– Quieto -dijo de pronto, y se detuvieron.
A cinco metros tenían el Toyota blanco. Estaba aparcado de cara a un muro trasero y tenía las puertas del conductor y copiloto abiertas y las luces de emergencia parpadeando.
Red sacó la radio.
– El Toyota está aquí -dijo, a media voz-. Segunda planta. Acercaos lentamente y con la máxima precaución. Apagó la radio y él y Barron se quedaron escuchando, barriendo la zona con los ojos.
Nada.
Pasaron diez segundos. Entonces vieron las siluetas desdibujadas de Halliday y Polchak avanzar por la izquierda y detenerse a diez metros del coche con las armas preparadas para disparar. Al cabo de un momento, Lee y Valparaiso se acercaron por la derecha, deteniéndose a la misma distancia.
Red esperó, evaluando la situación, y luego su voz retumbó por la cámara de cemento:
– ¡Policía de Los Ángeles! Donlan, el edificio está rodeado. No tiene adonde ir. ¡Tire el arma y entréguese!
Nada. El único sonido era el fuerte latido del helicóptero de la policía.
– Fin del trayecto, Donlan. ¡No se complique más la vida!
Red avanzó lentamente. Barron lo imitó, con el corazón acelerado, las palmas de las manos pegajosas de sudor alrededor de la enorme Ithaca. Los otros permanecieron donde estaban. Tensos. Vigilantes. Los dedos en los gatillos. Polchak tenía la recámara de su enorme rifle antidisturbios contra el hombro y miraba por su mirilla.
– ¡Soy Frank Donlan! -La voz del fugitivo retumbó de pronto desde mil rincones a la vez.
Red y Barron se quedaron petrificados.
– ¡Voy a salir! Mi rehén está bien, viene conmigo.
– ¡Mándalo a él primero! -le gritó Red.
Durante un momento que pareció durar una eternidad no pasó nada. Luego, lentamente, Raymond salió de detrás del Toyota.
16
Barron apuntaba a Raymond con la enorme escopeta Ithaca mientras éste emergía de las sombras y avanzaba hacia ellos. Lee, Halliday, Polchak y Valparaiso se mantenían atrás, con las armas listas, alerta, vigilando.
– ¡Al suelo, boca abajo! -ordenó Red a gritos-. Las manos detrás de la nuca.
– ¡Ayuda, por favor! -suplicó Raymond mientras avanzaba. A su izquierda, derecha y delante estaban los tres policías del tren. A los otros no los había visto nunca.
– ¡Al suelo! ¡Las manos detrás de la nuca! -repitió Red-. ¡Ahora!
Raymond dio otro paso y se tiró al suelo mientras se ponía las manos en la nuca, como le ordenaban.
Al instante, Barron desvió la Ithaca de Raymond al Toyota. ¿Dónde estaba Donlan? ¿Y si estaba usando a su rehén como tapadera para colocarse y atrapar a uno de ellos? ¿Y si salía de pronto de detrás del coche, disparando al primero que se le pusiera a tiro?
– ¡Donlan! -McClatchy miró al Toyota, con la distracción que suponían sus luces parpadeantes de emergencia-. ¡Tira el arma!
Nada. Barron respiró con fuerza. A su izquierda podía ver a Polchak ajustando el peso de su fusil.
– ¡Donlan! -volvió a gritar McClatchy-. ¡Tira el arma o iremos a por ti!
Una nueva pausa; luego un objeto salió volando desde detrás del Toyota y rebotó por el suelo, antes de detenerse a medio camino entre Raymond y Red McClatchy. Era el Colt automático de Donlan.
Red miró rápidamente a Barron:
– ¿Llevaba algo más?
– No que hayamos visto.
Red miró de nuevo hacia el Toyota:
– Pon las manos sobre la cabeza y sal lentamente.
Durante un rato todo siguió inmóvil. Luego vieron movimiento detrás del Toyota y Donlan apareció. Con las manos en la cabeza, salió de la sombra hasta la zona iluminada por la luz fluorescente. Iba totalmente desnudo.
– Dios mío -murmuró Barron.
Donlan se detuvo, con pinta extraña bajo la luz fluorescente y vestido solamente con el peluquín. Sonrió lentamente:
– Sólo quería demostraros que no tengo nada que ocultar.
Los detectives se le acercaron rápidamente; Polchak y Lee tomaron posiciones armadas a un palmo del Donlan desnudo, mientras Valparaiso se le acercaba bruscamente para esposarlo por la espalda. Barron y Halliday se dirigieron al Toyota.
– No te muevas. No hables. -Con la Smith & Wesson agarrada entre las dos manos, Red se acercó a Raymond-. Roosevelt -dijo.
