¿Cómo decirle que la gente siempre se fijaría en él? Qué curioso que el padre, de rostro tan parecido al suyo, careciera de la chispa vital que animaba al hijo. Richard Morgan jamás induciría a nadie a volver la cabeza, jamás daría lugar a que el mundo dejara de girar. Mientras que William Henry Morgan haría lo primero cada día de su vida y puede que algún día consiguiera hacer lo segundo. Su conversación era la propia de su edad, si bien dejaba traslucir su esmerada educación… hasta que empezaba a hablar de los asuntos de la taberna y demostraba que pocas eran las más bajas pasiones humanas de las que él no hubiera sido testigo, desde el brillo de las navajas a la lujuria y los actos violentos. Y, sin embargo, nada de todo aquello había dejado la menor huella en él; de su persona no emanaba el más mínimo efluvio de corrupción.
Por consiguiente, cuando ambos abandonaron juntos Hotwells House, lo más natural del mundo fue que encaminaran sus pasos hacia el lugar donde William Henry había comido con su padre, y George Parfrey los había contemplado desde arriba. No era un espacio muy grande y tampoco estaba situado en proximidad del largo tramo de la orilla del Avon, en el lado de Hotwells House que miraba a Bristol. Apenas unos veinte pies de herbosa ribera entre St. Vincent's Rock y otra formación rocosa situada algo más abajo. En el interior de un bosque, hubiera sido un pequeño valle.
Aunque habían transcurrido nueve meses desde que los dos Morgan almorzaran allí, la escena había permanecido curiosamente intacta; el Avon se encontraba exactamente al mismo nivel y bajaba casi al máximo de su caudal, la hierba presentaba justo la misma tonalidad de verde y los peñascos reflejaban justo la misma intensidad de luz. El tiempo parecía haberse detenido. Una ocasión para poner un pie en el futuro y mantener el otro en el pasado. Como si aquel día no existiera y el tiempo se hubiera detenido.
William Henry se sentó mientras George Parfrey sacaba su libro de dibujo y un trozo de carboncillo.
– ¿Te puedo mirar, tío George?
– No, porque te estoy haciendo un retrato. Eso significa que tienes que estarte quieto y olvidar que te estoy mirando. Cuenta las margaritas. Cuando termine, te lo dejaré ver.
Así pues, William Henry permaneció sentado mientras George Parfrey lo miraba.
Al principio, el carboncillo se movía con rapidez y seguridad, pero, a medida que transcurría el tiempo, los trazos sobre el papel iban siendo cada vez más escasos y, al final, cesaron del todo. Lo único que podía hacer Parfrey era mirar. No sólo la perfección de aquella belleza sino también la forma de su destino.
El momento es equivocado… absolutamente equivocado. Estoy profundamente enamorado de una criatura inocente que tiene treinta y cinco años menos que yo. Para cuando pudiera despertar su amor, él ya no encontraría en mí nada que fuera digno de ser amado. Eso sí es una tragedia que merecería la pena escribirse, mi querido Bill Shakespeare. Cuando él sea Hamlet, yo seré Lear.
La cinta que le recogía el pelo ya hacía un buen rato que el viento se la había llevado, por lo que la espesa masa de bucles le caía alrededor del rostro con la misma fuerza que un espeso humo de carbón empujado por el viento. La piel era como de raso, de melocotón, de marfil, la delicada nariz aguileña tan aristocrática como los huesos de los pómulos y la boca, carnosa y sensual, curvada en las comisuras como si estuviera a punto de esbozar una secreta sonrisa. ¡Pero todo aquello no era nada comparado con sus ojos!
Como si hubiera percibido el cambio de humor de Parfrey, Wil liam Henry levantó la vista y la clavó directamente en él, mientras su enigmática sonrisa se le antojaba de repente al aturdido Parfrey algo así como una invitación de una parte de sí mismo de cuya existencia el propio William no era consciente. Los ojos se llenaron de luz y las manchitas oscuras danzaron entre el oro porque el sol, apartando sus rayos de la roca pulida por efecto del agua, también se había quedado preso en ellos.
