A los doce años, le llegó el momento de marcharse y dedicarse a un oficio o profesión acorde con su educación. Para gran sorpresa de su familia, siguió una dirección distinta de la que cualquier Morgan hubiera seguido hasta la fecha. Entre sus principales cualidades se contaba su habilidad en cuestiones mecánicas y en la colocación de las piezas de un rompecabezas, amén de una paciencia verdaderamente extraordinaria en alguien tan joven. Él mismo decidió entrar como aprendiz en el taller del senhor Tomas Habitas, el armero.
La decisión fue secretamente del agrado de su padre, encantado con la idea de que los Morgan hubieran producido un artesano en lugar de un comerciante. Además, la guerra formaba parte de la vida y las armas formaban parte de la guerra. Un hombre capaz de hacerlas y arreglarlas no era probable que se convirtiera en carne de cañón en un campo de batalla.
Los siete años de aprendizaje fueron para Richard una delicia en lo tocante al trabajo y la preparación, a pesar de las incomodidades físicas que ello suponía. Como todos los aprendices, no cobraba ninguna paga, vivía en la casa de su maestro, le servía a la mesa, se alimentaba de las sobras y dormía en el suelo. Por suerte, el senhor Tomas Habitas era un amo bondadoso y un armero sensacional. A pesar de que podía hacer unas preciosas pistolas de duelo y fusiles de caza, era lo bastante listo para comprender que, para prosperar en aquel sector, tenía que ser un Manton, cosa que, fuera de Londres, no podía ser. Por consiguiente, optó por fabricar el mosquete militar cariñosamente conocido por todos los soldados e infantes de marina como «Brown Bess», la Morena Isabelita, cuyas cuarenta y seis pulgadas de longitud -que abarcaban tanto la culata de madera como el acero del cañón- eran tan marrones como una nuez. A los diecinueve años, Richard terminó su aprendizaje y abandonó la familia de Habitas, pero no su taller. Allí siguió fabricando, pero ahora como maestro artesano, el Brown Bess. Y se casó, cosa que no habría podido hacer siendo aprendiz. Su mujer era hija del hermano de su madre y, por lo tanto, prima hermana suya, pero, puesto que la Iglesia anglicana no lo prohibía, se casó con su prometida en la iglesia de St. James bajo los auspicios de su primo Jem el clérigo. A pesar de haber sido arreglada, fue una boda por amor y, a medida que pasaban los años, el amor entre los miembros de la pareja se fue consolidando. No sin ciertas dificultades de nomenclatura, pues Richard Morgan, hijo de Richard Morgan y de Margaret Biggs, había tomado por esposa a otra Margaret Biggs.
Mientras la armería de Habitas prosperó, semejante situación no resultó demasiado incómoda, pues el joven matrimonio vivía en un apartamento alquilado de dos habitaciones en Temple Street al otro lado del Avon, justo a la vuelta de la esquina del taller de Habitas y de la sinagoga judía.
La boda se había celebrado en 1767, tres años después de la guerra de los Siete Años contra Francia, concluida con un tratado de paz muy impopular. Fuertemente endeudada a pesar de su victoria, Inglaterra tuvo que aumentar sus ingresos por medio de nuevos impuestos y reducir los gastos de su ejército y de su armada por medio de ahorros masivos. Las armas ya no eran necesarias. Por consiguiente, uno a uno los artesanos y los aprendices de Habitas fueron desapareciendo hasta que en el taller sólo quedaron Richard y el propio senhor Habitas. Pero, al final, tras el nacimiento de la pequeña Mary en 1770, Habitas se vio obligado muy a pesar suyo a prescindir de los servicios de Richard.
– Ven a trabajar conmigo -le dijo alegre Dick Morgan-. Las armas pueden ir y venir, pero el ron es absolutamente eterno.
Todo fue muy bien, a pesar del problema de los nombres. A la madre de Richard siempre la habían llamado Mag y a la esposa de Richard, Peg, dos diminutivos de Margaret. El verdadero problema era que, exceptuando a los estrafalarios disidentes protestantes que bautizaban a sus hijos varones con nombres como «Cranfield» u «Onesiphorus», casi todos los varones ingleses se llamaban John, William, Henry, Richard, James o Thomas, y casi todas las mujeres se llamaban Ann, Catherine, Margaret, Elizabeth o Mary. Una de las pocas costumbres que unían a todas las clases sociales, desde las más altas a las más bajas.
