– ¿Ya te vas? -le preguntó extrañado Dick.
– Insell no ha venido, padre.
Dick soltó un gruñido.
– Tanto mejor. Estoy harto de verle sentado en su rincón con esta cara de angustia que me espanta a los demás clientes.
– Estoy de acuerdo -dijo Richard, consiguiendo esbozar una sonrisa-, pero su ausencia me preocupa. Quiero averiguar por mí mismo por qué no ha venido.
El camino que atravesaba Brandon Hill le resultaba ahora tan familiar que lo habría podido recorrer con los ojos cerrados; Richard llegó a la casa de William Insell a los quince minutos de haber salido de la suya.
Una muchacha permanecía sentada en el porche. Sin apenas percatarse de su presencia, Richard se desvió un poco para rodearla. La muchacha extendió un pie.
– Bonjour -dijo.
Sobresaltado, Richard bajó la vista y contempló el rostro femenino más cautivador que jamás hubiera visto. Grandes y recatados ojos negros de largas pestañas, un hoyuelo en cada una de las sonrosadas mejillas, unos carnosos y rojos labios sin pintar, una tez respladeciente, una despeinada mata de sedosos bucles negros. ¡Pero qué bonita era! ¡Y qué aspecto tan pulcro!
– ¿Cómo estáis? -replicó Richard, quitándose el sombrero para hacer una reverencia.
– Muy bien, señor -contestó ella en un inglés con fuerte acento francés-, pero no puedo decir lo mismo del pobre Willy.
– ¿Insell, señora?
– Oui. -La muchacha se puso en pie y mostró una figura tan agraciada como su rostro, ataviada con un seductor vestido de seda rosa. Una prenda muy cara-. Sí, Willy -añadió, pronunciando el nombre de una forma tan adorable que Richard no pudo por menos que esbozar una sonrisa.
La muchacha emitió un jadeo.
– ¡Oh, monsieur! ¡Qué apuesto sois!
Habitualmente tímido con los extraños, Richard no se sentía en modo alguno tímido con ella, a pesar de su ingenuo descaro. Consciente de que se había ruborizado, habría querido apartar el rostro, pero le resultaba imposible. La muchacha era increíblemente bonita y las mitades superiores de sus suaves pechos de color marfil eran todavía más seductoras que su expresión.
– Soy Richard Morgan -le dijo.
– Y yo soy Annemarie Latour, la doncella de la señora Barton. Vivo aquí. -Soltó una risita-. ¡Pero no con Willy, claro!
– ¿Decís que está enfermo?
– Venid a verlo vos mismo. -La joven empezó a subir por la angosta escalera por delante de él, con la orla del vestido lo bastante alta para dejar al descubierto sus bien torneados tobillos en medio de una espuma de fruncidas enaguas-. ¡Willy! ¡Willy! ¡Tienes una visita! -gritó al llegar al rellano.
Richard entró en la habitación de Insell y lo vio tumbado en su cama, con cara de estar muy mareado.
– ¿Qué fue, Willy?
– Comí unas ostras en mal estado -contestó Insell, soltando un quejido.
Annemarie lo había seguido y ahora estaba contemplando a Willy con interés, pero sin la menor compasión.
– Se empeñó en comerse las ostras que la señora Barton me había dado. Le dije que la vieja no me habría ofrecido ostras si hubieran sido frescas. Willy las olió, dijo que estaban buenas y se las comió. Et voilà!
La muchacha señaló al joven con gesto teatral.
– Te está bien empleado, William. ¿Te ha visto el médico? ¿Necesitas algo?
– Sólo descanso -contestó con voz quejumbrosa el enfermo-. He vomitado tantas veces que el médico dice que ya no me pueden quedar más ostras allí abajo. Me encuentro muy mal.
– Pero vivirás, que es lo que importa. Sin tu presencia para confirmar mi declaración, el señor Fisher de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo no podría presentar ninguna denuncia. Volveré a pasarme mañana por aquí para ver qué tal estás.
Richard bajó la escalera, consciente de que Annemarie Latour lo seguía lo bastante de cerca para aspirar el fresco aroma del mejor jabón de Bristol. No perfume. Jabón. Jabón con esencia de lavanda.
