¿Cómo, se preguntó Dick, intuyendo la cercanía de un terrible problema, pero incapaz de averiguar de qué clase, puedo exigirle la verdad a un hombre de treinta y seis años, por muy hijo mío que sea? ¿Qué es lo que ocurre y por qué no me lo quiere decir? Y este pobre Insell servilmente acurrucado a sus pies… no tiene nada de malo, pero está claro que no es un amigo apropiado para Richard. ¡Richard, Richard, modérate un poco con el ron!
Poco antes de las seis, mientras Mag se disponía a servir la cena a los clientes de la taberna satisfactoriamente llena, Richard e Insell se levantaron. Era asombroso lo bien que aguantaba el ron, pensó Dick mientras Richard se encaminaba más tieso que una flecha hacia la puerta, seguido por Insell haciendo eses. Mi hijo está borracho como una cuba, se avecina una terrible tormenta, pero él me mantiene al margen.
En el cielo aún perduraba el resplandor residual del ocaso porque hacía buen tiempo. Richard caminaba tan ligero que a Willy Insell le costaba seguir su ritmo. Su cólera iba en aumento a cada paso que daba.
La puerta principal estaba abierta; Richard entró sigilosamente.
– Quédate aquí abajo hasta que yo te llame -le susurró a Willy, haciendo rechinar los dientes-. ¡Con Ceely! ¡Ceely! ¡La muy puta!
Empezó a subir la escalera, apretando los puños.
Para encontrar en el dormitorio una escena directamente sacada de un sainete. Su lujuriosa enamorada permanecía tumbada en la cama con las piernas separadas y Ceely encima, enfundado en su camisa ribeteada de encaje. Estaban subiendo y bajando al estilo tradicional mientras Annemarie emitía pequeños gemidos de placer y Ceely soltaba gruñidos.
Richard creía estar preparado para la escena, pero la furia que lo invadió lo privó de la razón. En una pared de la estancia había una chimenea con un cubo de carbón y un martillo al lado para romper los trozos más grandes. Antes de que la pareja de la cama pudiera parpadear, él ya había cruzado la habitación para enfrentarse con ellos con el martillo en la mano.
– ¡Sube, Willy! -rugió Richard-. ¡No, no os mováis! Quiero que mi testigo os vea exactamente tal y como estáis.
Insell entró y contempló boquiabierto de asombro los pechos de Annemarie.
– ¿Estáis dispuesto, señor Insell, a declarar que habéis visto a mi mujer en la cama, fornicando con el señor Ceely Trevillian?
– ¡Sí! -contestó el tembloroso señor Insell, tragando saliva.
Annemarie le había dicho a Trevillian que Richard bebía mucho, pero aquél no había imaginado en ninguno de los ensayos que había hecho de aquel momento el efecto que ejercería en él la contemplación de un corpulento individuo dominado por una furia descomunal. El frío y circunspecto defraudador del impuesto sobre el consumo sintió que la sangre abandonaba su rostro. ¡Santo cielo! ¡Morgan lo quería matar!
– ¡Maldita perra! -gritó Richard, volviendo la cabeza para mirar con rabia a Annemarie, tan aterrorizada como el propio Trevillian. Temblando, ésta se levantó de la cama con disimulo y trató de retroceder hacia la pared-. ¡Perra! ¡Puta asquerosa! ¡Y pensar que te reconocí como esposa para proteger tu reputación! ¡No os consideraba una puta, señora, pero estaba equivocado! -Su enfurecida mirada pasó de ella al alféizar de la ventana, donde descansaban el reloj, la bolsa y la faltriquera de Trevillian-. ¿Dónde está vuestra vela, señora? -preguntó en tono despectivo-. Las putas suelen anunciarse colocando una vela en la ventana, pero yo no veo ninguna vela. -Retrocedió medio tambaleándose, se sentó pesadamente en el borde de la cama y acercó el martillo a la frente de Trevillian-. En cuanto a vos, Ceely, que me obligasteis a llamar esposa a esta ramera, ¡ahora pagaréis las consecuencias! ¡Os denunciaré ante los tribunales por robarme a mi esposa!
Trevillian trató de apartarse; Richard lo agarró con fuerza por el hombro y golpeó levemente con el martillo su sudorosa frente.
