– Señor Morgan, no podemos procesar a nadie más que a William Thorne. -Fisher se puso las gafas, haciendo una mueca-. El señor Trevillian cuenta con muy buenas amistades y la opinión general en la ciudad es la de que se trata de un pobre bobalicón totalmente inofensivo. Yo mismo lo interrogaré, pero debo advertiros de que, si esto acaba en una sala de justicia, será su palabra contra la vuestra. Lo siento muchísimo, pero, a no ser que dispongamos de pruebas, el señor Trevillian es un hombre de conducta intachable. Ni siquiera estoy seguro -terminó diciendo con un suspiro- de que dispongamos de suficientes pruebas para ahorcar a William Thorne, aunque seguramente le caerán siete años de deportación.
– ¿Por qué no esperaron vuestros hombres para sorprenderlos in fraganti?
– Por cobardía, señor. -El señor Fisher se quitó las gafas y las limpió enérgicamente mientras parpadeaba para que las lágrimas no asomaran a sus ojos-. Aunque todavía es muy temprano, el señor Thomas Cave está abajo, supongo que para negociar un acuerdo que contemple el pago de una elevada multa. Allí está el dinero, señor Morgan… no estoy tan ciego como para no ver que William Thorne es una falsa pista para desviar la atención. Es posible que la Oficina de Recaudación no reciba ninguna recompensa por parte del titular de la licencia, pero puede que la reciba del propietario. Eso os incluye a vos. Me refiero a vuestra recompensa.
Al salir, Richard se cruzó con Thomas Cave en el vestíbulo, pero tuvo la prudencia de no decirle nada al pasar por su lado. Sería inútil ir a la destilería; decidió regresar al Cooper's Arms.
– O sea que me he quedado sin trabajo y por lo menos dos de los tres culpables evitarán comparecer ante la justicia -le dijo a Dick-. ¡Oh, si lo hubiera sabido!
– Parece que Tom Cave pagará por la libertad de Thorne -dijo Dick, animándose-. Da gracias por una cosa, Richard. Cualquier cosa que ocurra, tú cobrarás las quinientas libras.
Eso era cierto, pero no constituía un motivo de consuelo, tal como pensaba Dick. Por lo menos una parte de Richard deseaba ver al señor John Trevillian Ceely Trevillian en el banquillo de los acusados. No sabía muy bien por qué, sólo sabía que era algo relacionado con la insultante y descarada mirada que le había dirigido Ceely en el transcurso de aquel primer encuentro. Soy poco menos que una basura para este arrogante y quejumbroso petimetre, y yo le odio con toda mi alma. Sí, le odio. Por primera vez en mi vida, experimento un sentimiento que jamás hasta hoy había tenido un significado personal para mí; lo que antes era sólo una palabra se ha convertido en un hecho.
Echaba de menos a Peg en aquellos tiempos tan difíciles. El dolor de su desaparición había sido muy grande, pero estaba amortiguado por los tres años de oposición a sus proyectos, sus lágrimas, sus excesos en la bebida y su enajenación mental. Y, sin embargo, observó que, a medida que pasaban los días y él se dedicaba a buscar trabajo en Bristol, la Peg de los últimos tiempos se esfumaba y era sustituida por la Peg con quien él se había casado diecisiete años atrás. Necesitaba acurrucarse junto a ella, hablar en susurros con ella por la noche, buscar la única clase de alivio sexual que él consideraba verdaderamente satisfactoria…, aquella en la que el amor y la amistad tenían por lo menos tanta importancia como la pasión. Ya no le quedaba nadie con quien hablar, pues, aunque su padre estaba siempre de su parte, siempre lo tenía por demasiado blando y débil de carácter. Y su madre era su madre… cocinera y ayudante de cocina todo en una pieza. En cuestión de muy pocos años, William Henry sería su igual y entonces lo único que le faltaría sería el consuelo sexual. Richard había decidido aplazar esta cuestión hasta que William Henry alcanzara la plena madurez. Pues no quería imponer una madrastra a su único y adorado hijo, y las prostitutas eran un tipo de mujer que él no podía soportar por mucho que ansiara disfrutar del más elemental de los alivios.
