– ¿Richard? ¿Os puedo llamar Richard? -preguntó, arrebatándole el sombrero y contemplando su entrepierna con unos ojos como platos-. Oooooh la la! -exclamó mientras lo ayudaba a quitarse la chaqueta.
Richard estaba acostumbrado al decoro de las camisas de noche y de la oscuridad, pero Annemarie no creía en ninguna de las dos cosas. Cuando trató de dejarse puesta la camisa, ella no se lo permitió, se la quitó por la cabeza y lo dejó indefenso, sin nada encima.
– Sois muy apuesto -dijo en tono de asombro, dando una vuelta a su alrededor mientras se quitaba primero la bata de encaje y después la fina camisa de seda rosa-. Yo también soy muy bella, ¿verdad?
Richard sólo pudo asentir en silencio. No era necesario que se preocupara por lo que debería hacer a continuación; ella dominaba por entero la situación y era evidente que prefería que así fuera. Un hombre menos humilde se hubiera echado atrás ante su autoridad, pero Richard se consideraba un novato en tales lides y tenía todo el orgullo propio de un hombre humilde. Que ella tomara la iniciativa y, de esta manera, él no sufriría la vergüenza de hacer algo que ella no aprobara o considerara ridículo.
Muchas hermosas damas se exhibían en las mejores zonas de Bristol, pero las voluminosas faldas podían ocultar unos palillos o unas piernas de cordero, y los pechos empujados hacia arriba por las ballenas podían desplomarse hasta una cintura inesperadamente ancha o un vientre más trémulo que unas natillas. ¡Pero no era así en el caso de la señora Annemarie! Sus pechos eran tan altos y abundantes como los de Peg, su cintura todavía más breve que la de ésta, sus muslos y caderas suavemente redondeados, sus piernas muy finas pero bien torneadas, su vientre plano y el negro montículo, triunfal y jugosamente sabroso.
Dio una nueva vuelta a su alrededor y después se comprimió contra su trasero y empezó a restregarse mientras emitía murmullos y ronroneos; Richard percibía la suavidad del vello del montículo contra sus piernas. Se sobresaltó cuando ella hundió de repente las cuidadas uñas en sus hombros y se encaramó hasta que el vello empezó a deslizarse voluptuosamente por sus nalgas. Apretando los dientes -temía experimentar el orgasmo allí mismo-, trató de mantenerse absolutamente inmóvil hasta que ella empezó a moverse a su alrededor y a restregarse contra él entre arrullos y gemidos. A continuación, cayó de rodillas delante de él, echó los hombros hacia atrás para que sus pechos se irguieran como unas redondas pirámides coronadas de rojo, se apartó el cabello del rostro y esbozó una jubilosa sonrisa.
– Creo -dijo, hablando desde lo más hondo de su garganta- que voy a tocar la flauta muda.
– ¡Hacedlo, señora -replicó Richard entre jadeos- y veréis cómo la melodía se ahoga en un segundo!
Ella acunó sus testículos en sus manos y sonrió satisfecha.
– No importa, cher Richard. Hay más de una melodía en esta preciosa flauta.
La sensación fue… impresionante. Con los ojos cerrados y mientras todas las fibras de su ser se concentraban en la tarea de extraer aquel sorprendente placer hasta que su carne ya no pudiera resistirlo por más tiempo, Richard trató de almacenar toda la cantidad de matices de experiencia que pudiera. Al final, se rindió ante una deslumbradora mezcla de colores, sacudidas y negro terciopelo, apoyando las manos sobre su cabello mientras ella lo sorbía y tragaba con avidez.
Pero ella no se había equivocado. Tan pronto como terminó la convulsión, el tirano de la parte inferior de su vientre volvió a levantarse, pidiendo más.
– Ahora me toca a mí -dijo ella, acercándose con paso decidido a la cama como si todavía calzara zapatos de tacón alto. Una vez allí, se tumbó en ella, con los hinchados labios carmesí brillando en las profundidades del montículo-. Primero la lengua en un la-la-la, después la flauta a ritmo de marcha y después… ¡la tarantela! ¡Dale que te dale con el palillo sobre el tambor!
