Una vez preparado, se acercó a la mesa, se sentó en la estrecha silla, mojó la pluma de ave en el tintero, limpió automáticamente la punta para eliminar el exceso de tinta y escribió al pie del dibujo.
«Yo he sido el causante de la muerte de William Henry Morgan.»
Firmó con su nombre y se disparó un tiro en la sien.
La consternación hizo acto de presencia en el Cooper's Arms mucho antes de la hora en que William Henry hubiera tenido que regresar a casa de la escuela, a las dos y cuarto; la noticia de la muerte del director se había propagado por la ciudad a la misma velocidad que la luz del sol sobre el agua. La escuela había cerrado aquel día, pero William Henry no había vuelto a casa. Cuando Richard, cansado y desanimado, cruzó la puerta de la taberna a las tres en punto, los trastornados abuelos le comunicaron la noticia de la desaparición de su hijo.
Una reptante sensación de entumecimiento le paralizó la boca y la mandíbula, pero su agotamiento físico se esfumó de inmediato. Trató de hablar, abrir-cerrar, abrir-cerrar, y, finalmente consiguió musitar que iba a iniciar la búsqueda de William Henry.
– Tú sigue la dirección de Colston -dijo Dick, desatándose las cintas del delantal-. Yo iré hacia Redcliff. Mag, cierra la taberna.
Las palabras le estaban empezando a resultar un poco más fáciles.
– Se habrá ido a Clifton, padre. Yo cruzaré Brandon Hill, tú sigue por la cordelería. Nos reuniremos en Hotwells House.
El corazón le latía dos veces más rápido que de costumbre, tenía la boca tan seca que no podía tragar saliva, pero Richard caminaba apurando el paso a la velocidad que le permitía el hecho de detenerse a preguntar a todas las personas con quienes se cruzaba. Cuando llegó al sendero de Brandon Hill ya casi no había nadie a quien preguntar, pero se detuvo a llamar a las puertas de las casas de vecindad que había alrededor de Jacob's Well… No, nadie había visto a un chiquillo vagabundo.
En Boyce's Buildings tuvo su primer éxito; Richard el mozo de cuadra aún estaba trajinando en el patio de los establos.
– Sí, señor, lo he visto esta mañana temprano… ¡un muchacho tremendamente encantador! Me ayudó a repartir el heno y el agua entre los caballos y yo le di un poco de comer y beber. Después subió a Clifton Hill tan libre como un pajarillo.
Nada en el rostro y los ojos del mozo inducía a Richard a sospechar que éste le estuviera mintiendo; Richard el mozo de cuadra era exactamente lo que afirmaba ser, un sujeto simpático que gustaba de la compañía de los chiquillos que pasaban por allí sin pararse a pensar que su primera obligación habría tenido que ser un tirón de orejas y una palmada en la espalda de William Henry para empujarle en dirección a su casa.
Musitando unas palabras de agradecimiento, Richard apuró el paso y subió por la cuesta de Clifton Hill hasta que estuvo lo bastante arriba como para que su vista alcanzara hasta varias millas de distancia. Pero las laderas estaban desiertas exceptuando la presencia de algunas ovejas y, a pesar de que buscó en todas las arboledas, ningún William Henry emergió de su refugio.
A las seis en punto entró en Hotwells House y encontró a Dick esperándole con una grata noticia.
– ¡Richard, el niño ha comido aquí! Se presentó a caballo con un hombre de unos cuarenta y tantos años -un tipo muy apuesto, según la señora Harris-, una anciana que estaba aquí en aquel momento. Y ambos parecían llevarse muy bien. Se reían y bromeaban como si se conocieran de toda la vida. Se fueron en dirección a Vincent's Rocks. Aproximadamente una hora después, la señora Harris y otras dos mujeres vieron al hombre cabalgando solo, con cara de encontrarse indispuesto. William Henry no iba con él.
