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– ¡Hola, zanquilargo! -gritó una amistosa voz desde el exterior del patio de los establos colindantes con el conjunto de edificaciones conocido como Boyce's Buildings.

– Hola, señor.

– ¿Hoy no has ido a clase?

– Ha muerto el director -dijo escuetamente William Henry, apoyándose en el pilar del portalón-. ¿Quién sois vos?

– Me llamo Richard y soy el mozo de cuadra.

– Mi padre también se llama Richard. Yo soy William Henry.

Una callosa mano se extendió hacia él.

– Encantado de conocerte.

A lo largo de dos horas, William Henry siguió a Richard el mozo de cuadra en su recorrido por los establos, dando palmadas a los pocos caballos que allí había, echando un vistazo a las casillas en buena parte vacías, ayudándole a sacar cubos de agua del pozo y a ir a buscar el heno mientras conversaba animadamente con él. Al final, Richard el mozo de cuadra le ofreció una jarra de cerveza suave, una rebanada de pan y un poco de queso; en extremo reconfortado por el refrigerio, William Henry se alejó, saludando alegremente con la mano a su nuevo amigo, y reanudó su paseo calle arriba.

Manilla House estaba tan desierta como Fremantle House, Duncan House y Mortimer House… ¿adónde ir ahora?

Aún estaba sopesando las alternativas que se le ofrecían cuando oyó a su espalda el rumor de los cascos de un caballo y, al volverse, vio que el jinete era el propietario de un rostro muy conocido y estimado.

– ¡Señor Parfrey! -gritó.

– ¡Dios mío! -dijo George Parfrey-. Pero ¿qué haces tú aquí, Morgan Tertius?

William Henry tuvo la delicadeza de ruborizarse.

– Perdón, señor -dijo en tono sumiso-. Hoy no hay clase y mi padre se ha ido a Keynsham.

– ¿Y tú deberías estar aquí, Morgan Tertius?

– Perdón, señor, me llamo William Henry.

El señor Parfrey frunció el entrecejo, pero después se encogió de hombros y le tendió la mano.

– Veo más cosas de las que quizá tú te imaginas, William Henry. Sea. Monta para dar un paseo conmigo y después te acompañaré a casa.

¡El éxtasis! ¡Jamás en su vida había montado a caballo! Y ahora allí estaba él, sentado a horcajadas en la silla de montar delante del señor Parfrey, tan por encima del suelo que el solo hecho de mirar hacia abajo le causaba mareos. Aquello era un mundo totalmente distinto, ¡algo así como estar en la copa de un árbol que tuviera piernas! ¡Cuán suave y regular era el movimiento! ¡Qué prodigio vivir una nueva aventura con un amigo casi tan estupendo como su padre! William Henry sucumbió a la magia de aquella felicidad absoluta.

Subieron a medio galope por Durdham Down, dispersando varios rebaños de ovejas, riéndose por cualquier cosa y por todo lo que veían. Y, cuando William Henry le permitió meter baza, el señor Parfrey demostró tener vastos conocimientos sobre otras muchas cosas, aparte del latín. Cabalgaron hasta el parapeto del Avon George, donde el señor Parfrey le señaló al niño los distintos colores de la roca y le explicó que el hierro influía en los colores grises y blancos de la piedra caliza, confiriéndoles unas tonalidades intensamente rojizas y moradas; después le señaló con la fusta las plantas floridas que tachonaban la hierba estival y le recitó sus nombres. Diez minutos después, le pidió en tono burlón que identificara algunas de ellas.

Al final, el camino de herradura de lo alto de la garganta les condujo a Hotwells House, el edificio del balneario, construido sobre el saliente que se proyectaba por encima del Avon.

– ¿Tienes apetito?

– ¡Sí, señor!

– Si quieres que te llame William Henry más allá de los pórticos de Colston, creo que tú deberías llamarme tío George.

