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– ¡Eso es un fraude enorme, señor Morgan! ¿Os podríais haber equivocado en vuestros cálculos?

– Sí, señor, por supuesto. Pero, si reemplazan los toneles cada tres semanas, eso equivale a ochocientos galones por semana. Ayer era 1 de junio y puedo asegurar que los toneles que los tres hombres introdujeron en la destilería estaban completamente vacíos, pues uno solo de ellos podía empujar un tonel con el pie cual si fuera una pelota. Mientras que los toneles que sacaron estaban tan llenos que dos hombres tuvieron que empujarlos uno a uno por una rampa muy fácil. El domingo en el que, a mi juicio, volverán a actuar será el próximo 22 de junio. Si vuestros hombres se ocultan en las inmediaciones a partir de la medianoche, los sorprenderán in fraganti a los tres -dijo Richard, en la certeza de no equivocarse.

– Gracias, señor Morgan. Os aconsejo que regreséis al trabajo y os comportéis como si nada hubiera ocurrido hasta que recibáis nuevas instrucciones de esta oficina. En nombre de su majestad, debo transmitiros la más sincera gratitud de la Oficina de Recaudación del Impuesto sobre el Consumo por vuestra diligencia.

Richard ya se estaba dirigiendo hacia la puerta cuando el jefe de Recaudación volvió a tomar la palabra.

– Si el fraude es de tanta cuantía como vos decís, señor Morgan, habrá una recompensa de ochocientas libras, quinientas de las cuales serán para vos. Tras declarar en el juicio, claro.

Richard no pudo resistir la tentación de preguntar:

– ¿Adónde irán a parar las trescientas restantes?

– A los hombres que detengan a los culpables, señor Morgan.

Y eso era todo. Richard regresó a casa.

– Tenías razón, padre -le dijo a Dick-. Si todo sale tal como yo espero, recibiré cinco octavas partes de una recompensa de ochocientas libras.

Dick puso cara de escepticismo.

– Trescientas libras me parecen una cantidad excesiva para que se las repartan doce tasadores del impuesto sobre el consumo por la práctica de una simple detención.

Richard se echó a reír.

– ¡Padre! ¡No te creía tan ingenuo! Supongo que los funcionarios que practiquen la detención se llevarán unas cincuenta libras de la recompensa. Las otras doscientas cincuenta irán a parar sin duda a los bolsillos del señor Benjamin Fisher.

El domingo 22 de junio doce funcionarios de la Oficina de Recaudación del Impuesto sobre el Consumo derribaron la puerta de atrás de la destilería de Cave, irrumpieron en el desierto local armados con palos y localizaron cuatro docenas de barriles de cincuenta galones de capacidad llenos de ron ilegal, conectados con los alambiques a través de unos tubos ilegales.

Cuando el señor Thomas Cave se acercó a caballo a las dos de la madrugada y poco después lo hicieron el señor William Thorne y el señor John Trevillian Ceely Trevillian en su trineo, la derribada puerta y los sellos de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo aplicados a todo lo que había en el interior les hicieron comprender lo ocurrido.

– Nos han atrapado -dijo el señor Thorne, mostrando los dientes.

Cave se estremeció de terror.

– Ceely, ¿qué hacemos ahora?

– Puesto que el ron ha desaparecido, sugiero que regresemos a casa -contestó fríamente Ceely.

– ¿Por qué no están aquí para detenernos? -preguntó Cave.

– Porque no quieren problemas, Tom. La cantidad de ron les habrá hecho comprender que aquí hay personajes muy duros implicados… es un delito que se castiga con la horca. A un funcionario de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo no se le paga suficiente para que corra el riesgo de que le alojen una bala en el estómago.

– ¡Nuestras fuentes nos hubieran tenido que informar con tiempo!

– En efecto -dijo severamente Ceely-, lo cual me lleva a pensar que eso viene de muy arriba y que se utilizaron hombres externos.

– ¡Richard Morgan! -exclamó Thorne, golpeándose la palma de una mano con el puño de la otra-. ¡El muy miserable nos caló!

– ¿Richard Morgan? -dijo Trevillian, frunciendo el entrecejo-. ¿Quieres decir que aquel sujeto tan bien parecido es el que se ha ido de la lengua?