No pudo evitarlo. Lo hizo antes de que un pensamiento pudiera tomar forma en su mente. George Parfrey cubrió la distancia que lo separaba de su némesis y besó a William Henry en la boca. Tras lo cual, tuvo que abrazar al muchacho -no soportaba la idea de soltarlo-, tuvo que rozar la piel de las sienes, la mejilla y el cuello con sus labios y acariciar el menudo cuerpo que vibraba tal como un gato ronronea.
– ¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! -murmuró-. ¡Qué hermoso!
El niño se apartó precipitadamente, se puso en pie de un salto y permaneció inmóvil y con los ojos en blanco, sin saber hacia dónde echar a correr. El terror todavía no formaba parte de la experiencia; todo su ser estaba concentrado en la huida.
Mientras su locura se desvanecía, Parfrey se puso en pie con la mano extendida, sin comprender que estaba cerrando el camino que William Henry consideraba su única posibilidad de huida.
– ¡Lo siento en el alma, William Henry! ¡No quería hacerte daño, jamás te podría hacer daño! ¡Lo siento muchísimo! -dijo Parfrey entre jadeos, extendiendo los brazos como si suplicara perdón.
El terror hizo su aparición. William Henry vio unas manos que se extendían hacia él pero no en gesto de súplica, y se volvió para huir en sentido contrario. A sus pies fluía el Avon de color azul acero, serpeando hasta emerger de la garganta convertido en un sinuoso torrente. El señor Parfrey estaba cada vez más cerca, con unos brazos que pretendían agarrar y aprisionar y una sonrisa en la boca que no era una sonrisa. El Cooper's Arms había enseñado a William Henry el significado de aquella sonrisa, pues, mientras su padre y su abuelo no miraban, otros hombres le habían sonreído de aquella misma manera y le habían susurrado invitaciones. William Henry sabía que la sonrisa era falsa, pero ignoraba la razón de su falsedad. Levantó la cabeza y sus deslumbrados ojos contemplaron el sol.
– ¡Padreee! -gritó mientras saltaba al río.
El Avon en aquellos parajes no era apto para la natación y, además, Parfrey no sabía nadar. Pero, aun así, éste corrió desesperadamente arriba y abajo del breve tramo de orilla delimitado por las rocas, buscando algo a lo que agarrarse, se habría arrojado al agua si hubiera vislumbrado una mano, un brazo… ¡cualquier cosa! Pero no vio nada, ni una hoja, ni una ramita, ni una rama, y tanto menos a William Henry. Se había hundido como una piedra, sin ofrecer la menor resistencia.
¿Qué había pensado el niño? ¿Qué había visto mientras permanecía de pie al borde del agua? ¿Por qué tanto horror? ¿De veras había preferido el río? ¿Sabía lo que hacía cuando se arrojó? ¿O acaso era incapaz de razonar? Había llamado a su padre, eso era todo. Y se había arrojado al agua. No había tropezado ni resbalado. Había saltado.
Al cabo de media hora, Parfrey se alejó. William Henry Morgan no iba a emerger a la superficie, jadeando. Estaba muerto.
Muerto, y yo lo he matado. Pensé en mí y sólo en mí. Deseaba una invitación y me engañé al pensar que me la estaba ofreciendo. Pero sólo tenía nueve años. Nueve. Soy un proscrito. Soy un ser abominable. He matado a un niño.
Se acercó a su caballo, montó casi sin fuerzas y se puso en camino hacia Bristol sin percatarse de la mirada de curiosidad de la anciana y de las dos lisiadas. ¡Qué extraño! Allá va el hombre, pero ¿dónde está aquel chiquillo tan encantador?
Dejó el caballo al otro lado de la verja de Colston y entró en el enlutado edificio sin ver a nadie, pero algunos le vieron y se extrañaron. Una vez en su cuartito, depositó encima de la mesa el cuaderno de dibujo, donde se podía contemplar el rostro de William Henry desde todos los ángulos, y después se sacó una llavecita de la faltriquera y abrió el estuche de madera en el que guardaba los objetos que no quería que vieran los fisgones como el reverendo Prichard. Dentro, entre una desordenada colección de recuerdos -uno o dos mechones de cabello, una ágata pulida, un manoseado libro, una miniatura pintada-, había otra caja en cuyo interior descansaba una minúscula arma de fuego con todos los accesorios necesarios para conservarla en buen estado. Una pistola de manguito de señora.