Prichard se humedeció los labios con la lengua y su rostro adquirió un tono cetrino.
– Oímos el disparo y encontramos a Parfrey que se había volado la tapa de los sesos. El dibujo se encontraba a su lado. Me dirigí inmediatamente a la casa del reverendo Morgan -señaló al primo James el clérigo- y juntos vinimos aquí. Estoy… no sé… no tengo palabras… ¡oh, señor Morgan, si vos supierais cuán grande es mi dolor y mi pesar! Pero Parfrey llevaba diez años en Colston, parecía un hombre honrado y sus alumnos lo adoraban. Lo que hay detrás de todo este misterio no puedo ni siquiera imaginarlo.
Todavía de rodillas, a Richard le parecían muy lejanas esas voces que subían y bajaban. Dick estaba contando los detalles de la expedición de aquel día a Clifton, los acontecimientos de Hotwells House, la hierba aplastada y las margaritas arrancadas en la pequeña cala del Avon.
– William Henry se debió de caer al río y se ahogó -dijo el reverendo Prichard-. Nos extrañó la frase de Parfrey…, como si hubiera sido testigo de la muerte, más que cometido un asesinato.
– Pero él fue la causa de la muerte -dijo el primo James el clérigo, hablando con una dureza impropia de un hombre de Iglesia-. ¡Ojalá se pudra!
Las voces seguían yendo y viniendo, acompañadas por los sollozos de Mag desde un rincón, con la cabeza cubierta por el delantal, una Hécuba de luto.
– No está muerto -dijo Richard como si ya hubieran transcurrido varias horas-. Sé que William Henry no está muerto.
– Mañana medio Bristol se pondrá a buscar, Richard, eso te lo prometo -aseveró el primo James el farmacéutico. Lo que no dijo fue que casi todas las operaciones de búsqueda se centrarían en las orillas del Avon y el Froom, sobre todo cuando bajara la marea. Allí solían aparecer cuerpos… gatos, perros, caballos, ovejas y vacas, pero, ocasionalmente hombres, mujeres o niños ahogados medio cubiertos por el barro, una pieza más de los restos vomitados por los ríos.
Acompañaron a Richard al piso de arriba, lo acostaron en su cama y le quitaron la ropa; tenía las suelas de los zapatos agujereadas, pues había recorrido casi treinta millas entre el amanecer y el ocaso. Pero, cuando el primo James el farmacéutico intentó hacerle tragar una dosis de láudano, apartó el vaso.
No, William Henry no estaba muerto. Jamás se habría aproximado al río lo bastante para ahogarse. Le había hecho a su hijo numerosas advertencias, le había dicho que el Avon estaba hambriento, y William Henry le había prestado atención y había comprendido el peligro. Richard sabía tan bien como Dick, el primo James y el reverendo Prichard lo que debía de haber ocurrido entre el hombre y el niño: Parfrey había hecho insinuaciones amorosas y William Henry había huido. Pero no en dirección al río. ¿Un chiquillo tan ágil e inteligente como William Henry? No, se habría encaramado a las rocas y habría huido campo a través; en aquellos momentos puede que estuviera acurrucado, durmiendo bajo la protección de algún talud de Durdham Down, dispuesto a recorrer al día siguiente el largo camino de vuelta a casa. Asustado, pero vivo.
Así se consoló Richard, alejándose de la verdad que todos los demás veían con claridad, alegrándose de una cosa: de que Peg no hubiera vivido para verlo. Verdaderamente, la bondad de Dios era infinita. Se había llevado a Peg con la rapidez de un relámpago y había cerrado sus ojos antes de que conocieran la desesperación.
Varios miles de personas, con el permiso del alcalde, se presentaron para participar en las labores de búsqueda de William Henry. Todos los marineros que estaban de guardia examinaron el barro que los rodeaba y a veces saltaron incluso por la borda para examinar algún grasiento y grisáceo montón entre los cadáveres de cuatro patas y los residuos de cincuenta mil personas. Todo fue inútil. Los que disponían de caballos cabalgaron nada menos que hasta el Pill, Blaize Castle, Kingswood y todas las aldeas situadas a pocas millas de Clifton Hill y Durdham Down; otros recorrieron las orillas del río, volcando barriles y panes de mojada hierba, cualquier cosa que pudiera atrapar y ocultar un cuerpo. Pero nadie encontró a William Henry.
