas.
Thomas Cave montó en su caballo y se alejó Redcliff Street arriba, mientras los otros dos subían al trineo que se deslizaba sobre unos silenciosos patines y se dirigieron al este hacia Temple Backs; Richard siguió el trineo. Al llegar al río, los barriles fueron colocados de lado nuevamente y empujados hacia una barcaza de fondo plano a cuyo cuidado se encontraba un hombre a quien Richard no conocía, pero a quien Thorne y Ceely con toda evidencia sí. Una vez finalizada la carga, los tres desengancharon uno de los caballos y lo ataron a la barcaza; el desconocido lo montó y empezó a propinarle fuertes puntapiés contra los costados hasta que el animal empezó a bajar por el deplorable camino de sirga que conducía a Bath, seguido por la carga flotante, con Ceely a bordo. Tras asegurarse de que todo se estaba desarrollando según los planes previstos, William Thorne se alejó con el trineo.
Ya lo sé todo, se dijo Richard. El ron va a parar a algún lugar cercano a Bath, donde Ceely y el desconocido lo venden o bien lo trasladan a otro barco rumbo a Salisbury o Exeter, y los cuantiosos beneficios del ron libre de impuestos se dividen en cuatro partes. Aunque apostaría cualquier cosa a que Ceely se queda con la parte del león.
¿Qué iba a hacer ahora? Tras darle vueltas y más vueltas durante el camino de regreso a casa, Richard pensó que había llegado el momento de decírselo a su padre.
Dick y Mag ya estaban levantados y en plena actividad y William Henry aún estaba durmiendo cuando Richard entró en el Cooper's Arms. Sus padres se miraron el uno al otro con expresión de complicidad tras haber observado al bajar a la taberna que la cama de Richard estaba vacía. ¿Cómo darle a entender a un viudo reciente que ellos comprendían una ausencia ocasional?
– Retírate, madre -dijo Richard sin andarse con cumplidos-. Tengo que hablar con padre en privado.
Con aire mundano, Dick se dispuso a escuchar una historia de necesidades urgentes y de un bonito rostro femenino entrevisto la víspera en St. James, pero lo que escuchó fue, en su lugar, una historia de increíble vileza.
– ¿Qué tengo que hacer, padre?
Un encogimiento de hombros y una mirada de desprecio.
– Lo único que puede hacer un hombre honrado. Preséntate de inmediato -¡y en secreto!- al tasador del impuesto sobre el consumo en la Oficina del Impuesto sobre el Consumo. Se llama Benjamin Fisher.
– ¡Padre! Tu negocio, tu amistad con Tom Cave… ¡te quedarías en la ruina!
– No digas barbaridades -replicó severamente Dick-. Hay otras destilerías de excelente ron en Bristol, y conozco a todos sus propietarios. Y mantengo buenas relaciones con ellos. Tom Cave, más que un amigo, es un viejo conocido, Richard. No le has visto comer en mi mesa ni a mí en la suya. Además -añadió sonriendo-, siempre supe que era un sujeto muy taimado. Se le nota en los ojos, ¿no te has dado cuenta? Nunca te dirige una mirada sincera.
– Sí -dijo Richard con la cara muy seria-, ya me he dado cuenta. Sin embargo, lo lamento más por él que por Thorne. En cuanto a Ceely… -hizo un gesto como si quisiera apartar algo horrible-… este hombre es un miserable. ¡Menudo actor está hecho! El aparente badulaque es más listo que el hambre.
– Hoy no trabajarás -dijo Dick, empujando a Richard hacia la escalera-. Ponte tu mejor traje del domingo y mi sombrero nuevo y ve a la Oficina del Impuesto sobre el Consumo… y no le digas ni una sola palabra a nadie, ¿me oyes? Y tampoco hace falta que pongas esta cara tan triste. Si esos sujetos han sacado la mitad del ron que tú crees, cobrarás una cuantiosa recompensa por tus esfuerzos. Suficiente para que William Henry pueda estudiar según tus deseos.
Aquel pensamiento fue el que indujo a Richard, vestido con su mejor ropa oscura del domingo y tocado con el mejor sombrero de Dick, a dirigirse a Queen Square. La Oficina del Impuesto sobre el Consumo ocupaba la parte final de una manzana de edificios situada entre la plaza y Princes Street (en aquella lujosa avenida se encontraba ubicada la casa de Thomas Cave) y Richard no tardó en descubrir que los tasadores del impuesto sobre el consumo eran unos holgazanes que utilizaban sus escritorios para dormir la mona, especialmente los lunes. Eran unos sujetos desorganizados que no se interesaban por los asuntos de su trabajo y preferían no hacer nada. De ahí que Richard tardara varias horas en ascender por la escala jerárquica. Contemplando sus displicentes y aburridos rostros, Richard se negó a dar detalles y se limitó a decir que había descubierto un fraude en el impuesto sobre el consumo y deseaba hablar con el jefe de Recaudación, situado muy por encima del interventor.
Finalmente, Richard consiguió su propósito a las tres de la tarde, sin haber comido y con su famosa paciencia a punto de agotarse.
– Disponéis de cinco minutos, señor Morgan -dijo el señor Benjamin Fisher desde el otro lado del escritorio.
No era necesario preguntarse si el jefe de Recaudación había actuado alguna vez directamente sobre el terreno; miró a Richard a través de las pequeñas lentes redondas de unas gafas que no necesitaba para examinar los documentos pulcramente apilados sobre su escritorio. Era corto de vista. Su hogar siempre había sido un escritorio. Lo cual significaba que no entendería las cosas tal como las entendían los funcionarios de su oficina que trabajaban sobre el terreno. Por otra parte, pensó Richard, puede que ello signifique que no acepta sobornos. Pues seguramente los funcionarios que actuaban sobre el terreno los aceptaban, de lo contrario, él no habría estado allí en aquel momento.
Richard contó su historia en breves palabras.
– ¿Cuánto ron calculáis que sacan estas personas en una semana? -preguntó el señor Benjamin Fisher cuando Richard terminó su relato.
– Si llenan los toneles cada tres semanas, señor, unos ochocientos galones por semana, señor.
¡Eso hizo que al jefe de la oficina le cambiara la cara! El señor Fisher se incorporó, posó la pluma de ave y apartó a un lado el papel en el que había estado haciendo anotaciones. Volvió a ponerse las gafas; sus ojos -dos pálidas canicas azules nadando bajo varias capas de cristal- se abrieron como platos.