– No importa. Ayer vino a verme Insell y confesó que había ocultado información, al parecer, por miedo al daño que Thorne le hubiera podido causar. Aproximadamente hacia las mismas fechas en que vos descubristeis los tubos y los barriles, Insell oyó una conversación entre Thorne, Cave y el señor Ceely Trevillian. No había duda de que hablaban del ron ilegal. Aunque Insell no había sospechado la existencia de ningún fraude, aquella conversación le hizo comprender que los tres estaban asociados para delinquir contra el impuesto sobre el consumo. Por consiguiente, tengo intención de denunciar a Cave y Trevillian y también a Thorne, y entonces la Oficina de Recaudación podrá cobrar el dinero, embargando la propiedad de Cave.
Un pequeño rayo de sensibilidad traspasó el entumecimiento de Richard; éste se reclinó contra el respaldo de su asiento con expresión complacida.
– Me parece una excelente noticia, señor.
– No hagáis nada, señor Morgan, hasta que el caso llegue a los tribunales. Tendremos que investigar un poco más las cosas antes de poder detenerlos a los tres, pero tened la seguridad de que eso es lo que va a ocurrir.
Dos meses atrás, la noticia lo hubiera inducido a regresar dando saltos de alegría al Cooper's Arms; hoy sólo había suscitado en él un fugaz interés.
– No recuerdo ni a Insell ni a Jones -le dijo a su padre-, pero mis pruebas han quedado confirmadas.
– Aquel de allí -dijo Dick, señalando hacia un rincón- es William Insell. Vino aquí en tu ausencia y quiere verte.
Un solo vistazo al rostro de Insell refrescó la memoria de Richard. Un joven simpático y muy trabajador. Por desgracia, era el principal blanco de las iras de Thorne; dos veces había sido víctima de la cuerda de Thorne y dos veces había sufrido los azotes sin rebelarse. No era nada insólito. Rebelarse significaba perder el empleo y, en los duros tiempos que corrían, la gente no podía permitirse el lujo de perder su trabajo. Richard no hubiera tolerado ni siquiera la amenaza de los azotes, pero Richard jamás se había encontrado en una situación en que la cuerda de azotar fuera su única alternativa. Al igual que William Henry, tenía la habilidad de evitar los castigos corporales sin necesidad de mostrarse servil; además, era un artesano cualificado, no un simple obrero. Insell era una víctima perfecta, pobrecillo. Él no tenía la culpa. Era su manera de ser.
Richard llevó dos medias pintas de ron a la mesa del rincón y se sentó. Era una muestra de un cambio de comportamiento que nadie había considerado prudente comentar. En los últimos tiempos, a Richard le había dado por beber ron, y cada vez en mayor medida.
– ¿Qué tal estás, Willy? -preguntó, empujando una de las jarras hacia el pálido señor Insell.
– ¡Tenía que venir! -dijo Insell, con la voz entrecortada por la inquietud.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Richard en espera de que el ardiente líquido empezara a amortiguar su dolor.
– ¡Thorne! Se ha enterado de que he ido a la Oficina del Impuesto sobre el Consumo.
– No me extraña si tú te dedicas a contárselo a todo el mundo. Cálmate, hombre, y bebe un poco de ron.
Insell bebió con avidez, se atragantó y, aunque estuvo casi a punto de vomitar a causa de la fuerza del mejor ron sin aguar que servía Dick, dejó de temblar. Apuró el contenido de su jarra y Richard fue por otras dos.
– He perdido el empleo -dijo entonces Insell.
– En tal caso, ¿qué miedo le puedes tener a Thorne?
– ¡Este hombre es un asesino! ¡Encontrará la manera de matarme!
Richard pensaba en su fuero interno que era mucho más probable que Ceely Trevillian cometiera un asesinato en caso de necesidad, pero se abstuvo de comentarlo.
– ¿Dónde vives, Willy?
– En Clifton. En el Jacobs Well.
– ¿Y qué tiene Robert Jones que ver con eso?
– Le conté lo que había oído. El señor Fisher, el jefe de la Oficina de Recaudación, mostró interés por el asunto, pero cree que yo soy mucho más importante.
