Se encogió mentalmente de hombros. Que así fuera. Ella sería su mujer hasta -o en caso de que- él dejara de cohabitar con ella. A pesar de que las vulgares analogías sexuales de Annemarie le gustaban tan poco como el hecho de sentirse prendido en sus redes, no podía permitir que ella pasara a convertirse de una respetable doncella que era en una pelandusca. De entre las vidas de ambos, la de Annemarie era la que giraba en torno al Jacobs Well y a sus moradores.
– Annemarie -se limitó decir, y después añadió-: ¿Qué estáis haciendo aquí?
– Mi estimado amigo, he venido a ver a mi peluquero… el señor Joice, ¿sabéis? -Ceely señaló al sonriente sujeto que lo acompañaba-. Vive en la puerta de al lado. Así fue cómo me enteré de que os habíais casado y habíais venido a vivir aquí. -Sacó un pañuelo y se secó delicadamente la frente-. Hace mucho calor para estar a finales de septiembre, ¿no os parece?
– Oh, señor, os ruego que entréis -dijo Annemarie, haciendo una reverencia en medio de un revuelo de enaguas-. Un descanso en el frescor de nuestro salón os hará sentir enseguida mucho mejor. -Hizo pasar al indeseado visitante, le indicó una silla y le empezó a abanicar la frente con la orla de su delantal-. Richard, querido, ¿qué podemos ofrecerle al caballero? -preguntó con dulzura, visiblemente impresionada ante el espléndido estilo de Ceely.
– Nada hasta que yo vaya por un poco de cerveza y de ron al Black Horse -contestó Richard sin la menor cortesía.
– Pues entonces te daré una jarra para la cerveza normal y otra para la cerveza suave -dijo ella entrando en la cocina entre un susurro de enaguas para que Ceely le viera bien los tobillos.
– No tengo nada que agradeceros, Morgan -dijo Ceely en cuanto ambos se quedaron solos-. La historia que os inventasteis sobre mí ha dado lugar a muchas entrevistas desagradables con el jefe de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo. No sé qué hice para molestaros mientras manipulabais las instalaciones del señor Cave, pero es indudable que no pudo ser suficiente para merecer la sarta de mentiras que le contasteis al jefe de la Oficina de Recaudación.
– No fueron mentiras -contestó pausadamente Richard-. Os vi trabajar a la luz de la luna de una noche sin nubes y oí vuestro nombre. -Con una sonrisa en los labios, añadió-: Y, puesto que tuvisteis la imprudencia de conversar sin tapujos con el señor Cave y el señor Thorne mientras un tercero escuchaba, ahora quedará al descubierto vuestra vileza, señor Ceely Trevillian.
Annemarie regresó, sosteniendo una jarra vacía en cada mano.
– ¿Os parece aceptable la cerveza, señor? -le preguntó al visitante.
– A esta hora del día, sin la menor duda -contestó el señor Trevillian.
Con una jarra en cada mano, Richard se fue al Black Horse al pie de Brandon Hill mientras Annemarie se acomodaba en otra silla para conversar con el impresionante caballero.
Al regresar, Richard descubrió que su viaje había sido en vano. El señor Trevillian se encontraba en el porche, besando la mano de Annemarie.
– Espego que nos volvamos a veg, m'sieur -dijo ella, sonriendo recatadamente.
– ¡Os prometo que sí! -contestó él con voz de falsete-. No olvidéis que mi peluquero vive justo al lado.
Annemarie emitió un jadeo.
– ¡La señora Barton! ¡Voy a llegar tarde!
El señor Trevillian le ofreció su brazo.
– Puesto que conozco muy bien a la dama, madame Morgan, permitidme que os acompañe a su casa.
Y allá se fueron con las cabezas muy juntas mientras él murmuraba triviales cumplidos y ella se reía por lo bajo. Richard los vio doblar la esquina de una cercana callejuela de casas a medio construir, soltó un enfurecido gruñido y fue por la carretilla de su padre. Tenía que devolvérsela.
¡La muy estúpida perra francesa! Sonriendo y arrastrándose en presencia de un sujeto como Ceely Trevillian sólo porque éste vestía unas prendas de terciopelo que alguna niña de un asilo se había visto obligada a bordar sin recibir ni un solo cuarto de penique de recompensa.
