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– Es una oferta justa, Richard -terció tímidamente Willy Insell.

– Muy bien -dijo Richard, levantándose de la cama-. Será mejor que os vistáis, Ceely, estáis ridículo.

Tras haber embutido el cuerpo en las lujosas prendas color verde jade bordadas de azul pavo real, Trevillian siguió a Richard a la habitación de atrás y se sentó junto al escritorio de Annemarie. Confiando en que le correspondiera una parte de las inesperadas ganancias de Richard, Willy Insell los siguió; lo que Willy ignoraba era que Richard no tenía la menor intención de embolsarse ningún pagaré. Lo único que éste quería era hacer sudar al sujeto unos cuantos días ante la perspectiva de perder quinientas libras.

El pagaré de quinientas libras se había extendido a nombre de Richard Morgan de Clifton y estaba firmado por «Jno. Trevillian».

Richard lo examinó y lo rompió en pedazos.

– Otra vez, Ceely -dijo-. Quiero que lo firméis con todos vuestros malditos nombres, no con la mitad de ellos.

En lo alto de la escalera, la tentación fue demasiado fuerte. Richard aplicó la punta de su zapato a las escuálidas posaderas de Trevillian y lo envió abajo dando tumbos y una vuelta de campana escalera abajo hasta que el estruendo de su cuerpo al golpear el tabique de endebles tablas de madera retumbó como un trueno. Para cuando llegó al pequeño y cuadrado zaguán, Trevillian estaba gritando con toda la fuerza de sus pulmones. ¡El frío defraudador del impuesto sobre el consumo ya no existía! Abrió la puerta y se desplomó llorando y aullando en la calzada, donde todos los vecinos se apresuraron a acudir en su ayuda.

Richard corrió el pestillo y subió al piso de arriba donde estaba Annemarie, pero esta vez sin que Insell lo siguiera. Éste había corrido a esconderse en el sótano.

Ella no se había movido. Sus ojos siguieron a Richard mientras éste cruzaba la estancia para acercarse a la cama y tomaba de nuevo el martillo.

– Tendría que matarte -le dijo con aire cansado.

Ella se encogió de hombros.

– Pero no lo harás, Richard. No es propio de ti, ni siquiera bajo los efectos del ron. -Una sonrisa jugueteó en sus labios-. Pero Ceely creyó por un instante que lo ibas a hacer. Algo muy sorprendente en alguien tan seguro y pagado de sí mismo, tan aficionado a los planes complicados.

Richard habría podido centrar su atención en aquel comentario y considerarlo un indicio de un conocimiento más íntimo de Ceely Trevillian que el que pudiera derivarse de un casual encuentro en la cama, pero alguien estaba llamando a la puerta de la casa.

– Y ahora, ¿qué ocurre? -preguntó, bajando-. ¿Qué queréis?

– El señor Trevillian quiere que le devuelvan el reloj -dijo una voz masculina.

– ¡Decidle al señor Trevillian que recuperará el reloj cuando yo haya obtenido entera satisfacción! -rugió Richard a través de la puerta atrancada-. Quiere que le devuelva el reloj -dijo, entrando de nuevo en el dormitorio.

El reloj seguía en el alféizar de la ventana, pero la bolsa y la faltriquera habían desaparecido.

– Devuélveselo -dijo repentinamente Annemarie-. Arrójaselo por la ventana, te lo suplico.

– ¡No pienso hacerlo ni que me maten! Lo recuperará cuando a mí me dé la gana. -Richard lo tomó y lo examinó-. ¡Cuánta vanidad! Lo mejor de lo mejor para el peripuesto caballero.

El reloj fue a parar al bolsillo de su gabán, junto con el pagaré.

– Me voy de aquí -dijo, sintiéndose repentinamente mareado.

Ella se apartó al instante de la cama, se puso apresuradamente un vestido e introdujo los pies desnudos en unos zapatos.

– ¡Richard, espera! ¡Willy, ven a ayudarme! -gritó Annemarie.

Con rostro preocupado, Willy apareció cuando ambos ya habían llegado al pie de la escalera.

– Un momento, Richard, ¿qué vas a hacer? ¡Déjalo correr!