De pronto, Lee se separó de Polchak y Donlan y se acercó adonde estaba Red para esposar rápidamente al segundo fugitivo.
– ¿Qué coño hacen? -gritó Raymond, al sentir el acero rodeándole las muñecas-. He sido secuestrado; ¡soy una víctima!
Estaba rojo y furioso. Esperaba que le protegerían, que le interrogarían un rato, le tomarían los datos y luego lo dejarían marchar.
– Nadie más, ni armas, está limpio -dijo Barron, mientras él y Halliday salían del Toyota.
Red escrutó a Raymond un rato más, luego se guardó la pistola y miró a Lee:
– Llevaos a esta víctima al centro e interrogadle. -Luego miró a Barron-. Busca los pantalones del señor Donlan.
Raymond vio al enorme Lee inclinarse hacia él y sintió como sus enormes manos lo ayudaban a levantarse.
– ¿Por qué me arrestan? Yo no he hecho nada. -Raymond lo intentaba por la vía cordial, fingiéndose la genuina víctima inocente.
– Pues entonces no tiene nada que temer.
Lee lo llevaba hacia la escalera de incendios para bajar a la planta baja.
De pronto volvió a sentir todos los miedos. Lo último que queríaera que lo llevaran bajo custodia y que empezaran a escarbar en su identidad, y luego que encontraran su bolsa de viaje en el tren. Se intentó liberar de la mano de Lee, retorciéndose, y gritó hacia Barron y Halliday:
– ¡Ustedes estaban en el tren! ¡Ya han visto lo que ha pasado!
– También le he visto meterse en el Toyota con Donlan sin ofrecer ninguna resistencia -dijo Barron, mientras se disponía a marcharse.
– ¡Me ha dicho que me subiese o me mataba allí mismo! -gritó Raymond. Barron siguió andando, en busca de la ropa de Donlan. Raymond se volvió hacia Donlan-. ¡Dígaselo!
– ¿Decirles qué, Ray? -le dijo Donlan, con una sonrisa cínica.
Ahora estaban ya ante la puerta metálica ignífuga. Halliday la aguantó abierta y Lee sacó a Raymond por ella hacia la escalerilla del fondo. Halliday los siguió y la puerta se cerró con un golpe detrás de ellos.
17
Barron aguantaba los pantalones de Donlan mientras éste se los ponía, una labor incómoda por las esposas y porque Polchak lo apuntaba con el rifle antidisturbios directamente a la cara. Luego vinieron los calcetines y los zapatos.
– ¿Y la camisa? -dijo Barron, mirando a Red-. No se la podrá poner, con las esposas.
– Apártate -dijo Red.
– ¿Cómo?
– Digo que te apartes.
Había una extraña calma en la actitud de Red que Barron no sabía interpretar. Vio la misma calma en las caras de Polchak y Valparaiso, como si supieran algo que él ignoraba. Confuso, hizo lo que le decían. Entonces Polchak se apartó también y, por unos instantes, el tiempo se detuvo. Los cuatro detectives y su prisionero cara a cara. El único movimiento eran las luces todavía parpadeantes del Toyota.
– ¿Es esto una peluca? -preguntó Valparaiso del peluquín de Donlan-. Parece una peluca.
– No lo es.
– ¿Qué mote has utilizado esta vez, Donlan? Ya sabes, para la gente del tren, los que jugaban a cartas contigo -dijo Red, con calma -. ¿Tom Haggerty? ¿Don Donlan Jr? ¿Tal vez James Dexter… o ha sido Bill Miller?
– Miller.
– ¿Bill?
– Frank. Es mi nombre real.
– Qué gracia, pensaba que era Blanquito. Está en tus antecedentes penales desde que tenías doce años.
– Pues mira, que os den por el culo.
– Sí, que nos den. -Polchak sonrió y luego, muy pausadamente, dejó el fusil a un lado.
Donlan paseó la mirada por todos ellos.
– ¿Qué pasa? -dijo, con la voz empapada de pronto por el miedo.
– ¿Qué cojones crees tú que pasa? Blanquito… -Valparaiso lo miraba fijamente.
Barron miró a Red, tan confuso como antes.
Lo siguiente ocurrió en una milésima de segundo. Polchak dio un paso adelante, cogió a Donlan por los brazos y lo inmovilizó. Al mismo tiempo, Valparaiso se les acercó, empuñando un revólver del calibre 22.
– ¡No, no! -gritó Donlan aterrorizado. Trató de liberarse de los brazos de Polchak, pero no le sirvió de nada. Valparaiso le apoyó el 22 en la sien.
¡Bang!
– ¡Me cago en la puta! -masculló Barron, quedándose sin respiración. Entonces Polchak lo dejó y el cuerpo de Donlan cayó al suelo.