Dick y Mag Morgan pensaron que era estupendo que Peg estuviera a punto de volver a dar a luz. El único alivio para el dolor de Richard era la llegada de una nueva criatura a la que amar.
– A lo mejor, lo rechazará -dijo Mag con inquietud.
– ¡Richard no hará tal cosa! -replicó despectivamente Dick-. Es demasiado blando.
Dick estaba en lo cierto y Mag se equivocaba. Por segunda vez Richard Morgan se vio envuelto por aquel océano, de cuya profundidad ahora ya tenía cierta idea. Conocía la inmensidad de sus abismos, la fuerza de sus tormentas, su alcance ilimitado. Se juró a sí mismo que, con aquella criatura, aprendería a flotar, no gastaría sus fuerzas en luchar. Una decisión que duró menos que el congelado momento en que contempló el rostro de su hijo recién nacido, las dulces manitas, el pulso que animaba aquel nuevo ser de esta triste y vieja tierra. Sangre de su sangre, hueso de su hueso, carne de su carne.
No correspondía a las mujeres la elección del nombre de sus hijos. La tarea le correspondía a Richard.
– Llámalo Richard -dijo Dick-. Es la tradición.
– No pienso hacerlo. Ya tenemos un Dick y un Richard; ¿es que ahora necesitamos a un Dickon o a un Rich?
– A mí me gusta Louis -dijo Peg como el que no quiere la cosa.
– ¡Otro nombre papista! -tronó Dick-. ¡Y, además, es gabacho!
– Lo llamaré William Henry -dijo Richard.
– Bill, como su tío -dijo Dick, complacido.
– No, padre, Bill, no. Y tampoco Will. Ni Willy, Billy o William. Su nombre es William Henry y así lo llamará todo el mundo -dijo Richard con tal firmeza que allí terminó la discusión.
A decir verdad, su decisión fue del agrado de todo el clan. Alguien a quien todo el mundo conociera con el nombre de William Henry no tendría más remedio que convertirse en un gran hombre.
Richard expresó este veredicto cuando presentó a su hijo al señor James Thistlethwaite, el cual soltó un resoplido.
– Vaya, como lord Clare -dijo éste-. Empezó como maestro de escuela, se casó con tres feas y gordas viudas de gran fortuna, tuvo… ejem… la gran suerte de librarse de ellas en rápida sucesión, se convirtió en miembro del Parlamento en representación de Bristol y así fue como conoció al príncipe de Gales. El vulgarísimo Robert Nugent nadaba en la abundancia y empezó a prestarle cuantiosas sumas a nuestro gordísimo heredero, Georgy Porgy Budín y Empanada. Sin intereses y sin devolución del capital hasta que ni siquiera el rey pudo ignorar la deuda. De esta manera, el vulgarísimo Robert Nugent fue apoteósicamente nombrado vizconde de Clare y ahora tiene una calle de Bristol que lleva su nombre. Acabará siendo conde, pues mis informadores de Londres me dicen que su dinero sigue yendo a parar a gran velocidad a las manos del príncipe. Tienes que reconocer, mi querido Richard, que el maestro de escuela ha sabido buscarse muy bien la vida.
– En efecto -contestó Richard sin sentirse en modo alguno ofendido-. Aunque yo diría -añadió tras una breve pausa- que William Henry se ganó el título de par convirtiéndose en primer lord del Almirantazgo. Los generales siempre son aristócratas porque los oficiales del ejército se tienen que comprar los ascensos mientras que los almirantes pueden encaramarse a la cumbre con la parte del botín que les corresponde y cosas por el estilo.
– ¡Has hablado como un auténtico bristoliano! Los barcos siempre están presentes en los pensamientos de los bristolianos. Aunque tú, Richard, sólo los conoces de vista.
El señor Thistlethwaite tomó un sorbo de ron y esperó con ansiosa anticipación la agradable sensación de calor que éste le iba a producir por dentro.
– A mí los barcos me basta con mirarlos -dijo Richard, acercando su mejilla a la de William Henry.
– ¿Nunca has sentido el deseo de conocer otros lugares? ¿Ni siquiera Londres?
– No. Nací en Bristol y en Bristol moriré. No siento el menor deseo de alejarme más allá de Bath o de Bedminster. -Richard sostuvo en alto a William Henry y miró a su hijo a los ojos; éste le correspondió con una mirada sorprendentemente firme para un bebé de su edad-. ¿Verdad, William Henry? Puede que tú acabes siendo el viajero de la familia.
Vanas conjeturas. Por lo que a Richard respectaba, el hecho de tener a William Henry a su lado era más que suficiente.
Pero la inquietud era omnipresente tanto en Peg como en Richard. Ambos se preocupaban ante la menor desviación de William Henry de su senda habituaclass="underline" ¿sus deposiciones eran un poco sueltas?, ¿tenía la frente demasiado caliente?, ¿no tendría que estar un poco más adelantado para su edad? Nada de todo eso tuvo demasiada importancia durante los primeros seis meses de vida de William Henry, pero sus abuelos temían lo que pudiera ocurrir cuando empezara a fijarse en las cosas, gatear por el suelo, hablar… ¡y pensar! ¡Con sus mimos iban a acabar malcriando al niño! Prestaban ávidamente atención a cualquier cosa que dijera el primo James el farmacéutico sobre cuestiones acerca de las cuales muy pocos bristolianos -o cualquier otra clase de ingleses- se preocupaban. Como, por ejemplo, el estado de las alcantarillas, la putrefacción del Froom y el Avon, los nocivos vapores que se cernían sobre la ciudad tanto en invierno como en verano. Un comentario acerca del sótano del retrete de Broad Street indujo a Peg a ponerse de rodillas en el interior del retrete de debajo de la escalera con un cubo y unas bayetas, cepillos y aceite de brea, a fregar el viejo asiento de piedra y el suelo y a enjabelgarlo todo sin compasión. Mientras que Richard se dirigió al Ayuntamiento y armó tal escándalo ante toda una serie de haraganes de la corporación municipal que los trineos bajaron en masa para vaciar el sótano, enjuagarlo varias veces y verter después el resultado de toda aquella actividad a las aguas del Froom a la altura de Key Head, justo al lado de los mercados de pescado.
Cuando William Henry superó los seis meses y empezó a convertirse en una persona, sus abuelos descubrieron que era la clase de niño que no se puede malcriar. Era tal la dulzura de su naturaleza y la humildad de su diminuta alma que aceptaba agradecido todas las atenciones que se le prestaban, pero jamás se quejaba si no se las ofrecían. Lloraba cuando le dolía algo o cuando algún imbécil de la taberna le pegaba un susto y, sin embargo, no le tenía el menor miedo al señor Thistlethwaite (sin duda el más temible parroquiano del Cooper's Arms), por muchos rugidos que pegara. Solía mantener meditabundos silencios y, aunque sonreía de buen grado, jamás se reía y nunca se mostraba triste o malhumorado.
– Afirmo que tiene el temperamento propio de un monje de un monasterio -dijo el señor Thistlethwaite-. A ver si os habrá salido cartujo.
Cinco días atrás había corrido un rumor en el Cooper's Arms: se habían producido algunos casos de viruela, pero estaban demasiado dispersos para pensar en el establecimiento de una cuarentena, la primera -y la última- desesperada esperanza de todas las ciudades.
A Peg se le desorbitaron los ojos.