El arrendatario del balneario estaba muy nervioso y preocupado por el desarrollo de los acontecimientos. Lo único que le habría faltado era un escándalo. Por consiguiente, le ofreció a Richard un gran vaso de agua mineral gratis y se apartó un poco para observar lo que ocurría.
Sin percatarse de su amargo sabor y de su olor a huevos podridos, Richard apuró el vaso de un solo trago. Le temblaba todo el cuerpo y tenía la ropa empapada de sudor. Miró a su padre con expresión aterrada.
– Ven -le dijo secamente, cruzando la puerta.
Había pruebas de que William Henry y su acompañante habían estado en el lugar que Richard conocía de su anterior visita; la hierba aparecía pisoteada y las margaritas, que se habían arrancado, yacían en un marchito montón. Llamaron repetidamente, pero nadie contestó; después subieron a las rocas para examinar todas las grietas, los huecos y los salientes. Allí no había nadie. El Avon, que ahora se encontraba en marea menguante, estaba retrocediendo para penetrar en su garganta.
Dick no trató de convencer a Richard de que dejara de buscar hasta que llegó el crepúsculo; entonces apoyó una mano en el brazo de su hijo y lo sacudió con suavidad.
– Hora de regresar al Cooper's Arms -le dijo-. Por la mañana reuniremos toda una partida y seguiremos buscando.
– ¡Padre, está aquí, no se ha ido de aquí! -dijo Richard con un entrecortado sollozo.
¡No le hables del río! ¡No metas esta idea en su pobre cabeza!
– Si está aquí, mañana por la mañana lo encontraremos. Ahora vamos a casa, Richard. Vamos a casa.
Regresaron con paso cansino a Bristol sin decir ni una sola palabra… Richard presa de una febril angustia y Dick helado hasta el tuétano.
A pesar de que en la puerta del Cooper's Arms habían colgado el letrero de cerrado, había tres hombres sentados alrededor de una mesa cerca del mostrador, mirándose las manos hasta que se abrió la puerta. El primo James el clérigo, el primo James el farmacéutico y el reverendo Prichard. Entre ellos sobre la mesa se encontraba el libro de dibujo colocado boca abajo.
– ¡William Henry! -gritó Richard-. ¿Dónde está William Henry?
– Siéntate, Richard -le dijo el primo James el farmacéutico que, por ser el miembro de más edad del clan, era siempre el encargado de comunicar las malas noticias. El primo James el clérigo le servía de ayudante, listo para hacerse cargo de la situación una vez comunicada la mala noticia.
– ¡Dímelo! -gritó Richard a través de los apretados dientes.
– El maestro de latín de William Henry es un hombre llamado George Parfrey -dijo el primo James el farmacéutico en tono pausado, logrando clavar su mirada en aquellos ojos medio enloquecidos por el dolor-. Esta tarde Parfrey se ha disparado un tiro. Ha dejado esto.
Colocó boca arriba el libro de dibujo.
La identidad del modelo era inconfundible, a pesar de las manchas de sangre. «Yo he sido el causante de la muerte de William Henry Morgan.»
Las rodillas se le doblaron. Richard se desplomó con el rostro más blanco que el papel.
– No puede ser -dijo-. No puede ser.
– Tiene que ser, Richard. El hombre se ha pegado un tiro.
El primo James el farmacéutico se arrodilló al lado de Richard y le alisó el enmarañado cabello.
– ¡Lo habrá imaginado! A lo mejor, William Henry huyó corriendo.
– Lo dudo mucho. Las palabras de Parfrey parecen indicar que él… mató a William Henry. Si no habéis encontrado al niño, significa que tiene que haber arrojado a William Henry al Avon.
– ¡No, no, no!
Cubriéndose el rostro con las manos, Richard se balanceó hacia delante y hacia atrás.
– ¿Qué tenéis que decir? -le preguntó agresivamente Dick al reverendo Prichard.