– Muy bien -dijo.
Annemarie empezó a saltar arriba y abajo en la cama con una sonrisa en los labios.
– ¡Mañana! Hoy Willy está ayudando a la señora Hale a hacer la mudanza y mañana me ayudará a mí. ¡Mañana!
La noticia de la partida de Richard dejó de una pieza a sus padres, los cuales se miraron el uno al otro, pero no dijeron nada en contra. Su consumo de ron entre la hora en que regresaba a casa y la hora en que se iba a dormir era cada vez mayor… Si se fuera a vivir a Clifton, tendría que pagar por lo menos una parte de lo que bebiera.
– No puedo negarle a mi hijo lo que tiene aquí -dijo Dick.
– Es cierto, lo tiene demasiado a mano -convino Mag. Así pues, Dick le prestó la carretilla de mano que utilizaba para ir a recoger serrín y provisiones y observó cómo Richard, con la cara muy seria, cargaba en ella dos arcones.
– ¿Y tus herramientas?
– Guárdalas -contestó bruscamente Richard-. Dudo que necesite esta clase de herramientas en Clifton.
La casa en la que se alojaban la señora Latour y Willy Insell era la de en medio de las tres edificaciones adosadas que había en Clifton Green Lane, muy cerca de Jacob's Well. Sin duda, el edificio había sido antiguamente una sola vivienda; la escalera era muy estrecha y se habían construido unos toscos tabiques de separación para poder incrementar los ingresos derivados de los alquileres. Las tablas llegaban hasta el techo, pero eran muy endebles, llenas de rendijas y tan finas como para poder oír el grito de una mujer desde el otro lado. La buhardilla de Annemarie se elevaba en solitario como una arqueada ceja y ofrecía mucha más intimidad, tal como descubrió ahora Richard mientras contemplaba la preciosa cama en su nueva habitación de un piso más abajo.
– Nuestros amores serán bastante públicos -comentó secamente.
Un galo encogimiento de hombros.
– Todo el mundo hace el amor, cher Richard. -De repente, Annemarie emitió un jadeo y se introdujo los dedos en la redecilla del cabello-. ¡Lo olvidé! Tengo una carta para ti.
Richard tomó la hoja doblada y examinó el sello con curiosidad; no conocía al remitente. Pero la carta estaba dirigida, con la impecable caligrafía de un escribiente, al señor Richard Morgan.
Señor -decía la carta-, he tenido ocasión de conocer su nombre por medio de la esposa del señor Herbert Barton. Creo que sois armero. De ser ello cierto y, si pudierais presentar referencias y quizá demostrar vuestros conocimientos en mi presencia, puede que tenga trabajo para vos. Tened la bondad de presentaros a las nueve en punto en mis talleres del número 10 de Westgate Buildings,
Bath, el día 30 de septiembre.
La carta estaba firmada, con trémula e inexperta mano, por «Horado Midder». ¿Quién demonios era el tal Horatio Midder? Creía conocer a todos los armeros entre Reading y Weymouth, pero el señor Midder le era desconocido.
– ¿Qué es? ¿De quién es? -le preguntó Annemarie, tratando de mirar por encima de su hombro.
– De un armero de Bath llamado Horatio Midder. Me ofrece trabajo -dijo Richard, parpadeando-. Quiere verme el día 30 a las nueve de la mañana, lo cual significa que tendré que irme mañana.
– ¡Oh, es un amigo de la señora Barton! -exclamó Annemarie, batiendo alegremente palmas. Inclinó la cabeza hasta que sus largas pestañas negras arrojaron unas sombras sobre sus mejillas-. Le hablé de ti, cher Richard. ¿Te importa?
– A cambio de un trabajo -contestó Richard, tomándola en sus brazos y levantándola en el aire-, ¡no me importaría que mencionaras mi nombre ni siquiera a Pedro Botero!
– Lástima que tengas que irte mañana -dijo ella, haciendo pucheros-. Les he dicho a todos los de estas casas que estamos casados y tú te has mudado a vivir aquí y tenemos que visitar a mucha gente. -Los pucheros se intensificaron-. Puede que también te tengas que quedar en Bath el viernes… y que no te vea hasta el sábado.