– Si estás preocupado por Ceely, no tengas miedo -dijo Richard, saliendo a la callejuela donde aspiró una profunda bocanada de aire fresco-. Ya no está aquí. La representación terminó hace un par de minutos.

Echó a andar hacia Brandon Hill, con Annemarie a un lado y Willy al otro, tres borrosas siluetas en medio de la oscuridad de un lugar no iluminado por ninguna lámpara.

– Richard, ¿qué será de mí si tú te vas? -preguntó Annemarie.

– No me importa, señora. Os hice el honor de permitir que Ceely os creyera mi esposa, pero no me gustan por esposas las mujeres como vos, os lo aseguro. ¿Qué más os da? Seguís conservando vuestro trabajo y, entre Ceely y yo, nos hemos encargado de que vuestra reputación conserve toda su pureza. -Richard esbozó una triste sonrisa-. ¿He dicho pureza? Sois una ramera con un corazón más negro que el carbón.

– ¿Y yo? -preguntó Willy, pensando en las quinientas libras. -Estaré en el Cooper's Arms. Ahora que se va a juzgar el caso del impuesto sobre el consumo, tendremos que permanecer muy unidos.

– Te acompañaremos al otro lado de la colina -dijo Willy.

– No. Acompaña a la señora a su casa. Aquí no es seguro. Se separaron en mitad de la noche, un hombre y una mujer regresarían a Clifton Green Lane, el otro tomaría el sendero de Brandon Hill, ajeno a los peligros que éste encerraba. La señora Mary Meredith se detuvo a la puerta de su casa, alegrándose de haber llegado, pero sorprendida ante la temeridad del caminante cuyos compañeros lo habían dejado. Hablaban en voz baja y en términos aparentemente amistosos, pero ella ignoraba su identidad. Sus rostros eran prácticamente invisibles en aquella noche de finales de septiembre.

Demasiado vacío como para estar mareado, Richard regresó a trompicones a su casa, notando los efectos del ron con mucha más intensidad que durante el acaloramiento de la confrontación. ¡Menudo lío! ¿Qué le iba a decir a su padre?

Pero, por lo menos, puedo decir que el fuego ya se ha apagado -terminaba diciendo la carta que le escribió al señor James Thistlethwaite al día siguiente, que era el último del mes de septiembre de 1784-. No sé qué me ocurrió, Jem, salvo que el hombre que llevo dentro no me gusta… es amargo, cruel y vengativo. Y no sólo eso sino que, además, tengo en mi poder los dos objetos que menos me interesan en este mundo: un reloj de acero y un pagaré por valor de quinientas libras. El primero lo devolveré en cuanto pueda resistir posar los ojos en el rostro de Ceely Trevillian, y el segundo jamás lo presentaré al banco para el cobro. Cuando le devuelva el reloj, lo romperé delante de sus narices. Y maldigo el ron.

Padre ha enviado a un hombre a Clifton por mis cosas, por lo que no tendré que volver a ver a Annemarie, y jamás la pienso ver. Falsa desde los pelos de la cabeza hasta los de… no lo voy a decir. ¡Qué necio he sido! Y eso que ya tengo treinta y seis años. Mi padre dice que habría tenido que pasar por una experiencia como la de Annemarie a los veintiún años. Cuanto mayor te haces, más necio te vuelves, así lo expresó él con su habitual gracejo. No obstante, es un hombre excelente.

Este asunto me ha hecho comprender muchas cosas acerca de mí mismo, de las que no tenía ni idea. Lo que más me avergüenza es haber traicionado a mi hijito… dejé de pensar en él y en su destino a partir del momento en que conocí a Annemarie hasta hoy, en que desperté y descubrí que ella ya no ejercía el menor hechizo sobre mí. A lo mejor, conviene que un hombre eche una cana al aire de carácter sexual. Pero cuánto debo de haber ofendido a Dios para que él haya elegido este momento de desgracia y de pérdida para someterme a tan horrible prueba.

Os ruego que me escribáis, Jem, comprendo que puede ser muy difícil escribir después de nuestra noticia acerca de William Henry, pero nos gustaría saber de vos y estamos preocupados por vuestro silencio. Además, necesito vuestras sabias palabras. De hecho, las necesito más que el aire que respiro.