– No, Ceely, no os mováis. De lo contrario, vuestra sangre manchará todo este precioso cubrecama blanco.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Annemarie en un atemorizado susurro-. ¡Estás bebido, Richard! ¡Te lo suplico, no lo mates! -Su voz adquirió un timbre estridente-. ¡Deja el martillo, Richard! ¡Deja el martillo! ¡No lo mates! ¡Déjalo!
Richard obedeció, emitiendo un gruñido de desdén, pero el martillo siguió estando mucho más cerca de su mano que de Trevillian.
¡Piensa, Ceely Trevillian, piensa! Está deseando matar, pero no es un asesino por naturaleza… Háblale, tranquilízalo, ¡que todo este asunto siga el rumbo que tenía que seguir!
Richard sostuvo el martillo en alto en medio de los aterrorizados gritos de Annemarie, y lo utilizó para levantar la camisa de Trevillian a la altura de su vientre. Después miró a Annemarie con fingido asombro.
– ¿Es eso lo que queríais? ¡Qué barbaridad, debéis de necesitar desesperadamente unas monedas de oro!
No sabía a cuál de los miembros de la culpable pareja aborrecía más…, si a Annemarie por vender sus favores o a Ceely Trevillian por colocarle en aquella situación de cornudo y obligarle a reconocer a Annemarie como esposa, por lo que, bajo los efectos del ron, siguió el único camino que, en su opinión, obligaría a los dos a pagar su culpa. Por lo menos en aquella memorable noche y durante todo el tiempo que le durara la rabia. No hasta llegar a los tribunales, eso no. Tampoco hasta obtener unos beneficios. Pero, aunque muriera en el intento, los obligaría a temerle y a temer las consecuencias.
Alargó la mano con tal rapidez que ellos ni siquiera se dieron cuenta, agarró a Trevillian por el cuello y lo levantó en el aire, obligándolo a arrodillarse en el centro de la cama.
– Tengo un testigo de que me habéis robado a mi esposa, señor. Y tengo intención de demandaros y exigiros… -titubeó brevemente y soltó la primera cifra que se le ocurrió- mil libras por daños y perjuicios. Soy un respetable artesano y no me agrada interpretar el papel de cornudo, sobre todo cuando el que me convierte en cornudo es una cagarruta como vos, Ceely Trevillian. Estabais dispuesto a pagar a cambio de los favores de mi esposa… Pues bien, la tarifa ha subido un poco más.
¡Piensa, Ceely, piensa! La situación está siguiendo el camino hacia el que yo creía tener que dirigirlo sin su ayuda. Ya está empezando a hablar y actuar con menos violencia. Al final, el ron lo está debilitando.
Trevillian se humedeció los labios con la lengua y encontró las palabras que había ensayado.
– Morgan, reconozco que tenéis derecho a tomar medidas legales y reconozco vuestro derecho a percibir una indemnización. ¡Pero no aireemos este asunto en una sala de justicia, os lo ruego! ¡Mi madre y mi hermano! ¡Pensad en vuestra esposa, en su buen nombre! Si su nombre se mencionara en una sala de justicia, se quedaría sin trabajo y se convertiría en una proscrita.
Sí, la cólera se estaba esfumando; de repente, Morgan dio la impresión de sentirse confuso, indispuesto y desconcertado. Trevillian seguía parloteando.
– Reconozco francamente mi culpa, pero permitidme resolver este asunto al margen de los tribunales… ¡aquí y ahora, Morgan, aquí y ahora! Puede que no consigáis mil libras, pero podríais conseguir quinientas. ¡Permitidme firmar un pagaré por valor de quinientas libras, os lo ruego! De esta manera, podremos dar por zanjado el asunto.
Perplejo ante aquella cobarde rendición, Richard se sentó en el borde de la cama sin saber qué hacer. Había imaginado que Trevillian opondría resistencia y lo desafiaría a llegar a lo peor… ¿por qué razón lo había imaginado? ¿Por el recuerdo que guardaba del fornido y enérgico defraudador de impuestos despojado bajo la luz de la luna de sus elegantes ropajes y sus finos modales? Pero aquél, ahora lo comprendía, era un Trevillian que dominaba perfectamente la situación. Aquel hombre no tenía auténticas agallas, era un impostor en todos los sentidos.