– Ya ha pasado una semana -dijo bruscamente Dick- y no hay ninguna señal. El alcalde dice que tenemos que dejarlo.
– Sí, lo comprendo, padre -contestó Richard-, pero yo nunca lo dejaré. Nunca.
– ¡Acéptalo, te lo ruego! Piensa en lo que está sufriendo tu madre.
– No puedo aceptarlo y no lo aceptaré.
¿Acaso aquella ciega negativa a aceptarlo era mejor que los océanos de lágrimas que había derramado al morir la pequeña Mary? Por lo menos, las lágrimas habían sido un desahogo. Aquello era horrible. Mucho peor que lo de Peg o lo de la pequeña Mary.
– Si Richard abandonara toda esperanza de encontrar a William Henry -dijo el primo James el farmacéutico con una jarra de ron en la mano-, no tendría nada en absoluto por lo que vivir. ¡Ha perdido a toda su familia, Dick! Por lo menos, de esta manera, puede esperar. Yo he rezado y el reverendo James también para que jamás se encuentre el cadáver. Entonces Richard sobrevivirá.
– Eso no es sobrevivir -dijo Dick-. Es un infierno en vida.
– Para ti y Mag, sí. Para Richard es la prolongación de la esperanza… y de la vida. No lo atosiguéis.
Richard tampoco había encontrado trabajo, pero eso no era tan urgente como habría sido en caso de que su padre no fuera un tabernero. Habían transcurrido diez años desde que Dick recibiera la licencia del Cooper's Arms, la taberna que había sobrevivido a casi todas las menos pretenciosas tabernas del centro de Bristol. A pesar de que jamás podría soñar con que los miembros de la Steadfast Society o del Union Club cruzaran su puerta y a pesar de los terribles años de la depresión, el Cooper's Arms seguía conservando su clientela. En cuanto uno de los parroquianos habituales recuperaba su trabajo o encontraba otro, regresaba con su familia a la vieja taberna. Por consiguiente, el verano de 1784 se encontró con un Cooper's Arms en aceptables condiciones…, no tan lleno como en 1774, pero lo bastante para mantener ocupados a Dick, Mag y Richard. Tampoco hacía falta dinero para pagar la matrícula de William Henry.
Pasaron dos meses. En septiembre, Colston volvió a abrir sus puertas a los alumnos de pago…, pero no con el reverendo Prichard como nuevo director. La desaparición de William Henry Morgan y el suicidio de George Parfrey, el maestro de latín, habían destruido sus posibilidades de acceder a tan encumbrado puesto. Como el antiguo director no estaba allí para responsabilizarse de aquella pesadilla, el reverendo Prichard heredó la vergüenza y la ignominia. Muchos importantes bristolianos hicieron preguntas en el Palacio Episcopal.
Aproximadamente por las mismas fechas en que Colston abrió de nuevo sus puertas, Richard recibió una carta del señor Benjamin Fisher, el jefe de Recaudación de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo, solicitando verle de inmediato.
– Os estaréis preguntando -dijo el señor Fisher cuando Richard se presentó en su despacho- por qué no hemos detenido todavía a William Thorne. Eso sólo lo haremos como último recurso… Hasta ahora hemos concentrado todas nuestras energías en el señor Thomas Cave, con la esperanza de que pague la multa de mil seiscientas libras necesaria para que se resuelva el asunto sin juicio. No obstante -añadió, esbozando una sonrisa de serena satisfacción-, han aparecido unas pruebas que arrojan una nueva luz sobre este caso. Os ruego que os sentéis, señor Morgan. -Fisher carraspeó-. Me he enterado de lo de su hijito y créame que lo siento.
– Gracias -dijo secamente Richard, tomando asiento.
– ¿Os suenan de algo los nombres de William Insell y Robert Jones, señor Morgan?
– No, señor -contestó Richard.
– Qué lástima. Ambos trabajaban en la destilería del señor Cave cuando vos estabais allí.
– ¿Trabajaban en los alambiques?
– Sí.
Frunciendo el entrecejo, Richard trató de recordar los ocho o nueve rostros que había visto en la lóbrega caverna, lamentando ahora haberse mantenido apartado de aquellos grupos de obreros en ausencia de Thorne. No, no tenía ni idea de quién era Insell y quién Jones.