Mañana, pensó medio dormida, una vez superado el acceso de llanto, iré al cementerio de St. James y pondré unas flores en su tumba. Pronto llegará el invierno y ya no habrá flores.
Llegó el invierno, la habitual lobreguez de Bristol llena de niebla, llovizna y una fría humedad que penetraba hasta los huesos; sin que lo agobiara el hielo que a menudo cubría el Támesis y otros ríos del este de Inglaterra, el Avon subía nueve metros y bajaba otros nueve de una forma tan rítmica y previsible como en verano.
Las noticias acerca de la guerra en las trece colonias llegaban como con cuentagotas, muy por detrás de los acontecimientos a que se referían. El general Thomas Gage ya no era el comandante en jefe de su majestad británica; ahora lo era sir William Howe y se decía que el Congreso Continental rebelde ya estaba cortejando a los franceses, los españoles y los holandeses en busca de aliados y de dinero. La represalia del rey había sido la que más o menos se esperaba: por Navidad, el Parlamento prohibió cualquier tipo de relaciones comerciales con las trece colonias y las declaró fuera de la protección de la corona. Fue una terrible noticia para Bristol.
Entre los personajes más influyentes de Bristol, algunos deseaban la paz a cualquier precio, incluyendo la concesión a los rebeldes norteamericanos de todo lo que éstos quisieran; otros consideraban que los rebeldes habían sido gravemente agraviados, pero, aun así, deseaban la perpetuación del dominio inglés porque temían que, si Inglaterra dejara mil quinientos kilómetros de costa desprotegidos, regresarían los franceses seguidos de cerca por los españoles; y había otros cuya indignación no conocía límites. Éstos maldecían a los rebeldes por traidores, pensaban que sólo merecían ser arrastrados y descuartizados por caballos tras haber sido ahorcados y no querían ni oír hablar de la posibilidad de hacerles la menor concesión. Como es natural, este último grupo de poderosos bristolianos era el que ejercía más influencia en la corte de San Jaime, pero los tres grupos se quejaban con amargura en los salones de las mejores mansiones y se reunían tristemente con sus vasos de oporto y su sopa de tortuga en el White Lion, el Bush Inn y el Plume and Feathers.
Por debajo de esta fina capa de bristolianos influyentes se encontraba la inmensa mayoría de ciudadanos que sólo sabían lo mucho que costaba encontrar trabajo, el creciente número de barcos que permanecían atracados en los muelles y las rebalsas del río y pensaban que ahora no era el momento para hacer una huelga en favor de un aumento de un penique al día. Puesto que el Parlamento sabía cómo gastar el dinero, pero no lo repartía entre los necesitados, el cuidado del creciente número de parados corría a cargo de las parroquias, siempre y cuando éstos estuvieran debidamente inscritos como feligreses en los correspondientes registros. Cada parroquia recibía siete libras anuales por vivienda procedentes de los ingresos del Ayuntamiento y con ellas socorría a los pobres.
Una característica especial distinguía a Bristol de todas las demás ciudades británicas y por un motivo nada fácil de explicar; su clase alta tendía en grado muy considerable hacia la filantropía tanto en vida como en las donaciones testamentarias. Tal vez porque el hecho de que los hospicios o los asilos de pobres, los hospitales o las escuelas llevaran el nombre del benefactor otorgaba a éste una segunda clase de inmortalidad, pues su nombre no era jamás aristocrático. Pero, por lo que respectaba al nacimiento y el linaje, la clase alta era absolutamente mediocre. Lord Clare, el antiguo maestro de escuela Robert Nugent, era lo más noble que podía ofrecer la alta sociedad de Bristol. El poder de Bristol estaba fuertemente asentado en el dinero.
Así llegó 1776 como una siniestra sombra apenas entrevista por el rabillo del ojo. Para entonces, todos daban por sentado que la Marina real y el Ejército real habrían apagado los últimos rescoldos de revolución entre New Hampshire y Georgia. Pero no se recibió ninguna noticia acerca de este memorable acontecimiento, aunque los que sabían leer, que eran muchos, por cierto, en aquella ciudad de Bristol tan preocupada por la cultura y las obras benéficas, habían adquirido la costumbre de acudir a las posadas de postas para esperar la llegada de los coches de Londres y de los telegramas y las revistas de Londres.
El Cooper's Arms se estaba apretando al máximo el cinturón; y lamentaba descubrir, a cada semana que pasaba, un nuevo hueco en las filas de sus clientes habituales. Pero los gastos también se reducían al mismo ritmo que la clientela; Mag guisaba menos, Peg llevaba a casa una menor cantidad de hogazas de pan de Jenkins el tahonero; y Dick compraba más ginebra barata que delicioso y aromático ron de Cave.
– No quisiera parecer desleal -dijo Peg un día de enero en que la amenaza de nieve había vaciado el Cooper's Arms-, pero estoy segura de que algunos de nuestros parroquianos podrían comer un poco mejor si bebieran un poco menos.
Dick le dirigió a Richard una irónica mirada, pero no dijo nada.
– Amor mío -dijo Richard tomando a William Henry de los brazos de su madre-, así es el mundo y nosotros hemos conseguido ahorrar un poco porque así es el mundo. Por consiguiente, calla y no pienses en la deslealtad. Los hombres y las mujeres son libres de elegir lo que quieren meterse en el vientre. Algunos pueden soportar el dolor de prescindir de su media pinta diaria de ron o ginebra, pero otros creen que el dolor de prescindir de ella es demasiado duro de soportar. -Se encogió de hombros, alborotó los negros bucles de William Henry y contempló con una sonrisa aquellos prodigiosos ojos de color ámbar punteados por manchitas de color marrón oscuro-. El dolor es distinto en cada persona, Peg.
A medida que transcurría el mes de enero, se pudo comprobar que el número de barcos era inferior al que se esperaba. Por simpatía con la causa de los rebeldes, el estado de ánimo de los habitantes de la ciudad se estaba transformando en un resentimiento cada vez más amargo. El Union Club del Bush Inn, antaño ocupado en la tarea de inundar al rey con peticiones en favor de la reducción de los impuestos y del abandono de los intentos de gobernar a las colonias desde lejos, se estaba sumiendo en un doloroso silencio; en el White Lion los tories rugían cada vez más fuerte, inundando al rey con declaraciones de lealtad y apoyo, participando en los gastos de la creación de regimientos locales y formulando preguntas acerca de los dos miembros whigs del Parlamento por Bristol, el irlandés Edmund Burke y el americano Henry Cruger.
Allí estaba Bristol, decía la Steadfast Society, sangrando por culpa de casi un año de guerra, con un equipo parlamentario whig formado por un irlandés de pico de oro y un americano de pico de plomo. Los sentimientos estaban cambiando, los sentimientos se estaban enconando. Que terminara de una vez por todas aquel asunto que estaba teniendo lugar a tres mil millas de distancia, ¡y que el principal asunto del día fueran los negocios propiamente dichos! ¡Y que se fueran al infierno los rebeldes!
La noche del 16 de enero, durante la bajamar, alguien prendió fuego al Savannah La Mar, que estaba cargando con destino a Jamaica en el Broad Quay, a un tiro de piedra de Old Nick's Entrance. Lo rociaron con brea, petróleo y aguarrás, y sólo la suerte lo salvó; para cuando llegaron los dos bomberos de la ciudad con su carro de cuarenta y cinco galones de agua, varios trastornados marineros y vecinos de los muelles ya habían sofocado el incendio antes de que éste causara daños irreparables.