Eso era lo que ella quería y eso fue lo que recibió. Ya hacía un buen rato que toda pretensión de pensar había desaparecido; si madame exigía una representación completa, le ofrecería una sinfonía.
– Eres una moza muy musical -le dijo varias horas más tarde, absolutamente exhausto-. No, no te molestes en intentarlo. La flauta ya no puede sonar.
– Estás lleno de sorpresas, querido -dijo ella, ronroneando.
– Pues anda que tú. Aunque dudo mucho que hayas aprendido un repertorio tan variado con palillos tan miserables como el mío. Habrás necesitado flautas, clarinetes, oboes… e incluso fagots.
– En algún lugar, cher Richard, habrás adquirido una educación.
– Supongo que cinco años en Colston se pueden considerar una especie de educación. Pero casi toda la adquirí haciendo armas.
– ¿Armas?
– Sí, con un caballero portugués de credo judío. Mi maestro armero -dijo Richard, tan agotado que el solo hecho de hablar constituía para el un esfuerzo sobrehumano, pero comprendiendo que a ella le gustaba charlar después del concierto- tocaba el violín, su mujer el clavicordio y sus tres hijas el arpa, el violonchelo y… la flauta. Viví siete años en su casa y solía cantar porque les gustaba mi voz. Mi sangre es probablemente galesa y los galeses son muy aficionados al canto.
– Observo que también tienes sentido del humor -dijo ella, rozándole la mejilla con su cabello-. Muy reconfortante en un bristoliano. ¿Tu humor también es galés?
Richard se levantó de la cama y se puso los calzones, tras lo cual se sentó en el borde de la cama para ponerse las medias.
– Lo que no acierto a comprender es por qué razón eres la doncella de una dama, Annemarie. Tendrías que ser la amante de un potentado.
Ella chasqueó los dedos en el aire.
– Me divierte.
– ¿Y los vestidos de seda? ¿Y esta… virtuosa estancia?
– La señora Barton -contestó ella en tono despectivo- ¡es una vieja estúpida y una perra!
– ¡No utilices esta palabra! -dijo severamente Richard.
– ¡Perra! ¡Perra, perra, perra! ¡Ya está! Creo que te he escandalizado muchísimo, mi querido Richard. -Se incorporó y cruzó las piernas bajo su cuerpo como un sastre-. Engaño a la señora Barton, Richard. La engaño de mala manera. Pero ella cree ser más lista que yo y me aloja aquí para mantener apartado de mí a su viejo y estúpido marido. Se dedica a recorrer todas las grandes mansiones, presumiendo de que tiene una auténtica doncella frrrrrancesa. ¡Bah!
Una vez vestido, Richard la estudió con ironía.
– ¿Quieres volver a verme? -le preguntó.
– Sí, mi querido Richard, no faltaría más.
– ¿Cuándo?
– Mañana a la misma hora. La señora Barton no se levanta temprano.
– No puedes administrarle eternamente láudano a Willy.
– Ni falta que hace. Ahora ya te tengo a ti… ¿qué importa Willy?
– Claro. Hasta mañana entonces.
Aquel día William Henry quedó, si no olvidado, enterrado bajo muchas capas de la mente de su padre. Richard regresó directamente al Cooper's Arms, subió la escalera sin decirle nada a nadie, se tumbó completamente vestido en la cama y durmió hasta el amanecer. Sin haber bebido ni una sola gota de ron.
– Tu pez -le dijo Annemarie Latour a John Trevillian Ceely Trevillian- ya ha picado el anzuelo.
– Me gustaría que abandonaras todas estas simulaciones afrancesadas -dijo el señor Trevillian, lanzando un suspiro-. ¿Fue muy penoso para ti, pobrecita mía?
– Muy al contrario, cher Ceely. Llevaba la ropa limpia. Tanto como su persona. Nada de liendres, piojos o ladillas -contestó ella, hablando con exagerada afectación-. Se lava mucho. -Una sonrisa de pura crueldad le curvó la boca-. Tiene un cuerpo espléndido. Y es muy pero que muy hombre.