¿Qué estaba haciendo una chica como aquélla, sola en una casa de huéspedes de Clifton? Las doncellas solían vivir en las casas de sus señores.
Y Richard jamás había conocido a una doncella que vistiera de seda. ¿Ropa desechada de la señora Barton tal vez? En caso de que así fuera, la señora Barton, calificada por su doncella de «vieja», debía de tener una espléndida figura.
– Bonjour, monsieur Richard -dijo la señora Latour en el porche-. Os veré mañana, non?
– Sí -contestó Richard, acercándose el sombrero al pecho antes de alejarse colina arriba en dirección a Clifton Green.
Su mente se debatía en el conflicto de hacer dos cosas a la vez: buscar a William Henry y no olvidarse de Annemarie Latour que estaba allí, devorándolo cual si fuera un gusano. Así la veía él con un instinto muy poco imparcial, pues su cuerpo traidor estaba experimentando unas turbulentas e inauditas emociones. Toda una vida en las tabernas le había enseñado en incontables ocasiones que toda la razón y el sentido común de un hombre podían escaparse volando por la ventana al más mínimo movimiento de una falda femenina.
Pero ¿por qué ahora y por qué con aquella mujer? Peg llevaba nueve meses muerta y, siguiendo la tradición, él seguía de luto por ella y ni siquiera habría tenido que pensar en las necesidades de su cuerpo. Y tampoco era un hombre que jamás se habría parado demasiado a pensar en las necesidades de su cuerpo. Su esposa había sido su única amante y él jamás había deseado en serio a ninguna otra mujer.
No es el momento ni la situación, pensó mientras seguía gastando su cuarto par de zapatos. Es simplemente ella. Annemarie Latour. En cualquier otra circunstancia o situación en que la hubiera conocido, tanto estando Peg viva como muerta, Richard intuía que Annemarie Latour le habría provocado la misma reacción. Gracias a Dios que Peg había muerto. La muchacha rezumaba una invisible atracción, parecía una sirena cuyo mayor placer fuera el acto de la seducción. Y yo soy Ulises atado al mástil y no me he tapado las orejas con cera. Soy un hombre corriente de humildes orígenes. No la amo, pero, ¡cuánto la deseo, Dios mío!
Entonces empezó a sentirse culpable. Peg había muerto, él estaba todavía de luto. Hacía menos de tres meses que William Henry había desaparecido… Sus sentimientos eran indignos, repugnantes, contrarios a la naturaleza. Echó a correr llamando a gritos a su hijo en medio de los indiferentes vientos de Clifton Hill. ¡William Henry, William Henry, sálvame!
Pero regresó a la puerta de William Insell a las ocho de la mañana del día siguiente, estrujando el sombrero entre sus manos, buscando en vano a Annemarie Latour. No había nadie en el porche y tampoco en el interior de la casa. Llamando con delicadeza, empujó la puerta de la habitación de Insell y lo vio dormido en su cama, con el pecho subiendo y bajado apaciblemente. Volvió a salir de puntillas.
– Bonjour, monsieur Richard.
¡Allí estaba! En la escalera que conducía al desván.
– Está durmiendo -dijo Richard en un susurro.
– Lo sé. Le administré un poco de láudano.
Iba vestida con menos ropa que la víspera, pero parecía que acabara de levantarse de la cama: una bata de encaje de color de rosa y una especie de camisa de color de rosa debajo. El cabello, no recogido con horquillas, le caía en cascada sobre los hombros.
– Perdón. ¿Os he despertado?
– No. -Annemarie se acercó un dedo a los labios-. ¡Ssssss! Subid conmigo.
Bueno, el solo hecho de verla había sido suficiente para excitarlo, pero, aun así, la siguió a la minúscula buhardilla donde ella vivía y se quedó plantado con el sombrero sobre la entrepierna, mirando a su alrededor como un tonto. Su prima Ann tenía unos muebles mucho más valiosos, pero la señora Annemarie tenía mucho mejor gusto que ella. La estancia perfectamente ordenada olía a lavanda y no a prendas impregnadas de sudor, y estaba toda ella decorada en purísimo color blanco.