Había muy pocas personas, tomando las aguas en el pabellón de hidroterapia: algunos tísicos, diabéticos o gotosos, una dama muy anciana y dos lisiadas más jóvenes. El edificio había conocido tiempos mejores; los dorados estaban un poco empañados, el papel de las paredes se estaba desprendiendo, las colgaduras estaban raídas y acumulaban visibles capas de polvo mientras que las altas sillas necesitaban una nueva tapicería. Pero el arrendatario del establecimiento -que aún estaba librando una batalla con el Ayuntamiento de Bristol a propósito de las ratas a las que acusaba de beberse las aguas- ofrecía una comida más que aceptable. A William Henry, acostumbrado a manjares de mucha mayor calidad en el Cooper's Arms, le supo a néctar y ambrosía por el simple hecho de ser distinta… y de compartirla con aquel compañero tan estupendo. Cuando terminaron, Parfrey le sugirió dar un paseo por los alrededores antes de regresar a la ciudad. La anciana y las dos lisiadas le hicieron a William Henry toda suerte de carantoñas y arrumacos cuando éste se fue de allí con su amigo; y William Henry soportó sus exclamaciones y palmaditas con la misma paciencia que solía tener con su difunta madre, una faceta suya que fascinaba a George Parfrey.

Pues George Parfrey también había encontrado un amigo estupendo. Todo aquel día había tenido un cierto aire de magia, empezando por la noticia de la muerte del director durante el sueño. El reverendo Prichard, cuyo rostro no dejaba traslucir la sensación de júbilo que experimentaba (abrigaba la esperanza de ser el nuevo director), estaba demasiado ocupado con sus asuntos para fijarse en lo que hacían los maestros, tras haberles comunicado la nueva situación. Aparte del hecho de encomendarle a Harry Hobson la tarea de enviar de nuevo a su casa a los alumnos externos a medida que fueran llegando a la escuela, no había dictado ninguna orden.

Muy bien, pensó el señor Parfrey, pues yo declaro por la presente que hoy es fiesta. Si me quedo aquí, Prichard o alguno de los demás encontrarán el medio de obligarme a hacer algo. Mientras que, si nadie contempla mi rostro, nadie se acordará de mi existencia.

Su única extravagancia era el caballo. No en propiedad -eso superaba con mucho sus escasos medios- sino alquilado algunos domingos a un establo de las inmediaciones del patíbulo de St. Michael's Hill. Los lunes, descubrió al llegar al establo con su bandeja de acuarelas y su libro de dibujo, le ofrecían la posibilidad de elegir entre una mayor variedad de cabalgaduras. El hermoso castrado negro que había alquilado estaba ronzando heno plácidamente y a buen seguro esperaba un día de descanso después de las agitadas excursiones dominicales. Pero no podría ser. Diez minutos más tarde el señor Parfrey se sentó en su silla de montar y cruzó Kingsdown al trote en dirección al camino de Aust. Como buen jinete que era, acarició al negro castrado para que no le guardara rencor, y se dispuso a disfrutar de su entretenimiento preferido.

Por un instante, sus antiguas depresiones amenazaron con apoderarse de él, pero el día era demasiado espléndido como para no disfrutarlo a manos llenas, por lo que empujó su soledad y el temor que le infundían las amarguras de la vejez hacia el fondo de sus pensamientos y se concentró en la belleza que lo rodeaba. Momento en el cual, mientras subía por Clifton Hill en dirección a Durdham Down, vio a Morgan Tertius caminando algo más adelante. ¡Al fin, un poco de compañía! El diablillo también había decidido tomarse un día de fiesta y librarse de las responsabilidades. En tal caso, ¿por qué no actuar juntos como diablos? Una pregunta que llevaba aparejada la tranquilizadora sensación de estar prestándole al niño el servicio de cuidar de su seguridad.

William Henry. El nombre compuesto le iba que ni pintado, una vanidad, cuya sabia elección quizá quedara confirmada por el tiempo. Todos los maestros se habían percatado de las potenciales aptitudes de Morgan Tertius, por más que su belleza influyera en las opiniones de algunos. Tal como efectivamente había influido en la de George Parfrey, hasta que las hazañas de Morgan Tertius en latín le habían demostrado que el rostro era un simple reflejo de la belleza del alma, al modo en que un espejo empañado refleja la luz del sol. En lo que no había reparado hasta aquel día era en su afición a las travesuras, pues en clase William Henry era un ángel. El niño le había explicado con la cara muy seria mientras ambos cabalgaban a medio galope por Durdham Down que no quería que le pegaran con la palmeta y no deseaba que nadie se fijara en él.