La indirecta dio directamente en el blanco, enconando la herida y extendiendo el veneno, pero él era demasiado listo para darlo a entender.
En su lugar, le dio una palmada en el trasero, le entregó veinte guineas de oro y la despidió; el señor Cave y el señor Thorne lo iban a visitar y él llevaba algún tiempo sin verlos. Tratándose de alguien que vivía con su amante mamaíta en Park Street, no era aconsejable que lo vieran demasiado a menudo recibiendo visitas de gente de baja condición.
– Lo mejor que podemos hacer -dijo William Thorne cuando él y Cave llegaron- es agarrar a Insell y colocarlo como tripulante en un barco negrero.
– ¿Para que la sospecha de asesinato se cierna sobre nosotros como el humo alrededor de la chimenea de una fundición? -preguntó Ceely-. ¡Ni hablar!
– Me encargaré de que lo incluyan en la lista y la patrulla de reclutamiento se lo lleve.
– Quiero quitar también de en medio a Richard Morgan -dijo Trevillian.
– ¡No es necesario! -gimoteó Thomas Cave-. Richard Morgan está muy bien relacionado… en cambio, el otro es un don nadie. Deja que Bill se encargue de colocar a Insell en un barco negrero y después yo regresaré a la Oficina del Impuesto sobre el Consumo, te lo ruego. No te pido que pagues la multa, Ceely, pero, hasta que ésta se pague, la amenaza de juicio se cierne sobre todos nosotros. Nos están vigilando.
– Mira -dijo lenta y cuidadosamente Ceely Trevillian-, mi alta cuna me impide ganarme la vida trabajando, y mi difunto padre, que el diablo se lo lleve, me desheredó. El hecho de saber que tengo que vivir de mi ingenio me ha obligado a aguzarlo. Mi madre hace lo que puede, incluido alojarme en su casa y entregarme oro cuando mi hermano no mira, pero necesito el dinero del impuesto sobre el consumo y no me gusta que me priven de él. Tampoco me gustará verme privado de mi libertad o de mi aparato respiratorio. Morgan e Insell me han cortado los ingresos y quiero acabar con ellos. -Su rostro se torció en una mueca-. Estoy de acuerdo en que Insell no es nadie. Morgan es el que nos hundirá. Además, necesito destruir a Richard Morgan.
Cuando Richard se despertó, lo primero que hizo fue mirar hacia el cuartito de William Henry. La cama estaba vacía. Las lágrimas asomaron a sus ojos, las primeras desde que William Henry desapareciera, pero no resbalaron por sus mejillas. Su sueño había sido muy largo y había eliminado todos los dolores corporales, aunque su miembro estaba en carne viva y él sentía los efectos de los mordiscos y arañazos. Perra era una palabra muy vulgar, pero Annemarie Latour era una perra de primerísima categoría.
Las costumbres de la casa al amanecer se remontaban a sus primeros recuerdos. Dick bajaba a la cocina y le subía una olla de agua caliente y un cubo de agua fría a Mag para que ésta se bañara en su pequeña bañera de hojalata. Cuando vivía Peg, ambas mujeres la compartían y más adelante la había utilizado la criada. Mientras ellas se bañaban arriba, Dick y Richard se lavaban abajo.
Dick cruzó la estancia para dirigirse a su dormitorio con la olla y el cubo de Mag, miró hacia la cama de Richard al salir y observó que su hijo ya se había despertado. Dejando la ropa de dormir para que la criada se encargara de ella, Richard sacó unas prendas de la cómoda y, desnudo tal como estaba, bajó corriendo para reunirse con su padre, el cual ya se había afeitado y se encontraba de pie en la bañera, arrojándose agua encima con un cuenco de hojalata y frotándose la mojada piel con una pastilla de jabón.
Dick miró a su hijo boquiabierto de asombro.
– ¡Qué barbaridad! ¿Dónde has estado?
– Con una mujer -contestó Richard, disponiéndose a afeitarse.
– Ya era hora. -Dick eliminó el jabón con el cuenco-. ¿Una puta, Richard?
Richard esbozó una sonrisa.
– En caso de que lo sea, padre, debe de ser de una clase muy poco frecuente. Con eso quiero decir que jamás he visto otra igual.