El lunes, último día de junio, Richard salió al romper el alba -muy temprano en aquella fase del solsticio de verano- para recorrer los trece kilómetros de montañoso camino que separaban el Cooper's Arms de Keynsham, un pueblecito situado a orillas del Avon cuyo tamaño y suciedad habían aumentado de forma considerable por culpa de personas como William Champion, latonero de oficio. Champion había patentado un procedimiento secreto para acrisolar cinc a partir de la calamina y viejos residuos, y Richard se había enterado de que estaba buscando a un hombre que pudiera ocuparse del cinc. ¿Por qué no intentarlo? Lo peor que podía ocurrir era que le dijera que no.
William Henry se fue a la escuela a las siete menos cuarto como de costumbre, quejándose de que el director hubiera insistido en que las clases duraran hasta el último día de junio aunque éste cayera en lunes. La respuesta de su abuela fue un cariñoso tirón de orejas; William Henry captó la insinuación y se fue. Al día siguiente empezarían los dos meses de vacaciones, tanto para los que llevaban el uniforme azul como para los alumnos de pago. Los que tenían casas y progenitores con quienes reunirse, se quitarían el uniforme azul y abandonarían Colston hasta principios de septiembre mientras que los que, como Johnny Monkton, no tenían ni padres ni casa pasarían el verano en Colston, sometidos a un código de disciplina un poco más laxo.
Su padre le había explicado a William Henry por qué razón no podría hacerle compañía durante aquellos dos meses y William Henry lo había comprendido muy bien. Bien sabía él que todos los esfuerzos que realizaba su padre eran por él, lo cual arrojaba sobre sus jóvenes hombros una carga de cuya existencia él ni siquiera se percataba. Si trabajaba duro con sus libros -tal como efectivamente hacía-, era para complacer a su padre, para quien la educación tenía más valor del que pudiera tener para un niño de nueve años.
Al llegar a la verja de la escuela de Colston, se detuvo, perplejo; ¡la verja estaba adornada con crespones!
El señor Hobson, uno de los maestros de menor antigüedad, estaba esperando al otro lado para apoyar una mano sobre el hombro de William Henry.
– A casa otra vez, muchacho -dijo, sujetando a William Henry por los hombros para darle la vuelta.
– ¿A casa otra vez, señor Hobson?
– Sí. El director ha muerto esta noche mientras dormía, por consiguiente, hoy no habrá clase. A tu padre se le notificará la fecha del funeral, Morgan Tertius. Y ahora, vete.
– ¿Puedo ver a Monkton Minor, señor?
– Hoy, no. Adiós -contestó con firmeza el señor Hobson, dando a William Henry un empujoncito entre las paletillas.
El niño se detuvo en el Stone Bridge, frunciendo el entrecejo. ¡Qué aburrimiento! Su padre se había ido a Keynsham, el abuelo y la abuela estaban ocupados con las tareas del lunes… ¿qué iba a hacer él todo el día sin Johnny?
Era la primera vez en su vida que se le presentaba la ocasión de hacer lo que quisiera sin que nadie se enterara. En el Cooper's Arms le creían en Colston, pero en Colston lo habían enviado a casa. Donde se pasaría el día sin nada que hacer. Tras tomar la decisión, William Henry se alejó corriendo de Stone Bridge, pero no en dirección a casa sino a Clifton.
La escarpada y pedregosa ladera de Brandon Hill fue su primera etapa; allí subió hasta la cumbre, imaginándose en el papel de un Cabeza Pelada, que así llamaban a los soldados de Cromwell, en el asedio de Bristol, y desde allí contempló las chimeneas de los hornos de cal y los pantanos y después las ruinas del fuerte de los monárquicos en St. Michael's Hill. Una vez terminado el juego, bajó saltando de saliente en saliente hasta llegar al sendero, desde donde saltó y brincó hasta el Jacobs Well, que antaño fuera el único manantial de agua de Clifton. Ahora había casas a su alrededor, ninguna de ellas interesante para un niño, por lo que pasó brincando por delante de la iglesia de St. Andrew's, dio saltos mortales sobre la mullida hierba de Clifton Green y decidió dar un paseo hasta Manilla House, la última mansión de toda la hilera que había de ellas en lo alto de la colina.