No puedo soportar perderlos a los dos, pensó Richard mientras caminaba en la esperanza de encontrar a alguno de ellos. Lo que siento por ella es como un vulgar metal, pesado, apagado y oscuro como el plomo, por consiguiente, ¿cómo puedo lamentar su pérdida? El fuego me sigue consumiendo.
Abandonando la búsqueda, se pasó varios días bebiendo ron en el Cooper's Arms, sin hablar con nadie mientras la pluma y el papel que había tomado para escribir al señor James Thistlethwaite esperaban la una seca y el otro en blanco.
– Jim, dime, por favor, qué tengo que hacer -le suplicó Dick al primo James el farmacéutico.
– Yo soy un boticario, no un médico del alma, y la que está enferma es el alma del pobre Richard. No, no le echo la culpa a la mujer. Ella es sólo un síntoma de la enfermedad que se ha estado manifestando desde que William Henry se ahogó.
– ¿Crees de veras que se ahogó?
El primo James el farmacéutico asintió enérgicamente con la cabeza.
– No me cabe la menor duda. -Lanzó un suspiro-. Al principio, pensé que era mejor que Richard conservara la esperanza, pero, cuando vi que empezaba a aficionarse al ron, cambié de parecer. Su alma necesita un médico, y el ron no lo va a curar.
– Lo malo es que el reverendo James -objetó Dick- es un clérigo demasiado impresionable. Tú tienes sentido común y puedes ver todos los lados de una cuestión, mientras que el otro James, no. Imagínate si le hablaran de esta puta francesa… ¡tomaría su libro de oraciones en una mano y un crucifijo católico en la otra para combatir contra los diablos de Satanás! Pues eso sería ella en su opinión. Mientras que yo creo que es una simple metomentodo que se siente muy atraída por Richard. ¿Cómo es posible que jamás se dé cuenta de que gusta a las mujeres? ¡Les gusta, Jim! Tú mismo tienes que haberlo visto.
Puesto que sus dos hijas solteronas con cara de escuadra llevaban años enamoradas de su primo Richard, el primo James el farmacéutico no dudó en asentir enérgicamente con la cabeza por segunda vez.
El 27 de septiembre, empapado de ron hasta el tuétano, Richard recibió una nota de Annemarie Latour, diciéndole que estaba de vuelta y se moría de ganas de verle. Levantándose de un salto de su silla, salió corriendo.
– ¡Richard! ¡Qué alegría verte! ¡Mon cher, mon cher!
Lo hizo pasar, le cubrió el rostro de besos, le quitó el sombrero y la chaqueta y empezó a ronronear, murmurar y arrullar.
– ¿Por qué? -le preguntó él, apartándose y dispuesto esta vez a imponer su voluntad-. ¿Por qué me he pasado una semana sin verte?
– Porque la señora Barton se puso enferma y tuve que estar a su lado… Willy te lo hubiera tenido que decir. Le pedí que te lo dijera.
– Hasta ahora no has pronunciado ni una sola erre a la francesa -dijo Richard.
– Eso es porque he estado con la señora Barton, que no soporta que hable mal el inglés. He tenido que cuidarla… -explicó Annemarie con expresión ofendida.
Richard se tumbó en la cama, sintiendo los efectos del ron.
– Bueno, ¿y eso qué demonios me importa, chica? Te he echado de menos y me alegro de que hayas vuelto. Bésame.
Así pues, jugaron al sexo con los labios, la lengua, las manos, la humedad y el fuego, los embrutecidos éxtasis de la más absoluta desvergüenza. Una hora tras otra, él encima de ella, ella encima de él, al revés, boca arriba, ella con su desbordante imaginación, él ansiando recorrer el camino que ella le indicara.
– Eres asombroso -le dijo ella al final.
Richard notó que se le estaban cerrando los ojos, pero, haciendo un supremo esfuerzo, consiguió mantenerlos abiertos.
– ¿En qué sentido?
– Apestas a ron y, sin embargo, todavía puedes follar, ésa sí es una buena palabra, como un chico de diecinueve años.
– Bien lo sabes tú, querida. -Richard sonrió y cerró los ojos-. Hace falta algo más que unas cuantas jarras de ron para que me quede sin fuerzas -dijo-. He durado mucho más que John Adams y John Hancock.
– ¿Cómo?
