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– Hemos sufrido un tiroteo. Estamos bien. Volvemos a Chavez en dirección oeste -escupió Halliday por la radio-. ¿Dónde coño estáis?

– ¡Lo veo! -gritó Barron. Más adelante, Donlan adelantaba a un furgón de reparto, lo cortaba y se metía por otra calle.

– ¡A la derecha por Ezra! -gritó Halliday por la radio.

A lo lejos oyeron sirenas. Delante vieron el Toyota reducir, volver a acelerar y, de pronto, girar a la izquierda para salir otra vez en estampida.

– ¡Es una calle sin salida! -gritó Barron.

– Sí.

Barron bajó la velocidad justo a tiempo para ver a Donlan meterse por la única posibilidad que le cabía: se estrelló contra una puerta de madera y condujo directamente contra un edificio de aparcamiento cerrado.

– ¡Lo tenemos! -gritó Barron orgulloso.

15

9:08 h

Barran llevó el Dodge sin parabrisas frente al parking y lo detuvo, bloqueando la salida. Al cabo de un segundo llegaron cuatro unidades patrulla, casi una encima de la otra. Agentes uniformados saltaron de los coches, armas en mano, y empezaron a avanzar hacia el Dodge.

– ¡Barron, Halliday, Cinco-Dos! -gritó Barron, sacando la placa por la ventanilla-. Acordonen la zona. Precinten todas las salidas.

– En marcha -se oyó la voz de McClatchy por la radio de Halliday.

Barron miró por el retrovisor. El Ford azul de Red estaba justo detrás de ellos, Red al volante, Polchak a su lado. Luego el coche de Lee y Valparaiso llegó y se detuvo detrás del de Red. Por todos lados llegaban más coches patrulla de blanco y negro.

– Entrad -dijo Red por la radio-. Deteneos en la primera rampa. Os seguimos.

Barron llevó la furgoneta hacia el garaje vacío, más allá de un cartel en la entrada que decía CERRADO DE MARZO A ABRIL POR REFORMAS ESTRUCTURALES.

Halliday conectó la radio:

– Red, están de reformas. ¿Hay gente trabajando dentro?

– No te muevas, ahora lo compruebo.

Barron se detuvo. La estructura oscura que tenían delante de ellos parecía una tumba vacía de cemento. Había muchas plazas de parking vacías iluminadas aquí y allá por fluorescentes y, de vez en cuando, a distancias calculadas, columnas de cemento armado.

Pasó un minuto, luego otro. Después la voz de Red volvió a sonar por la radio.

– Hay cierta actividad laboral, pero no ha habido nadie durante dos semanas. Entremos, pero con precaución extrema.

Halliday miró a Barron y asintió con la cabeza. El pie de Barron pisó el acelerador y el Dodge avanzó; ambos agentes buscaban el Toyota o algún rastro de los dos hombres.

Detrás de ellos entró el coche de McClatchy/Polchak, y luego el de Lee/Valparaiso. Entonces, oyeron el rugido de un helicóptero policial, con las fuertes aspas de su rotor cortando el aire mientras se mantenía inmóvil y su piloto hacía de sus ojos allí arriba.

Barron dobló una esquina, llegó a la base de la primera rampa de subida y se detuvo.

– Caballeros -dijo la voz de Red por la radio de Halliday-. El exterior está acordonado. Ni rastro de los sospechosos. -Se hizo una pausa y luego Red terminó-. Caballeros, tenemos el OK.

Barron miró a Halliday, confuso:

– ¿Qué significa «tenemos el OK»?

Halliday vaciló.

– ¿De qué habla?

– Quiere decir que no esperamos que llegue el SWAT. La función es nuestra.

Dentro del Ford de camuflaje, McClatchy se guardó la radio en el bolsillo y buscó el pomo de la puerta. Entonces vio a Polchak mirándolo.

– ¿Se lo piensa decir? -le preguntó Polchak.

– ¿A Barron?

– Sí.

– A nosotros no nos lo dijo nunca nadie. -La respuesta de McClatchy era de una lógica aplastante, casi fría. Abrió la puerta del coche.

– Es sólo un crío.

– Todos éramos unos críos cuando empezamos.