– Por supuesto que sí. ¿Sabe Thorne que vives en Jacob's Well?
– No creo.
– ¿Lo sabe Jones?
De repente, Richard recordó a Robert Jones, un sujeto muy rastrero y empalagoso que adulaba a Thorne. Estaba claro que él le había dado el soplo a Thorne.
– Jamás se lo dije.
– Pues entonces, quédate tranquilo, Willy. Si no tienes nada mejor que hacer, ven a pasar el rato aquí. El Cooper's Arms es un lugar donde Thorne no te buscará. Pero, si bebes ron, lo tendrás que pagar.
Horrorizado, Insell apartó la segunda jarra.
– ¿Eso lo voy a tener que pagar? -preguntó.
– Aquí invita la casa. Anímate, Willy. Según mi experiencia, los miserables no son muy inteligentes. Estarás a salvo.
Los días empezaban a acortarse, lo cual limitaba la cantidad de tiempo que Richard podía dedicar a la búsqueda de William Henry. El primer lugar al que se dirigía era siempre el pequeño valle a orillas del Avon, desde el cual subía a los escarpados peñascos, llamando a William Henry; desde lo alto de la garganta del río, bajaba por Durdham Down hasta llegar finalmente a Clifton Green. En su camino de vuelta a casa, pasaba por delante de la casa de William Insell, pero, por regla general, solía tropezarse con Insell en el sendero del otro lado de Brandon Hill, apurando el paso para que no le sorprendiera la oscuridad, a pesar de que el temor todavía le impedía abandonar el Cooper's Arms después de la puesta de sol.
Había gastado otros dos pares de zapatos, pero a ningún miembro de la extensa familia Morgan se le ocurría reprochárselo; cuanto más caminaba Richard, tanto menos tiempo le quedaba para beber ron. Su hermano William necesitaba de repente triscar y afilar las sierras más a menudo (estaba utilizando una nueva madera de las Indias Occidentales), lo cual ofrecía a Richard otro lugar al que dirigirse, aparte de Clifton. ¿Quién sabía? A lo mejor, el diablillo había llegado a Cuckold's Pill y los viajes al aserradero de William no eran enteramente una pérdida de tiempo. Y no podía beber ron cuando necesitaba los ojos para triscar debidamente una sierra.
No había llorado. No podía llorar. El ron era un medio para amortiguar el dolor, que era el dolor de la esperanza, la esperanza de que algún día William Henry cruzaría aquel umbral.
– Jamás creí que pudiera decirlo -le dijo Richard a su primo James el farmacéutico a mediados del mes de septiembre-, pero estoy empezando a pensar que ojalá hubiera encontrado el cuerpo de William Henry. Entonces ya no podría tener esperanza. Tal y como están las cosas, tengo que suponer que William Henry está vivo en algún sitio, lo cual ya es de por sí una tortura… ¿qué clase de vida puede ser la suya para que no pueda regresar a casa?
Su primo segundo lo miró con tristeza. Richard estaba más delgado pero en mejor forma física… Todos aquellos paseos y subidas a las colinas habían perfeccionado un cuerpo siempre en forma, sólo que ahora probablemente hubiera sido capaz de levantar yunques o resistir los estragos de cualquier enfermedad. ¿Cuántos años tenía ahora que acababa de celebrar otro cumpleaños? Treinta y seis. Los Morgan solían ser muy longevos y, si Richard no se estropeara el hígado con el ron, podría llegar fácilmente a los noventa. Pero ¿para qué? ¡Ojalá pudiera dejar todo aquel espantoso asunto a su espalda, buscarse otra mujer y engendrar otra familia!
– ¡Dos meses y medio, primo James! ¡Y ni rastro de él! A lo mejor… -se estremeció al pensarlo-… aquella abominable criatura ocultó su cuerpo.
– Querido primo, te suplico que lo olvides.
– No puedo.
Al día siguiente, William Insell no apareció por el Cooper's Arms. Alegrándose de tener un pretexto para dirigirse a Clifton más temprano que de costumbre, Richard se encasquetó el sombrero y se encaminó hacia la puerta.