Richard no contestó; Annemarie se reclinó contra los mullidos almohadones y miró al techo, preguntándose qué sentiría cuando todo aquello terminara. Cuando Ceely la había convencido al principio -con la ayuda de varios rollos de guineas de oro- de que sedujera a Richard Morgan, había reprimido un suspiro, tomado el dinero y aceptado la idea de soportar todas las semanas de aburrimiento que fueran necesarias. Pero lo malo era que no se había aburrido. En primer lugar, Richard era un caballero. Cosa que en modo alguno se habría podido decir del muy hipócrita y marrullero monstruo de Ceely, de profesión caballero, según sus propias palabras, pero que no habría reconocido a un caballero ni siquiera si lo hubiera visto por la calle.
Con lo que ella no había contado era con el atractivo de la víctima (lo que ella calificaba en su fuero interno de belleza). A primera vista, un hombre de Bristol normal y corriente sin el menor interés por la moda y sin capacidad para inducir a la gente a volver la cabeza a su paso. Pero, cuando él la miró sonriendo, desapareció el velo que aparentemente le cubría el rostro y, de repente, se convirtió en un hombre de singular apostura. Y, bajo las prendas de vestir de aquella época, cuyo diseño hacía que todos los hombres parecieran barrigudos, jorobados y de hombros redondeados, surgió un físico semejante al de una antigua estatua griega. Oculta la lámpara bajo el celemín, pensó, recordando la frase bíblica. Lástima que jamás se haya valorado a sí mismo lo suficiente como para sacar partido de la situación. Un amante extraordinario. Vaya si lo era.
¿Qué sentiría cuando todo aquello terminara? No tardaría mucho, todo dependería de lo maleable que fuera Richard, pero Ceely quería que se hiciera cuanto antes, y el ron sería una gran ayuda. Sospechaba que su propio papel sería secundario y jamás conocería el resultado. Pero la interpretación de aquel papel significaría un adiós a Ceely y a Inglaterra. Su belleza estaba en pleno apogeo, habría podido hacerse pasar por una muchacha de veinte años pese a tener treinta; entre lo que Ceely le pagaría próximamente y lo que ya le había pagado en el transcurso de cuatro años, podría abandonar aquel país de cerdos asquerosos, regresar a su amada Gironda y vivir como una señora.
Se pasó una hora durmiendo; después se inclinó hacia Richard y lo sacudió para despertarlo.
– ¡Richard! ¡Richard! ¡Tengo una idea!
Se notaba la cabeza hinchada y la boca reseca; se levantó de la cama y se acercó a la jarra blanca en la que Annemarie guardaba la cerveza suave. Un buen trago y se sentiría un poco mejor, pese a constarle que aún tardaría varios días en eliminar el ron que llevaba dentro. En caso de que dejara de beber. Pero ¿de veras quería?
– ¿Cómo? -preguntó, sentándose en la cama con la cabeza entre las manos.
– ¿Por qué no nos vamos a vivir juntos? La señora Hale, la del piso de abajo, está a punto de irse y el alquiler de dos pisos sólo cuesta media corona a la semana. Podríamos trasladar nuestro dormitorio abajo para que no tuviéramos que subir tantos peldaños e instalar a Willy aquí o en el sótano. Su alquiler sería una ayuda… paga un chelín. Sería bonito tener nuestra propia vivienda… ¡di que sí, Richard, por favor!
– No tengo trabajo, amor mío -contestó Richard sin apartarse las manos del rostro.
– Pero yo sí lo tengo con la señora Barton y tú no tardarás en encontrarlo -dijo Annemarie en tono esperanzado-. ¡Por favor, Richard! ¿Y si alquilara la vivienda algún mal hombre? ¿Cómo me podría proteger?
Richard se apartó las manos del rostro y la miró.
– Podría decir que estamos casados y, de esta manera, la situación parecería más respetable.
– ¿Casados?
– Sólo por el qué dirán de los vecinos, cher Richard. ¡Por favor!
Tenía que hacer un esfuerzo para pensar y la cerveza suave le estaba produciendo una ligera sensación de mareo; examinó la proposición y le dio vueltas en su aturdida cabeza, preguntándose si no sería quizá la mejor solución. Se estaba cansando de estar siempre en el Cooper's Arms… o el Cooper's Arms lo estaba cansando.