La diligencia que efectuaba el trayecto diario a Bath salía del Lamb Inn al mediodía y hacía el viaje en cuatro horas al precio de cuatro chelines el asiento interior y de dos el asiento del pescante. A pesar de los grandes ahorros que había hecho durante sus seis meses de trabajo en la destilería del señor Cave, a Richard le quedaba muy poco dinero; el viaje a Bath le costaría un mínimo de diez chelines que a duras penas se podía permitir el lujo de gastar. No había llegado a ningún acuerdo con Annemarie acerca de los gastos domésticos y la víspera ambos habían comido dos veces en el Black Horse, mucho más caro que el Cooper' Arms; Annemarie no se había ofrecido a pagar y, al parecer, no le había importado la cantidad de ron que él había bebido. Por su parte, ella se había inclinado por el oporto.
Así pues, Richard se dispuso a cruzar Bristol con tiempo suficiente para asegurarse un asiento de dos chelines en el pescante; ello supondría tener que acomodarse en lo alto de la diligencia a merced de los elementos, pero el día no amenazaba lluvia.
Las posadas de postas eran unos lugares en los que reinaba un gran ajetreo, con unos grandes patios interiores donde los mozos y los caballos arrastrando sus guarniciones iban incesantemente arriba y abajo, los mozos de cuadra corrían en todas direcciones y unos criados portando bandejas de refrescos las ofrecían a los probables viajeros. Al ver que el tiro de seis caballos aún no estaba enganchado al coche, Richard pagó dos chelines por un asiento de pescante y se apoyó contra la pared a la espera de que se anunciara que ya se podía subir a la diligencia de Bath.
Aún estaba esperando cuando William Insell cruzó corriendo la entrada y se detuvo para mirar a su alrededor, respirando afanosamente.
– ¡Willy!
Insell se acercó presuroso.
– ¡Gracias a Dios, gracias a Dios! -dijo sin resuello-. Temía que ya te hubieras ido.
– ¿Qué ocurre? ¿Annemarie? ¿Está enferma?
– Enferma, no -contesto Insell, abriendo enormemente sus pálidos ojos-. ¡Algo mucho peor!
– ¿Peor? -Richard lo sujetó por el brazo-. ¿Ha muerto?
– ¡No, no! ¡Se ha citado con Ceely Trevillian!
¿Por qué se sorprendía?
– Sigue.
– Él fue a ver al peluquero de la puerta de al lado, o eso dijo él por lo menos, pero inmediatamente después llamó a nuestra puerta y, cuando yo aún no había terminado de subir la escalera del sótano, Annemarie abrió la puerta. -Willy se enjugó el sudor de la frente y miró a Richard con expresión suplicante-. ¡Me muero de sed! He venido corriendo todo el rato.
Richard pagó un penique por una jarra de cerveza suave para Insell, el cual la apuró de un solo trago.
– ¡Bueno! ¡Así está mejor!
– Cuéntame, Willy. Están a punto de anunciar la salida de mi coche.
– Han actuado sin el menor disimulo… como si hubieran olvidado que yo estaba en la casa. Ella le preguntó si quería hacer negocio con ella y él le contestó que sí. Pero después ella montó uno de sus números habituales… dijo que el momento no era apropiado, que tú podías regresar. Mejor a las seis de la tarde, dijo, y Ceely se podría quedar toda la noche. Entonces él se fue a casa de Joice, el peluquero de la puerta de al lado… y yo lo oí relinchar a través de la pared. Después esperé a que Annemarie subiera al piso de arriba y corrí a avisarte.
Con ansioso rostro, Insell clavó los ojos de perro apaleado en Richard, suplicándole su aprobación.
– ¡Bath! ¡Bath! -estaba gritando alguien.
¿Qué hacer? Maldita sea, ¡con la falta que le hacía aquel trabajo! Y, sin embargo, el hombre que tenía dentro, estaba indignado ante el hecho de que Annemarie pudiera preferir a Ceely Trevillian… ¡nada menos que a Ceely Trevillian! La ofensa era insoportable. Echó los hombros hacia atrás.
– Se acabó el trabajo en Bath -dijo tristemente-. Ven, vamos a casa de mi padre y esperaremos allí. A las seis de la tarde, la señora Latour y el señor Ceely Trevillian van a llevarse una desagradable sorpresa. Puede que él jamás llegue a ver una sala de justicia por fraude en el impuesto sobre el consumo, pero lo que sí recordará es lo que ocurra esta noche, eso lo juro.