Los ojos de Thorne lo miraron con asombro. Después éste levantó la linterna para estudiarle el rostro con detenimiento.

– Eres un misterio para mí, Ceely -le dijo muy despacio-. ¿A ti te gustan las mujeres o los hombres?

– Lo que a mí me guste no tiene importancia, Bill. Vuelve a casa y empieza a inventarte la historia que le vas a contar al jefe de la Oficina de Recaudación. Tú serás el que cargue con toda la culpa.

– ¿Qué quieres decir con eso de que seré yo? ¡Los tres cargaremos con ella!

– Me temo que no -dijo jovialmente Ceely Trevillian, subiendo de un salto al trineo-. ¿No se lo dijiste, Tom?

– ¿Decirme qué, Tom?

Pero el señor Cave sólo acertaba a temblar y menear la cabeza.

– Tom te nombró titular de la licencia -explicó Ceely-. Hace bastante tiempo, en realidad. Me pareció una buena idea y él lo comprendió de inmediato. En cuanto a mí… no tengo la menor relación con la destilería Cave.

Tiró de las riendas para arrear a los caballos.

William Thorne se quedó plantado en el suelo como si tuviera los pies de plomo.

– ¿Adónde vas? -preguntó con un hilillo de voz.

Ceely soltó una carcajada, dejando al descubierto sus blanquísimos dientes.

– A Temple Banks, naturalmente, a avisar a nuestro compinche.

– ¡Espérame!

– Tú -dijo Ceely Trevillian- puedes volver a casa a pie, Bill.

El trineo se alejó dejando a Thorne solo con Cave.

– ¿Cómo me pudiste hacer eso, Tom?

Cave se humedeció los labios con la lengua.

– Ceely insistió -dijo, balando como un cabrito-. ¡No tengo fuerza para oponer resistencia a este hombre, Bill!

– ¡Y te pareció una excelente idea. Eso hiciste, grandísimo cobarde, cagarruta asquerosa! -dijo amargamente Thorne.

– Ha sido Ceely -insistió en decir Thomas Cave-. Pero no te abandonaré, te lo prometo. Se hará todo lo que se tenga que hacer para sacarte.

Jadeando a causa del esfuerzo, montó en su caballo sin que Thorne hiciera el menor ademán de ayudarle.

– Te tomo la palabra, Tom. Pero lo más importante de todo es el asesinato de Richard Morgan.

– ¡No! -gritó Cave-. ¡Haz lo que quieras, pero no eso! ¡En la Oficina de Recaudación lo saben todo, estúpido! ¡Si matas al informador, nos ahorcarán a todos!

– Si se celebra un juicio, seguro que me ahorcan y, en tal caso, ¿qué más me da a mí? -Ahora Thorne hablaba a voz en grito-. ¡Procura que no se celebre el juicio, Tom! ¡Si yo caigo, Richard Morgan no será el único soplón! ¡Tú y Ceely caeréis conmigo… iremos todos al patíbulo! ¿Me oyes? ¡Todos!

El señor Benjamin Fisher mandó llamar a Richard a la Oficina de Recaudación del Impuesto sobre el Consumo a primera hora de la mañana del día siguiente, 23 de junio.

– Os aconsejo que no regreséis al trabajo, señor Morgan -dijo el jefe de la Oficina de Recaudación con sendas manchas de rubor en las mejillas-. Mis insensatos funcionarios se presentaron en la destilería Cave de día y, por consiguiente, no detuvieron a nadie. Lo único que hicieron fue requisar el ron.

– ¡Dios bendito! -exclamó Richard, boquiabierto de asombro.

– Bien dicho, pero inútil, señor. Comparto vuestros sentimientos, pero el daño ya está hecho. Al único a quien la Oficina de Recaudación puede denunciar es al titular de la licencia por el hecho de tener en su empresa ron ilegal.

– ¿Al viejo Tom Cave? ¡Pero él no es el principal responsable!

– El titular de la licencia no es Cave. Es William Thorne.

Richard volvió a quedarse pasmado.

– ¿Y qué me decís de Ceely Trevillian?

Con expresión de absoluto desagrado, el señor Fisher juntó las manos y se inclinó hacia delante.