– Una afirmación muy categórica viniendo de un tabernero.
Dick salió del barreño y empezó a frotarse vigorosamente con una vieja sábana de lino mientras Richard se introducía en el agua ya utilizada por su padre.
– ¿Habéis terminado? -preguntó la voz de Mag desde arriba.
– ¡Todavía no! -gritó Dick, llevando a rastras a Richard, que todavía se estaba secando, hasta la ventana donde había un poco más de luz. Allí examinó severamente a su hijo-. Espero que no te haya contagiado la sífilis o la gonorrea.
– Apuesto a que no. Es una dama particular.
– ¿Qué ocurrió?
– La conocí en casa de Insell.
– ¿Vive con Insell?
– ¡Qué va! Antes preferiría morir. Es muy fina y remilgada. -Richard frunció el entrecejo y meneó la cabeza-. A decir verdad, no sé por qué se encaprichó de mí. No me parezco para nada a Insell.
– Te pareces tan poco a Insell como una bolsa de seda a una oreja de cerda.
– La volveré a ver a las ocho de esta mañana.
Dick soltó un silbido.
– Entonces la cosa está caliente, ¿eh?
– Como el fuego. -Richard terminó de anudarse el corbatín y de peinarse el húmedo cabello-. El caso es, padre, que me desagrada profundamente y, sin embargo, jamás me canso de ella. ¿Debo ir? ¿O me aparto de ella para siempre?
– ¡Ve a verla, Richard, ve a verla! Cuando hay fuego, la única manera de librarse de él es cruzarlo para pasar al otro lado.
– ¿Y si me quemo?
– Rezaré para que eso no ocurra.
Por lo menos, pensó Richard a las ocho menos cuarto mientras cerraba a su espalda la puerta del Cooper's Arms, cuento con la aprobación de mi padre. Jamás pensé que pudiera comprenderlo. Me pregunto cuál debió de ser su fuego.
Aún no sabía muy bien por qué iba, si era por algo tan complicado como la esclavitud sexual o por simple hambre sexual. En Bristol, las palabras «sexo» y «sexual» no se utilizaban en el contexto del acto; eran demasiado brutales y explícitas en una pequeña ciudad temerosa de Dios que, sin embargo, no se mostraba demasiado prudente y circunspecta en otras muchas cosas. La palabra «sexo» despojaba el acto amoroso de cualquier atributo moral. La palabra «sexo» convertía el acto amoroso en un acontecimiento puramente animal. Sea como fuere, el sexo y sólo el sexo era el motivo de que él se estuviera dirigiendo a Jacob's Well para disfrutar de un poco más de Annemarie.
Pero era en William Henry en quien estaba pensando. Vivo en el mundo de otra persona, imposibilitado de regresar a casa. Lo cual significaba que lo habían apresado para convertirlo en grumete. Eran cosas que ocurrían. Sobre todo, cuando los muchachos eran bien parecidos. ¡Oh, Dios mío! ¡Que mi hijo no tenga que llevar esta vida! ¡Te lo suplico, Dios mío, haz que primero se muera! Mientras yo me acuesto con una perra francesa que me paraliza tal como una vez vi que una cobra paralizaba a una rata en la Feria de Bristol…
El fuego ardía con creciente violencia cada vez que Richard se reunía con ella, cosa que ocurrió cada día de la siguiente semana. Pero el dolor que ello le producía y el dolor de abandonar a William Henry, de imaginar a William Henry convertido en grumete, lo obligó a regresar al ron; sus días se transformaron en una borrosa mezcla de Annemarie, del preocupado rostro de su padre, de William Henry llorando en la lejana inmensidad del mar, de sexo y música y cobras y ron, ron para buscar el olvido después de cada juerga. La odiaba, odiaba a la perra francesa, pero jamás se cansaba de ella. Sin embargo, lo peor de todo era que se odiaba a sí mismo.
Inesperadamente, ella le envió una nota por medio de William Insell diciéndole que, durante algún tiempo, no podría verle… sin darle ninguna explicación.
Desconcertado por la situación, el propio Insell tampoco pudo darle ninguna razón, salvo el hecho de que la aldaba de su puerta de la buhardilla había desaparecido y él suponía que la chica se había ido a vivir a casa de la señora Barton.