Peg, la mimosa y complaciente Peg, resultó que no concebía con facilidad. Mary fue su primer embarazo, casi tres años después de su boda, y no porque no lo intentara. Como es natural, ambos progenitores esperaban un varón y sufrieron una gran decepción cuando tuvieron que buscar un nombre de mujer. La elección de Richard recayó en Mary, un nombre poco común en el clan (tal como dijo con toda franqueza su padre) y con cierto regusto papista. No importaba. En cuanto tomó en brazos a su hija recién nacida y la contempló con asombro, Richard Morgan descubrió en sí mismo un océano de amor todavía inexplorado. Tal vez debido a su paciencia, siempre se había llevado de maravilla con los niños, pero, a pesar de todo, no estaba preparado para la emoción que sintió cuando contempló a la pequeña Mary. Sangre de su sangre, hueso de sus huesos, carne de su carne.
Ahora que tenía una hija, su nuevo oficio de tabernero le gustaba mucho más que el de armero; la taberna era un negocio familiar, un lugar en el que podría estar constantemente con su hija, verla con su madre, contemplar el milagro de los hermosos pechos de Peg sirviendo de almohada para la cabeza de la niña mientras su boquita se afanaba en succionar la leche. Peg no le escatimaba la leche y temía el día en que tuviera que destetar a Mary con cerveza suave. ¡A los bebés de Bristol, como a los de Londres, no se les daba agua, faltaría más! La cerveza suave no intoxicaba demasiado, pero un poco, sí. Los bebés que empezaban a bebería demasiado pequeños, decía Peg, la hija del campesino (cuyo eco repetía Mag) siempre acababan convirtiéndose en borrachos. Aunque no era muy dado a corroborar las afirmaciones de las mujeres, Dick Morgan, veterano de cuarenta años en el negocio de las tabernas, estaba totalmente de acuerdo con ellas. La pequeña Mary tenía más de dos años cuando Peg empezó a destetarla.
Entonces regentaban la Bell, la primera taberna en propiedad de Dick. Estaba en Bell Lane y formaba parte del tortuoso conjunto de casas, almacenes y sótanos pertenecientes al primo James el farmacéutico, el cual compartía la parte sur de la estrecha callejuela con la no menos tortuosa sede de la empresa norteamericana de comercio de lana de Lewsley & Co. Hay que añadir que el primo James el farmacéutico era propietario de un soberbio establecimiento de venta al detalle en Corn Street; sin embargo, casi todo el dinero lo había ganado fabricando y exportando medicamentos y compuestos químicos, desde el corrosivo sublimado de mercurio (utilizado en el tratamiento de los chancros de la sífilis) hasta el láudano y otros opiáceos.
Cuando finalmente se recibió la autorización para la venta de alcohol en el Cooper's Arms de la vuelta de la esquina en Broad Street, Dick Morgan se hizo con ella. ¡Una taberna en Broad Street! ¡Incluso tras haberle pagado al Ayuntamiento las veintiuna libras de alquiler anual, el dueño de una taberna de Broad Street podía esperar tranquilamente unos beneficios de cien libras anuales! [2] Le fue muy bien porque la familia Morgan no temía el trabajo duro, Dick Morgan jamás aguaba el ron y la ginebra y la comida que servían a la hora del almuerzo (sobre las doce del mediodía) y la de la cena (sobre las seis de la tarde) era excelente. Mag era una espléndida cocinera de platos caseros y todas las quisquillosas normas que se remontaban a la época de la buena reina Bess y que tanto agobiaban a los taberneros de Bristol -prohibición de cocer pan en el local, prohibición de sacrificar animales para no tener que comprárselos al carnicero- eran, a juicio de Dick Morgan, una fuente de mayores ingresos. Si un hombre pagaba sus cuentas a tiempo, los vendedores al por mayor siempre le hacían condiciones especiales. Incluso cuando la situación era difícil.