Atentos, con las armas automáticas levantadas y listas, Barron y Halliday salieron de la furgoneta. A lo lejos podían oír el rumor de radios de policía y, arriba, el fuerte latido de las aspas del rotor del helicóptero. Los otros también salieron. Valparaiso se acercó para hablar en voz baja con McClatchy. Lee y Polchak abrieron los maleteros de los dos coches y se les acercaron para darles chalecos antibalas con la palabra policía escrita en la espalda.

Barron se puso el suyo y se acercó adonde estaba McClatchy con Valparaiso, estudiando el garaje con la mirada, como hacían ellos. Donlan podía estar por cualquier rincón, esperando en la sombra su ocasión de disparar. Estaba loco. Le habían visto en acción.

– El rehén de Donlan -dijo Barron al llegar a su lado-, parecía como si hubiera subido al Toyota por voluntad propia. También fue quien recogió nuestras armas para Donlan en el tren. Puede que sean cómplices, puede que no.

Red lo escrutó ligeramente:

– ¿Tiene nombre, ese rehén?

– No que sepamos. -Halliday llegó por detrás de él-. Que alguien compruebe la identidad de la esposa del hombre que Donlan ha matado en el tren. Han estado jugando a cartas juntos todo el viaje.

De pronto, un estruendo tremendo provocado por el vuelo rasante del helicóptero, que luego se quedó de nuevo inmóvil, sacudió todo el edificio. Al ceder el ruido, Barron vio a Polchak sacar del maletero del Ford un arma de cañón corto, tipo escopeta recortada, con un enorme cargador.

– Striker doce. Es un fusil sudafricano antidisturbios. -Polchak sonrió-. Cargador de cincuenta balas. Doce disparos en tres segundos.

– ¿Estás cómodo con esto? -Valparaiso sostenía un revólver Ithaca del calibre doce.

– Claro -dijo Barron, y Valparaiso se lo lanzó.

McClatchy sacó el revólver Smith & Wesson de la pistolera de ante que llevaba en la cintura.

– Vamos para allá -dijo-. Jimmy y Len a la escalera norte de incendios. Roosevelt y Marty, al sur. Barron y yo iremos por el centro.

Y así se pusieron en marcha, Halliday y Polchak a la izquierda; Lee y Valparaiso desapareciendo a través de las sombras a la derecha, con el sonido de sus pasos perdiéndose bajo el latido rítmico del helicóptero.

Barron y McClatchy, escopeta y revólver, subieron la rampa principal de vehículos a un metro y medio el uno del otro, escaneando con los ojos las columnas de cemento, las pilas ordenadas de material de construcción, las plazas de parking desiertas, las sombras creadas por las columnas y los materiales apilados.

Barron visualizó a los otros subiendo por las escaleras de incendios, armas en mano, bloqueando cualquier camino de salida que pudieran tomar Donlan y su rehén o amigo. Sentía el sudor en las palmas de las manos, la carga de adrenalina. No era el mismo nerviosismo que había sentido antes en el tren; era algo totalmente distinto. Apenas una semana antes era una pieza en el engranaje de la brigada de Robos y Homicidios, y ahora aquí estaba, miembro de por vida de la prestigiosa brigada 5-2, avanzando mano a mano con el mismísimo Red McClatchy de camino a atrapar a un asesino extremadamente violento. Era algo de película. Con todo el peligro que comportaba, el subidón de adrenalina era enorme, hasta heroico. Se sentía como si estuviera al lado de Wyatt Earp entrando en el OK Corral.

– Tal vez quieras saber algo más sobre nuestro señor Donlan -le susurró McClatchy, concentrado en el cemento y en las sombras de delante-. Antes de su hazaña en el tren, antes de tener la mala suerte de ser visto en Chicago y de que la policía de allí emitiera una alerta para cazarle, se había escapado del corredor de la muerte en Huntsville. Estaba condenado por la violación y el asesinato de dos hermanas adolescentes. Y eso lo hizo exactamente cuatro días después de salir de la cárcel gracias a una reducción de condena por buen comportamiento… una condena que cumplía por otra violación… Ten cuidado.

Red dejó que su voz se apagara cuando llegaban arriba de la rampa y pasaban por la curva.