– Si es por un trabajo, no importa -dijo Richard, colocando uno de sus arcones en un lugar, donde pensaba que Annemarie no querría poner ningún mueble de los suyos-. Sigo pensando que no me gusta que hayas colocado la cama en el piso de abajo -añadió-. Puesto que Willy ha decidido vivir en el sótano, no era necesario.
– ¿Qué importa, Richard, si consigues un trabajo en Bath? -replicó ella con lógica aplastante-. De todos modos, nos vamos a mudar otra vez de casa.
– Eso es cierto.
– ¿No te parece bonito poder tener una habitación para mi escritorio? -preguntó ella-. Me encanta escribir cartas y arriba estaba todo muy apretado.
Richard se dirigió a la habitación situada detrás del dormitorio y contempló la solitaria mesa.
– Tendremos que comprar algunos muebles para hacerle compañía. ¡Qué extraño! En toda mi vida, jamás he necesitado amueblar una casa, ni siquiera cuando Peg y yo vivíamos en Temple Street.
– ¿Peg?
– Mi mujer. Murió -dijo escuetamente Richard, experimentando la repentina necesidad de tomar un trago-. Voy a salir a dar una vuelta mientras tú escribes tus cartas.
Pero ella lo siguió al piso de abajo, donde estaban el salón y la cocina, el uno con cuatro sillas de madera, una mesa y un aparador y la otra con un mostrador y una tosca chimenea. ¿Sabía guisar Annemarie? ¿Tendría Annemarie tiempo para guisar si se pasaba las tardes y las noches con la señora Barton, tan aficionada a levantarse tarde?
En la puerta, Annemarie se puso de puntillas para darle un beso.
– ¡Ah! -exclamó una afectada voz-. El señor Morgan, ¿verdad?
Richard interrumpió bruscamente el beso y, al volverse, vio al señor John Trevillian Ceely Trevillian en toda la gloria de un suave terciopelo color de rosa bordado en blanco y negro. Notó que se le erizaban los pelos de la nuca, pero, consciente de la presencia de Annemarie, no pudo hacer lo que habría deseado hacer: volverle la espalda a Ceely Trevillian y alejarse calle abajo.
– El mismo que viste y calza, señor Trevillian -dijo.
– ¿Ésta es la esposa de quien he oído hablar? -preguntó con voz aflautada el petimetre-. ¡Os ruego que me la presentéis!
Por un prolongado instante, Richard guardó silencio procurando mirar con semblante inexpresivo, mientras su mente nublada por el ron examinaba velozmente todas las posibles consecuencias de aquel desdichado e inoportuno encuentro. A un lado y detrás del señor Trevillian había un pequeño grupo de hombres y mujeres a quienes él no conocía, pero de cuyos atuendos de estar por casa, deducía que vivían en las partes separadas por tabiques situadas a uno y otro lado del apartamento de Annemarie.
¿Qué tenía que hacer? ¿Qué tenía que contestar? «¡Os ruego que me la presentéis!», había dicho Ceely.
Como casi todos los ingleses, Richard tenía muy escasos conocimientos jurídicos, pero sabía que, cuando uno se refería a una mujer calificándola de esposa suya, ésta se convertía de hecho en su esposa según el derecho consuetudinario.
Al comentarle Annemarie que pensaba decirles a sus amigos y vecinos que él era su marido, Richard, a pesar de la resaca, había conservado el suficiente sentido común para dejar que ella hablara de matrimonio todo lo que quisiera, con tal de que él se guardara mucho de confirmar sus palabras. Y ahora, allí estaba, en presencia de su enemigo Ceely Trevillian y los vecinos de Annemarie, debatiéndose en un dilema: si, en su presentación, diera a entender que ella era su mujer, mientras ambos siguieran cohabitando, ella sería su mujer por matrimonio consensual; si la desmintiera públicamente, ella se convertiría en una puta a los ojos de los vecinos y ello daría lugar a una persecución.